miércoles, 7 de mayo de 2008

La esencia de la crisis alimentaria es la injusta distribución de la riqueza y el modelo económico neoliberal impuesto por las grandes potencias.


Intervención de Esteban Lazo Hernández, Vicepresidente del Consejo de Estado de la República de Cuba en la Cumbre Presidencial Soberanía y Seguridad alimentaria, alimentos para la vida, con sede en Nicaragua.
Estimado Comandante Daniel Ortega, Presidente de Nicaragua
Distinguidos Presidentes y Altos Representantes

Los datos son harto elocuentes. En el año 2005, pagábamos para importar una tonelada de arroz 250 dólares; ahora pagamos 1,050 dólares, cuatro veces más. Por una tonelada de trigo pagábamos 132 dólares; ahora pagamos 330 dólares, dos veces y media más. Por una tonelada de maíz pagábamos 82 dólares; ahora pagamos 230 dólares, casi tres veces más. Por una tonelada de leche en polvo pagábamos 2200 dólares; ahora 4,800 dólares. Es una situación perversa e insostenible.
Esta realidad impacta en los mercados internos de la mayoría de los países de nuestra región y del mundo, afectando directamente a la población, en particular a los más pobres, y llevando a la indigencia a millones de personas. Hay países que hace sólo unas décadas se autoabastecían de arroz y maíz. Pero las recetas neoliberales del FMI los llevaron a liberalizar el mercado e importar cereales subsidiados de EEUU y Europa, con lo cual fue erradicada la producción nacional. Con el aumento de los precios a los ritmos señalados, un número creciente de personas ya no puede comer estos alimentos básicos. No es sorprendente entonces que acudan a la protesta, que salgan a las calles a buscar cualquier modo de dar de comer a sus hijos.
Como alertara Fidel desde 1996, en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación: "El hambre, inseparable compañera de los pobres, es hija de la desigual distribución de las riquezas y de las injusticias de este mundo. Los ricos no conocen el hambre". "Por luchar contra el hambre y la injusticia han muerto en el mundo millones de personas".
La crisis alimentaria que hoy nos convoca, es agravada por los altos precios del petróleo y por el impacto sobre ellos de la aventura bélica en Irak; por el efecto de estos precios en la producción y el transporte de los alimentos; por los cambios climáticos; por el creciente destino de importantes cantidades de granos y cereales de EEUU y la Unión Europea para la producción de biocombustibles, y por las prácticas especulativas del gran capital internacional, que apuesta a los inventarios de alimentos a costa del hambre de los pobres.
Pero la esencia de la crisis no radica en estos fenómenos recientes, sino en la desigual e injusta distribución de la riqueza a nivel global y en el insostenible modelo económico neoliberal impuesto con irresponsabilidad y fanatismo en los últimos veinte años.
Los países pobres que dependen de la importación de alimentos, no están en condiciones de resistir el golpe. Sus poblaciones no tienen protección alguna y el mercado, por supuesto, no tiene la capacidad ni el sentido de la responsabilidad de brindársela. No estamos ante un problema de carácter económico, sino ante un drama humanitario de consecuencias incalculables, que –incluso- pone en riesgo la Seguridad Nacional de nuestros países.
Adjudicar la crisis a un consumo progresivo de importantes sectores de la población de determinados países en desarrollo con crecimiento económico acelerado, como China e India, además de ser un planteamiento insuficientemente fundamentado, entraña un mensaje racista y discriminatorio, que ve como un problema que millones de seres humanos tengan acceso, por primera vez, a una alimentación digna y saludable.
El problema, como se expresa en nuestra región, está esencialmente ligado a la situación precaria de los pequeños agricultores y de la población rural de los países subdesarrollados, así como al papel oligopólico de las grandes empresas transnacionales de la industria agroalimentaria.
Éstas controlan los precios, las tecnologías, las normas, las certificaciones, los canales de distribución y las fuentes de financiamiento de la producción alimentaria mundial. Controlan también el transporte, la investigación científica, los fondos genéticos, la industria de fertilizantes y los plaguicidas. Sus gobiernos, en Europa, Norteamérica y otras partes, imponen las reglas internacionales con que se comercian los alimentos y las tecnologías e insumos para producirlos.
Los subsidios a la agricultura en los EE.UU. y la Unión Europea no sólo encarecen los alimentos que éstos venden, sino también imponen un obstáculo fundamental para el acceso a sus mercados de las producciones de los países en desarrollo, lo que incide directamente sobre la situación de la agricultura y de los productores del Sur.
Se trata de un problema estructural del orden económico internacional vigente y no de una crisis coyuntural que pueda resolverse con paliativos o medidas de emergencia. Promesas recientes del Banco Mundial de destinar 500 millones de dólares devaluados para aliviar la emergencia, además de ridículas, parecen una burla.
Para atacar el dilema en su esencia y sus causas, se requiere someter a examen y transformación las reglas escritas y no escritas, las acordadas y las impuestas, que hoy gobiernan el orden económico internacional, y la creación y distribución de riquezas, particularmente en el sector de la producción y distribución de alimentos.
Lo decisivo realmente hoy es plantearse un cambio profundo y estructural del actual orden económico y político internacional, antidemocrático, injusto, excluyente e insostenible. Un orden depredador, responsable de que —como dijera Fidel doce años atrás— "Las aguas se contaminan, la atmósfera se envenena, la naturaleza se destruye. No es sólo la escasez de inversiones, la falta de educación y tecnologías, el crecimiento acelerado de la población; es que el medio ambiente se deteriora y el futuro se compromete cada día más".
Al mismo tiempo, coincidimos en que la cooperación internacional para enfrentar este momento de crisis, es impostergable. Se requieren medidas de emergencia para aliviar con celeridad la situación de aquellos países donde ya se producen disturbios sociales. Se necesita también lograr un impulso en el mediano plazo para estimular planes de cooperación e intercambio, con inversiones conjuntas que aceleren en nuestra región la producción agrícola y la distribución de alimentos, con un firme compromiso y una fuerte participación del Estado. Cuba está dispuesta a contribuir modestamente en un esfuerzo de esa naturaleza.
El Programa que hoy nos propone el compañero Daniel, en un empeño por aunar el esfuerzo, la voluntad y los recursos de los miembros del ALBA y los países de Centroamérica y el Caribe, merece nuestro respaldo. Presupone el claro entendimiento de que la actual situación alimentaria mundial no es una oportunidad como piensan algunos, sino una crisis muy peligrosa. Entraña un reconocimiento expreso a que nuestro esfuerzo debe dirigirse a defender el derecho a la alimentación para todos y a una vida digna para los millones de familias campesinas hasta hoy expoliadas, no a aprovechar la ocasión para intereses corporativos o mezquinas oportunidades comerciales.
Hemos discutido con amplitud sobre el tema. Ahora lo que corresponde es actuar unidos, con audacia, solidaridad y espíritu práctico.
Si ese es el objetivo común, se puede contar con Cuba.
Concluyo recordando las previsoras palabras expresadas por Fidel en 1996, que todavía resuenan por su actualidad y hondura: "Las campanas que doblan hoy por los que mueren de hambre cada día, doblarán mañana por la humanidad entera si no quiso, no supo o no pudo ser suficientemente sabia para salvarse a sí misma."

Muchas gracias.

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