viernes, 24 de agosto de 2007

SACCO Y VANZETTI


“El libro de la vida”: ¡He ahí el libro de los libros!
El 23 de agosto de 1927 fue ajusticiado en los Estados Unidos el vendedor de anguilas Bartolomeo Vanzetti. Había pasado más de siete años en la cárcel, acusado de crímenes de que no cometió, pero efectivamente culpable de ser libertario e italiano en un país lleno de odio y crispado por el terror ante extranjeros y progresistas.
El caso Sacco y Vanzetti provocó en aquella época la movilización obrera internacional más grande y vasta de la historia.
Mientras estuvo preso, Vanzetti enriqueció su formación autodidacta y reforzó sus convicciones filosóficas y políticas.
Bartolomeo Vanzetti nació en Villafalleto cerca de la ciudad de Cuneo.

Hace apenas cinco días atrás que se pasó la película “Sacco y Vanzetti” en la fonoplatea Gustavo Nocetti para un público que se mantuvo expectante y en profundo silencio durante casi dos horas.

Eran casi las cuatro de la tarde del 5 de abril de 1920 cuando en la ciudad de South Braintree, Massachusetts, sonaron seis tiros de revólver. Frederick Parmenter, pagador, y Alessandro Berandelli, guardaespaldas, se vieron enfrentados por dos gángsteres mientras procedían a transportar por la calle dos voluminosas cajas que guardaban los sueldos ensobrados del personal de la fábrica de calzados Rice & Hutchins: 15.776 dólares.
Los dos agredidos murieron en el acto, los asaltantes arrancaron las cajas metálicas de los dedos contraídos por la muerte, saltaron al interior de un auto oscuro, que los esperaba con el motor en marcha y desaparecieron.

Los testigos oculares del delito, peatones y vecinos de los edificios circundantes, solo alcanzaron a ver la fuga de los asaltantes ante la policía, no pudieron aclarar siquiera si en el auto había o no dos o tres personas más.
La investigación se orientó de inmediato hacia el ambiente de los inmigrantes italianos.
Ya en los años veinte se había divulgado ampliamente la convicción de que eran italianos los responsables de la criminalidad que estaba inundando el ambiente.
Después de veinte días la policía no había avanzado nada en la investigación y en Massachusetts existía la sensación de que el delito de Braintree quedaría impune.
La indignación pública, los episodios causados por el gangsterismo cada vez más numerosos exigían alguna medida, era necesario hallar lo antes posible un par de chivos emisarios.
Los hallaron en Sacco y Vanzetti.

En la tarde del 5 de mayo de 1920, y mientras regresaban en tranvía de Bridgewater a Brockton, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti fueron arrestados: la policía los había marcado porque ellos habían tratado de alquilar un automóvil y eso los puso automáticamente en la lista de sospechosos.
Estaban armados y llevaban con ellos material de propaganda anárquica.
Italianos y anarquistas no hacía falta más para considerarlos culpables.
El ministro de Justicia, Palmer, transformó inmediatamente esa campaña en fundamento de su actividad y dirigió personalmente la persecución contra todos los activistas de los movimientos políticos de izquierda.

Para cumplir sus fines, la policía de aquella época no vacilaba en cometer cualquier delito. Dos días antes del arresto de Sacco y Vanzetti, otro anarquista tipógrafo Andrea Salsedo cayó desde el decimocuarto piso de un edificio de Park Row, Nueva York, había sufrido horribles torturas durante ocho semanas de arresto preventivo y fueron muchos los que sostuvieron que la propia policía lo lanzó a la calle desde la ventana del rascacielos.

Ambos se expresaban en un inglés rudimentario y se defendieron como pudieron. Para no comprometer a sus compañeros de lucha no hallaron mejor línea de resistencia que la de negar. Negaron todo, hasta la evidencia. Y también negaron el haber querido alquilar un auto, cosa que la policía ya había podido comprobar.
Lo hicieron por el hecho de que el vehículo pertenecía a otro anarquista.
Aquello fue su perdición; en ese momento se precipitaron en los engranajes de una confabulación espantosa, que los llevaría a la silla eléctrica.

Al principio solo se acusó a Sacco de participación en el asalto y en los homicidios de Braintree, mientras a Venzetti se le imputaba el intento de asalto, en perjuicio de un recaudador de impuestos, que tuvo lugar en Bridgewater la víspera de Navidad de 1919.
Procesado por la Corte Suprema de Plymouth, Vanzetti fue condenado a entre doce y quince años de prisión.
Mientras en Bridgewater tenía lugar aquel asalto frustrado, el pescador Bartolomeo Vanzetti vendía anguilas en el mercado de Plymouth. Pero ni el testimonio del joven que lo ayudaba, Beltrando Brini, ni el de los clientes que lo recordaban bastaron para evitarle la condena.
En el verano de 1928 cuando la sentencia de muerte ya se había ejecutado, el ex presidario Frank Silva confesó haber organizado el “golpe” de Bridgewater y negó categóricamente que Vanzetti hubiera tenido en él la menor participación.

El proceso se desarrolló en Dedham trece meses después del arresto. Su recuerdo perduró mucho tiempo en la conciencia de millones de estadounidenses.
Fue una formalidad; el veredicto estaba decidido antes de que la Corte se reuniese. Una atmósfera de histeria envolvió el extraordinario debate, en el que participaron ciento sesenta y siete testigos. En torno de los dos acusados, una multitud de policías armados sirvió para alimentar los sentimientos de odio que sacudían a buena parte de la población de Massachusetts ante los extranjeros.

Los testigos de la acusación que fueron los primeros en declarar, dieron de inmediato la sensación de que oscuras maniobras los inducían y constreñían a sostener falsedades.
Se trataba de los mismos testigos oculares que no habían podido siquiera precisar el número de los bandidos que intervinieron en el asalto.
En el debate se llegó a saber incluso que uno de los testigos perdió su empleo en represalia por negarse a acusar a los procesados y lo recuperó no bien hubo decidido reconocerlos.

En cambio los testigos de la defensa no recibieron la menor consideración; eran italianos, casi todos sospechosos de anarquismo y por ello indignos de confianza. Hasta el cónsul italiano en Boston, que era testigo de descargo para Sacco, vio puesta en duda su palabra y tuvo que protestar aunque inútilmente.

El único testigo ocular estadounidense que hubiera podido declarar por la defensa era Roy Gould, que en el tiroteo del asalto resultó con la chaqueta perforada por un proyectil y que había visto a los bandidos cara a cara. Pero este señor ni siquiera compareció ante la Corte; en violación de todas las leyes, la fiscalía mantuvo su nombre en secreto.

Declarados culpables de homicidio en primer grado, Sacco y Vanzetti fueron condenados a la silla eléctrica.
Pero su agonía recién comenzaba; antes de que los mataran, pasarían en la cárcel, entre postergaciones, pedidos de revisión del proceso, recursos y suspensiones, siete años, tres meses y dieciocho días. Pese a la gigantesca y tenaz acción de defensa que desarrolló el Comité pro Sacco y Vanzetti no logró arrancarlos de la muerte: los acusados habían sido condenados por italianos y por anarquistas no por culpables.
En noviembre de 1925 la parcialidad de Thayer y de Katzmann había llegado a ser tan manifiesta, que hasta algunos periódicos de gran circulación se pusieron de parte de los dos inmigrantes. Un joven criminal de origen de origen portorriqueño Celestino Madeiros había confesado ser el autor del delito, al mismo tiempo que negaba categóricamente cualquier participación de Sacco y Vanzetti en el mismo.
Pero la Corte se abstuvo de indagar ni siquiera consideró aquella confesión; el caso estaba cerrado, Sacco y Vanzetti debían morir y su muerte serviría de lección a los “bastardos subversivos” como ellos.

En torno del caso Sacco y Vanzetti se produjo la agitación de masas más vasta que recuerde la historia; el proletariado de todo el mundo elevó a lo más alto su protesta contra la injusta condena, reunido muchas veces en las plazas para clamar justicia.
Las adhesiones recibidas por el Comité de defensa fueron incontables, se reunieron sumas elevadísimas para pagar a los mejores abogados de los Estados Unidos lo suficiente para inducirlos a defender a los dos anarquistas.
Las manifestaciones a favor de los condenados congregaban decenas de miles de concurrentes en todas partes del mundo en Londres, en Moscú, en Calcuta, en Pekín, en Bruxelas, en París, y hasta en Montevideo.
En París 25 mil personas manifestaron durante toda la noche frente a la Embajada de los Estados Unidos.

A favor de aquella noble causa transformada en símbolo de la lucha entre progreso y reacción en los Estados Unidos, se pronunciaron los nombres más encumbrados de la cultura de todo el mundo, desde Romain Rolland hasta André Gide, desde Albert Einstein hasta Anatole France, desde Madame Curie hasta George Bernard Shaw.
Más que Sacco el interés de los intelectuales se sentía atraído por el modesto emigrante de Villlafeto, Bartolomeo Vanzetti había revelado en la cárcel una personalidad tan extraordinaria como insospechada.

Mientras Sacco parecía en peligro de volverse loco Vanzetti se entregaba a una actividad metódica e intensísima. Así aprendió el inglés a la perfección y lo usó para denunciar al mundo la infamia de que uno y otro eran víctimas. Tenía perfecta conciencia de la situación, sabía que su caso superaba los límites del error judicial y así lo dijo y lo escribió, con lúcida serenidad y valerosa grandeza de ánimo.
Cuando el Gobernador de Massachusetts, Alvan Fuller ordenó la intervención en el “caso” por parte de una comisión investigadora, Vanzetti escribió estas incisivas palabras.
“Todos aquellos que conocen al gobernador dicen de él que es un hombre esforzado, honesto y de gran rectitud moral y que lucha por lo que considera justo. Eso está muy bien.
Pero las personas que lo conocen y lo estiman son como él, se le parecen. Yo lo conozco mejor que ellos, porque yo he sido exactamente lo que ellos son ahora...Hoy estoy cambiado por completo, y por eso puedo saber que fui antes...Mi defensor, el abogado Thomson, me dice que la clase media norteamericana, cuya voluntad es ley, piensa muy mal de nosotros; piensa que somos culpables, y que fuimos juzgados de buena fe. Es natural que nos sean tan adversos y que, por lo contrario se sientan de parte de las prostitutas y los criminales que atestiguaron contra nosotros, que estén de parte de la Corte, del Juez verdugo. Los entiendo porque yo fui uno de ellos y pensé como ellos. Y me avergüenzo”.

Las cartas mediante las cuales Vanzetti sacudió la conciencia del mundo en torno de su causa fueron cartas públicas, escritas para la colectividad, si bien dirigidas a personas determinadas.
Desgraciadamente algunas de las cartas se perdieron; las secuestró la policía fascista que en muchas ocasiones requisó la casa de Vanzetti en Villafalletto.

Dice el autor del libro “No lloren mi muerte”, Cesare Pillon que recoge buena parte de “Las cartas de Venzetti”, que Bartolomeo Vanzetti había pedido a su familiares “No se avergüencen de mí”, “vendrá un día en que mi vida se conocerá tal cual es, y entonces todos los que se llamen Vanzetti se sentirán contentos y orgullosos de su apellido”.

Hemos escogido parte de una de las cartas de Vanzetti porque nos ayuda también a nosotros a comprender la vida y el mundo que vivimos hoy y nos permite al menos bosquejar un par de comentarios finales.
Dice Vanzetti en una de sus cartas hablando de si mismo, “Una vida proletaria” lo siguiente.
“Mi vida no puede presentarse como ejemplo, de ningún modo que se le considere. Anónima en la multitud anónima, toma su luz del ideal que empuja a la humanidad hacia mejores destinos. Un ideal que yo resumo tal cual relampaguea en mi pensamiento”.

“Frecuenté las escuelas locales, amaba el estudio, y obtuve el primer premio en el examen de promoción y el segundo en el de catecismo.
Mi padre estaba indeciso en cuanto a si hacerme estudiar o darme un oficio. Un día leyó en la “Gazetta del popolo” que, en Turín, cuarenta y dos abogados habían cometido por une empleo de 45 liras por mes. Se decidió. En 1901, me llevó a lo del señor Comino, repostero que tenía un establecimiento en Cuneo.
Estuve allí alrededor de veinte meses, se trabajaba de siete de la mañana a diez de la noche, y me daban tres horas libres para salir, cada quince días.

De Cuneo pasé a Caviur con el señor Goitre, junto a quien trabajé otros tres años. Las condiciones de este empleo no diferían de las del anterior, salvo que mi salida libre quincenal de cinco horas, en ves de tres.
El oficio no me gustaba, pero seguí adelante por complacer a mi padre y porque no hubiera sabido que otra actividad elegir. El 1905 dejé Cavour y me fui a Turín, con la idea de buscar trabajo. No lo hallé en Turín pero sí en Cuorgné donde estuve otros seis meses. Después volví a Turín con un empleo de caramelero. Allí caí enfermo en febrero de 1907. Había crecido en la melancolía siempre encerrado, privado de aire, sol y alegría como “una flor de invernadero”.

Un día de triste recuerdo, mi madre se enfermó. Ninguna pluma puede describir lo que sufrimos, ella, nuestra familia y yo. El rumor más leve le producía atroces espasmos.
Durante las últimas semanas su sufrimiento se hizo tan desgarrador, que ni mi padre ni los parientes y amigos más queridos podían conservar la serenidad necesaria para asistirla. Sólo yo tuve el ánimo de no abandonarla en ningún momento. La atendí día y noche; no me desvestí en dos meses.
No alcanzaron los esfuerzos de la ciencia, los votos, los cuidados, el amor, tras tres meses en cama, expiró en el silencio del atardecer, entre mis brazos.
Yo mismo la acomodé en el ataúd y la acompañe a su última morada; también fui yo quien arrojé el primer puñado de tierra sobre el cajón; sentía que algo de mi había descendido a la tumba, junto a mi madre.

Vi a mi padre encanecer rápidamente. Por mi parte me ponía cada vez más sombrío y silencioso solía no hablar durante días enteros. Y pasar el tiempo errando por los bosques que flanqueaban el Maira. Muchas veces desde el puente me puse a mirar las piedras blancas del lecho seco, y tuve grandes deseos de saltar de cabeza y destrozarme el cráneo contra ellas. En suma: veía con desesperación que ante mi se elevaban la locura y el suicidio.

Pocas horas antes de mi partida, llegó a saludarme una buena anciana, que sentía por mi amor materno. Salí a la puerta, y allí la encontré junto con la joven esposa de uno de sus hijos.
Ah viniste, me dijo. Te esperaba. Ve, y que Dios te bendiga; nunca se vio a un hijo hacer por su madre lo que tú hiciste por la tuya. Ve, y bendito seas.
Nos besamos. Me volví hacia su joven nuera y le tendí la mano.
El 11 de junio dejaba Turín en viaje directo a Modane.
Mientras la resoplante locomotora volvía las espaldas a Italia y me llevaba hacia los confines , mis ojos tan poco acostumbrados al llanto , dejaron caer algunas lágrimas silenciosas.
Así abandonó su tierra natal este hombre “sin patria”.
Tras dos días de tren a través de Francia y siete de navegación por el océano, llegué a Nueva York. Un compañero de viaje me llevó a la esquina de la calle 25 y la Séptima Avenida donde vivía un italiano de mi pueblo. Eran las ocho de la noche cuando descendí melancólicamente por la planchada del barco.

Solo extranjero, sin entender ni ser entendido, recorrí largamente aquel barrio, en busca de alojamiento.
Hallé mezquino hospedaje en una casa equívoca. A los tres días de mi arribo mi coterráneo que trabajaba como capataz de cocina en un Club de la calle 86 Oeste a orillas del Hudson me llevó con él, en calidad de pinche; allí trabajé tres meses. El horario era largo, el desván en que dormíamos era sofocante, y los parásitos hacían imposible cerrar los ojos en toda la noche. Decidí dormir bajo los árboles.
Al dejar aquel empleo, hallé la misma ocupación en el restaurante Mauquin.
La Despensa era horrible. Carecía de ventanas; cuando la luz eléctrica se apagaba, había que quedarse quieto o caminar a ciegas por la oscuridad, tanteando para no chocar unos con otros, ni tropezar con los objetos diseminados. El vapor de agua que escapaba de las marmitas en que se lavaba la loza, las cacerolas y los cubiertos, formaba en el cielorraso gruesas gotas de agua, que caían unas tras otras sobre nuestras cabezas, ya bañadas en sudor. Durante las horas de trabajo el calor era insoportable. Las sobras de comida amontonadas en barriles a propósito soltaban emanaciones tóxicas. Las piletas no tenían sumideros: el agua caía al piso, y se deslizaba hacia el centro de la habitación, lugar en que se habría un agujero de desagüe.
El agujero se obstruía todas las noches y el agua llegaba a cubrir las plataformas de madera puestas sobre el piso a manera de resguardo contra la humedad. Entonces comenzábamos a resbalar en el lodo.

Se trabajaba doce horas un día, y catorce el siguiente; las salidas eran de cinco horas cada dos domingos. Comida descompuesta para los subalternos, cinco o seis dólares semanales de paga. A los ocho meses de aquello, me fui para no contraer tuberculosis.

Los pobres dormíamos a la intemperie y revolvíamos las inmundicias de los tachos de basura para hallar una hoja de repollo o una manzana podrida. Durante tres meses recorrí Nueva York a lo largo y a lo ancho sin conseguir trabajo.

Ya por entonces comprendía que las plagas que más torturan a la humanidad son la ignorancia y la degeneración de los sentimientos naturales. MI religión ya no necesitaba templos, altares, y plegarias formales. Dios era para mi el Ser espiritual perfecto, despojado de todo atributo humano. Aunque mi padre insistiera a menudo en que la religión es necesaria para poner freno a las pasiones humanas y consolar al hombre atribulado, yo sentía que mi pensamiento vacilaba entre el si y el no.
En ese estado de ánimo crucé el océano.
Llagado a estas tierras probé todos los sufrimientos, las desilusiones y los afanes inevitables para quien desembarca veinteañero, ignorante de la vida y un poco soñado. Aquí vi todas las fealdades de la existencia; todas las injusticias, la corrupción, los extravíos en que se debate trágicamente la humanidad.

Pesa a todo logré fortalecerme física e intelectualmente. Aquí estudié las obras de Pedro Kropotkin, de Gori, de Merlino, de Malatesta, de Reclus. Leí El Capital de Marx, los trabajos de Leone, de Labriopla. El testamento Político de Carlo Pisacane, los deberes del hombre de Mazzini y muchas otras obras de índole social. Aquí leí los libros de todas las fracciones socialistas, patrióticas y religiosas, aquí estudié la Biblia, la Vida de Jesús de Renan y el Gesú Gristo non é mai esistito de Milesbo; aquí la historia de Grecia y la de Rom, las Cruzadas, dos grandes compendios de historia universal comentada, la historia de los Estados Unidos, la de la revolución Ferancesa y la de la Revolución Italiana. Estudie a Darwin,a Spencer, a Laplace y a Flammarion , volví sobre la Divina Comedia y sobre jerusalén Liberada, sollocé con Leopoldi, leí las obras de Víctor Hugo, de Leon Tolstoi, de Zola, los trabajos de Cantú, la poesía de Giusti, de Rapisardi, de Carducci.
Pero no me creas lector, un pozo de ciencia, porque si así lo hicieras tu error sería descomunal.

Mi instrucción de fondo fue demasiado incompleta, y mi mentalidad no me permite disfrutar y asimilar por completo material tan vasto.
Además debe tenerse en cuenta que estudie mientras trabajaba duramente, sin disponer de comodidad alguna. Eso sí, sume al estudio la observación despiadada, continua e inexorable de los hombre, los animales, las plantas, en una palabra del hombre y todo lo que lo rodea.
El libro de la vida.
¡He ahí el libro de los libros!
Todos los demás no tienen otro objeto que el de enseñarnos a leer este. Me refiero, claro está, a los libros honestos, los que no lo son tienen el fin opuesto.

La meditación sobre este gran libro determinó todas mis acciones y todos mis principios; desprecié el concepto según el cual “cada uno para sí y Dios para todos”; me puse de parte de los débiles, de los pobres, de los oprimidos , de los simples y de los perseguidos; comprendí que en nombre de Dios, de la Ley, de la Patria, de la Libertad, de las abstracciones más puras de la mente, de los ideales humanos más elevados, se perpetran los delitos más feroces, y se los seguirá perpetrando hasta el día en que alcanzada la luz, ya no será posible que los pocos hagan que los muchos cometan el mal en nombre del bien.

Comprendí que el hombre no puede impunemente, pisotear las leyes no escritas, ni violar los vínculos que lo ligan al universo. Comprendí también que las montañas, los mares, los ríos y todos los demás accidentes llamados límites naturales, se formaron antes que el hombre, por un complejo de procesos físicos y químicos y no para dividir a los pueblos.

Tuve fe en la humanidad, en el amor universal. Comencé a creer que quien beneficia o perjudica a un hombre, beneficia o perjudica a la especie. Busque mi libertad en la libertad de todos, mi felicidad en la felicidad de todos.
Comprendí que, respecto de las necesidades humanas, la igualdad de hecho en cuanto a derechos y deberes es la única base moral sobre la cual puede regir el contrato social humano.
Gané mi pan con el honesto sudor de mi frente, y no hay una sola gota de sangre en mis manos, ni en mi conciencia.
Ahora bien, a los treinta y tres años soy candidato a la cárcel y a la muerte.
Me maravillaría si no fuese así. Pero si tuviera que volver a emprender el “cammin di nostra vida” retomaría el mismo camino.
Eso si trataría de reducir la suma de golpes y los errores y de multiplicar los aciertos.
Vaya, mientras tanto para los compañeros y los amigos, para todos los que son buenos, mi beso fraterno, mi profundo reconocimiento, mi amor, mi saludo, y mis buenos deseos.

Bartolomeo Vanzetti.

Alguien acercó a la radio este valioso libro con las cartas de Vanzetti.
Han pasado ochenta años desde que aquel anarquista italiano las escribiera desde la cárcel.
Están presentes en sus relatos y reflexiones muchas de las peripecias y padecimientos de cientos de miles de nuestros compatriotas por el mundo y también de los uruguayos que emigran del campo a la ciudad y de los orientales que hoy recogen su sustento diario desde lo profundo de los contenedores de basura.
Esta esa visión del mundo tan humana y tan revolucionaria que hoy continúa conmoviéndonos.
Estamos a poco de recordar los asesinatos y a la represión del Filtro.
De los fusilamientos y degollamientos en tiempos de democracia.
Estamos en tiempos de madres muy valiosas, heroicas sin ninguna duda como Norma Morroni y presos como Fernando Masseillot.
Seguramente Vanzetti se enorgullecería de ellos y los habría estampado en sus cartas de haberlos conocido en su época.

LOS POBRES SIGUEN BUSCANDO HOJAS DE COLIFLOR Y MANZANAS PODRIDAS EN LOS TACHOS DE BASURA.
SIGUEN CAYENDO LAS GRUESAS GOTAS DE VAPOR SOBRE LAS CABEZAS SUDADAS DE LOS TRABAJADORES.
LOS EMIGRANTES SE MARCHAN A LOS PAÍSES RICOS, EN “PATERAS”, “CAYUCOS”, ATRAVESANDO CAMPOS Y DESIERTOS A PIE O SALTANDO MUROS FRONTERIZOS.
Y ALLÍ ESTÁN LAS LEYES, LOS SEÑORES HONORABLES DEL CAPITAL, INCONMOVIBLES FRENTE A LAS INJUSTICIAS MÁS GRANDES.

NI LA FAMILIA DE VANZETTI HA TENIDO QUE AVERGONZARSE NI NOSOTROS DE SU ENTEREZA Y SUS ENSEÑANZAS QUE SIGUEN GERMINANDO Y ECHANDO RAÍCES EN LOS FERNANDOS QUE SIGUEN NACIENDO EN TODO EL MUNDO.
CX36 Radio Centemnario -Uruguay

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