sábado, 18 de agosto de 2007
La genial utopía de San Martín.
Alberto J. Franzoia
Al cumplirse un nuevo aniversario de la muerte del gran liberador José de San Martín, vale la pena recordar que fue el hombre que encarnó una de las utopías más extraordinarias del siglo XIX. La misma se expresaba como un proyecto ambicioso y colectivo que, partiendo de las condiciones objetivas de nuestra América del Sur, pretendía plasmar como nueva realidad, para lo cual era necesario erradicar los viejos obstáculos mediante una voluntad político-militar inquebrantable y un grupo de hombres comprometidos con la empresa. Diseñar un plan continental que liberara y forjara la Patria Grande significó partir del análisis de los factores objetivos para, desde allí, gestar un proyecto superador de esa realidad que por momentos lo obsesionaba. Entre los factores condicionantes aparecían las dificultades geográficas y climáticas, las limitaciones económicas y desde luego, la visión política dominante en Buenos Aires, encuadrada en lo que hoy se definiría como “política realista”.
Designado comandante del ejército que operaba en el Alto Perú, al cabo de poco tiempo su fastidio era constatable ante la inoperancia del gobierno porteño, tanto que le escribe a Rodríguez Peña:
“...La patria no hará camino por este lado que no sea una guerra defensiva y nada más; para eso bastan los valientes gauchos de Salta con dos escuadrones de buenos veteranos...”
Ese “patriotismo” mezquino de patria chica a San Martín le resultaba tan insustancial como inconducente.
Y a renglón seguido deja constancia escrita de su gran proyecto liberador (su utopía):
“Ya le he dicho a usted mi secreto: un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para pasar a Chile y acabar allí con los godos apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que allí reina.
Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima; ese es el camino y no éste”. La concepción de Patria Grande se manifestaba en su dimensión plena.
El Gran Capitán inicia la gigantesca empresa cruzando los Andes rumbo a Chile para ejecutar la primera fase, logrando pequeños triunfos hasta que en Chacabuco queda sellada la suerte de los españoles, y dos meses más tarde consolida su victoria en Maipú. Pero cuando regresa a Mendoza para preparar la segunda fase, el gobierno centralista manifiesta toda su hostilidad hacia este hombre cuyas simpatías por Artigas lo convierten en poco confiable.
Primero Rondeau intenta engañarlo, diciéndole que debe combatir a tropas españolas que estarían por atacar a Buenos Aires, mientras se plantea ante el Congreso que en realidad dicho ataque no sucederá (quedando en evidencia que lo que realmente se pretendía era enfrentar a los artiguistas). Finalmente las intenciones se desenmascaran y sin eufemismos se le ordena bajar por el río Paraná para combatir a las tropas del caudillo federal.
El plan de los porteños era producto de una visión estrecha que apuntaba a defender sus privilegios internos. Es entonces cuando aparece en la expresión plena del hombre de claras ideas políticas, proyectos transformadores realizables y firmes convicciones para hacerlo: San Martín desobedece la orden y comienza la segunda etapa de su campaña libertadora marchándose a Perú con sus tropas, para concretar aquello que en sus palabras a Rodríguez Peña presenta como “mi secreto”.
Hoy una enorme pléyade de temerosos defensores del statu quo no dudaría en afirmar “es un individuo políticamente incorrecto”. Como si fuera poco desafió la “obediencia debida” con la que, muchas décadas después, pretendieron justificarse tantos genocidas del siglo XX. ¡Qué horror!
Para dar cuenta de esta decisión genial sus oficiales firmaron el acta de Rancagua:
“Queda sentado como base y principio que la autoridad que recibió el general de los Andes para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país, no ha caducado ni puede caducar, pues que su origen, que es la salud del pueblo, es inmutable” (2 de abril de 1820).
Si bien San Martín entra victorioso en Lima en julio de 1821, sabido es que el centralismo porteño le negó los fondos necesarios para continuar la campaña en Perú y finalmente el Alto Perú. En dichas circunstancias decidió en Guayaquil ceder la culminación de su enorme proyecto a otro gran militar utópico de la Patria Grande: Simón Bolivar.
¿Para qué refrescar en nuestras memorias esta historia conocida aún tras todos los intentos de falsificarla siguiendo los cánones de la escuela histórica mitrista?
Nada menos que para demostrar que la utopía es una realidad todavía no concretada, un ambicioso proyecto originado en la necesidad de modificar radicalmente condiciones objetivas que han sido correctamente analizadas.
San Martín no era un loco, ni un iluso y su sueño no terminó porque se despertara abruptamente, si no porque concreto todo lo que las condiciones objetivas de su patria chica le permitieron.
Cuando no pudo más tuvo la suficiente lucidez y grandeza como para comprender que esa maravillosa utopía debía ser completada por otro general de convicciones inquebrantables.
No es por casualidad que un gran estratega de nuestra Patria Grande en los inicios de este siglo XXI, Hugo Chávez, haya recurrido a Bolivar como referente para continuar, en nuevas condiciones, el ambicioso proyecto de una Patria liberada y justa.
Dijimos en un artículo anterior:
“Utopía no es el lugar imaginario al que nos escapamos para no enfrentar la objetividad de las cosas; no es la fantasía de ilusos que caminan a varios centímetros por encima de la tierra como contrariando la ley de la gravedad; no es sinónimo de un idealismo irrealizable; ni tampoco está tan devaluada en nuestra percepción que la reducimos a las pequeñas cosas que nos permiten resistir el no cambio de las grandes y trágicas cosas. La utopía está volviendo con la fuerza de los grandes proyectos colectivos irrealizados pero realizables. Es la certeza de que otro mundo es posible sólo si tenemos la suficiente convicción subjetiva como para comenzar a construirlo sin desconocer los factores que objetivamente lo condicionan; porque la historia es independiente de la voluntad individual de cada uno pero nunca de la voluntad colectiva de un pueblo” [1].
San Martín comenzó a materializar un proyecto irrealizado pero realizable, creyó que otra Patria era posible y tuvo la necesaria convicción para iniciar su construcción.
No desconoció los factores objetivos que lo condicionaban, y cuando uno de ellos se volvió insalvable (la acción del gobierno porteño) tuvo la suficiente lucidez y solidaridad como para saber que en un proyecto colectivo no importa quién lo inicia ni quién lo culmina, sino la concreción de los objetivos, por eso delegó la fabulosa odisea en manos de Bolivar.
Todavía queda una largo camino por recorrer para que se complete ese “sueño” latinoamericanista, muchos enemigos lo han obstaculizado, pero las banderas siguen en alto, la utopía no ha muerto y el pueblo de la Patria Grande se encargará de concretarla desafiando las nuevas condiciones que impone el capitalismo bárbaro del siglo XXI.
NOTAS:
[1] Franzoia, Alberto, “Los intelectuales y la utopía”, publicado en agosto de 2006 en “Reconquista Popular”, “Conozcamos la historia” e “Investigaciones Rodolfo Walsh”
Fuente: www.rodolfowalsh.org
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