Tomando prestado el título de la obra de James K. Galbraith, El fin de la normalidad, parece ya indiscutible que ésta se acabó definitivamente y que ahora nos hallamos en un punto de inflexión inédito en nuestra historia contemporánea y, sobre todo, en la de un capitalismo globalizado que se había impuesto como el único sistema posible.
Porque ahora es este el que ha de ser cuestionado con más contundentes razones.
Si en el ámbito científico hay debate sobre los orígenes de la pandemia, sí parece haber evidencias suficientes de que la difusión se encuentra estrechamente relacionada con “la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalista” (Contagio social: guerra de clases microbiológica en China) y con factores como “la alteración global de ecosistemas asociada a la crisis ecosocial y climática, la deforestación del Sudeste asiático, los cambios masivos en el uso de la tierra, la fragmentación de los hábitats, la urbanización, el crecimiento masivo del turismo y de los viajes en avión, la debilidad y mercantilización de los sistemas de salud pública”, como explica Joan Benach: «El coronavirus és una amenaça per als barris més pobres». Un conjunto de factores, en suma, que exigen una impugnación radical del modelo civilizatorio injusto e insostenible que ha ido conformando el capitalismo a lo largo de su historia y que ha llegado a su punto más alto bajo el neoliberalismo.
Un capitalismo que ni siquiera se ha mostrado compatible con la tarea de garantizar un derecho universal tan fundamental como el de la salud. Todo lo contrario: lo ha ido restringiendo mediante el saqueo, la privatización, los recortes y la sobreexplotación de la sanidad pública y sus trabajadores y trabajadoras para ir poniéndola en manos privadas, únicamente motivadas por la lógica del máximo beneficio. Todo esto es lo que ha ido creando las condiciones del colapso del sistema que se está produciendo ahora en el mal llamado y presuntamente modélico Primer Mundo, con la consiguiente tragedia humana que estamos observando con creciente indignación todos estos días.
Así que, si antes de esta crisis cabían dudas, ya no debería haberlas para convencerse de que hemos entrado en la era del capitalismo del desastre (Klein), con la crisis climática como la principal amenaza a la vida en el planeta, pero con el que interactúan otras, como la sanitaria, junto a las derivadas de la agravación de desigualdades de todo tipo que convierten a un número creciente de personas en desechables. Y con un panorama de salida de la crisis aún peor ante la inminente entrada en una nueva Gran Recesión, probable ya antes de la irrupción del Covid-19, que llegará con mayor fuerza debido al enorme aumento de la deuda global que se está generando y con la consiguiente presión de los grandes poderes económicos transnacionales para que los Estados les rescaten de nuevo y, a su vez, éstos compitan más entre sí en medio de la inestabilidad geopolítica general.
En medio de este repliegue nacional-estatal casi generalizado, podemos encontrarnos pronto –incluso en una Unión Europa que está mostrando toda su impotencia cuando se trata de dar una respuesta solidaria, como explican Manuel Garí y Fernando Luengo Unión Europea, una nueva decepción– ante una ofensiva austeritaria neoliberal más dura que la anterior. Si bien es posible que esa nueva vuelta de tuerca vaya acompañada, en el mejor de los casos, de algunas medidas compasivas temporales dirigidas a neutralizar el malestar social, como está ocurriendo ahora, pero que no van a compensar la brutalidad del recurso a los ERTE por parte de la patronal, como se recuerda en este artículo: España se va al ERTE: el gobierno rescata a las grandes empresas con beneficios. Un malestar que ya se estaba expresando antes de la pandemia mediante revueltas populares en muchos lugares del planeta, estimuladas por las movilizaciones impulsadas desde el ecologismo y el feminismo, y que esperemos se reactiven frente a esa probable estrategia del shock, ya sea bajo una u otra variante nacional-estatal en función de las diferentes relaciones de fuerzas sociales y políticas.
Una (sin)razón del mundo en quiebra
Con todo, no va a ser fácil que un neoliberalismo que se había convertido en nueva razón del mundo (Laval y Dardot) recupere la legitimidad perdida en esta crisis. En efecto, hemos visto cómo la respuesta a la pandemia se ha mostrado incompatible con la cultura del individualismo propietario y del emprendimiento y exige buscar soluciones colectivas en defensa de lo público –a no confundir con lo estatal–, de los bienes comunes, de la solidaridad y el apoyo mutuo en los cuidados. Entre esos bienes públicos, la reivindicación de una sanidad pública, universal, gratuita, de calidad y bajo control social en cualquier parte del mundo es ahora la más urgente. Una lucha que ya se está manifestando mediante una cantidad enorme de iniciativas desde abajo que, incluso en condiciones de confinamiento y haciendo de la necesidad virtud, anuncian un salto adelante en la construcción y refuerzo de redes de auto-organización comunitaria en muchas ciudades, barrios y pueblos de todo el Estado.
También, la obligada paralización de una larga lista de actividades económicas, muchas veces bajo la presión de la clase trabajadora en torno al eslogan Nuestras vidas valen más que vuestros beneficios, como ha ocurrido en la industria o en la construcción, para ir reduciéndola a las esenciales, está permitiendo dar credibilidad a propuestas de decrecimiento selectivo –incluyendo el cuestionamiento del modelo de consumo, distinguiendo entre necesidades y falsos deseos-, procedentes del ecologismo; a la revalorización del trabajo de cuidados que viene exigiendo desde hace tiempo el feminismo; a la prefiguración, en resumen, de una economía moral alternativa frente al fetichismo del crecimiento económico y la economía política del capital.
No va a ser fácil, por tanto, para los think tank neoliberales repetir la historia de 2008 buscando culpabilizar demagógicamente a los y las de abajo por haber “vivido por encima de nuestras posibilidades” y convertir en su versión ordoliberal al Estado en salvador de las grandes corporaciones. El marco hegemónico está en disputa y con ello emerge la sensación colectiva de que esta crisis lo cambia todo o, al menos, debería cambiarlo. Empezando por la socialización de los sectores estratégicos de la economía, de la producción y reproducción de la vida y, por tanto, apuntando hacia una respuesta a la crisis que, frente al keynesianismo perverso que anuncian los Estados en beneficio del 1%, ponga por delante la necesidad de una redistribución radical de la riqueza de arriba abajo y Planes de Choque Social similares a los que están proponiendo más de 200 colectivos sociales en el caso español.
Habrá que poner todo el esfuerzo en impedir la vuelta a la normalidad anterior a esta crisis, exigiendo una ruptura radical con el ya viejo sentido común y forzando el desmantelamiento del conjunto de las políticas que han predominado durante la larga onda neoliberal. No se trata, por ejemplo, de que se suspendan temporalmente la Ley de Estabilidad Presupuestaria o el artículo 135 de la Constitución española, sino de derogarlas, como ya han propuesto algunas fuerzas de izquierda en el reciente debate en el parlamento español.
Porque ahora sí parece evidente que el tiempo del reformismo sin reformas que ha representado el social-liberalismo ha terminado. Discursos como el de Pablo Casado están mostrando ya el temor de las derechas a que después de esta crisis se vean cuestionados todos los recortes y privilegios realizados en nombre de la preservación de la sagrada propiedad privada; y no habrá que dejarse amedrentar, sino todo lo contrario. Porque vamos a asistir a una mayor polarización de intereses, valores y razones en conflicto, y no valdrán ya las medias tintas. Habrá que proponer medidas que, de una vez por todas, conduzcan a una transición radical hacia una ruptura civilizatoria, reformas que cuestionen la lógica de este capitalismo cada vez más destructivo en el que estamos inmersos y no sirvan simplemente para un lavado de cara de este sistema.
Seguridad(es) humana(s) vs. Neoliberalismo de excepción
Existe, en cambio, otro campo de lucha más complejo y difícil de afrontar pedagógicamente a raíz de las medidas adoptadas por los gobiernos en la lucha contra la pandemia. Es el que tiene que ver con la suspensión de derechos fundamentales, derivada de la aplicación del estado de alarma o de alerta según los países. Porque, si bien está justificada la adopción de medidas de confinamiento y otras dirigidas al objetivo de frenar el contagio (aunque algunas de ellas sean consecuencia de la ausencia de una política preventiva que debía haber tenido en cuenta las alertas procedentes de al menos una parte de la comunidad científica), no lo son el recurso a un discurso belicista, con el protagonismo de altos mandos militares en ruedas de prensa y su apelación a la ciudadanía a convertirse en soldados, ni el protagonismo del ejército en tareas asistenciales que podrían haber sido asumidas por servicios de protección civil si se les hubiera preparado para ello con antelación, como argumenta Pere Ortega en El coronavirus y las fuerzas armadas.
Detrás de esa opción autoritaria está la falsa concepción de la lucha contra la pandemia como una guerra y, con ella, la intención de ir restringiendo sin proporcionalidad alguna nuestras libertades y derechos en nombre de una “unidad patriótica” (con el corrupto Felipe VI al frente) que pretende ignorar que la pandemia sí entiende de clases sociales, de géneros, de color de piel, de edades, de diversidad funcional, de territorios y de otras desigualdades. Un discurso que está sirviendo de coartada para exigir un cierre de filas total y, en particular, la exhibición y el abuso de la fuerza por miembros de las fuerzas policiales y militares en las calles e incluso, lo que es peor, el fomento de un populismo punitivo contra personas y grupos sociales vulnerables, como ya se ha denunciado desde colectivos jurídicos.
No enfrentamos, por tanto, a la amenaza real de un nuevo salto adelante en el proceso de desdemocratización que ya sufríamos antes de este estado de alarma y por eso es muy necesario fomentar desde ahora lo que Jordi Muñoz ha definido, en Tres preguntas para después de la pandemia, como una “cultura democrática de excepción” que permita contrarrestar una cultura de súbditos obedientes a un Estado autoritario y recentralizador que aspira a salir más reforzado después de esta crisis.
En resumen, en este estado de alarma debemos vigilar a quienes nos vigilan si queremos evitar que la excepción se convierta en norma y también aquí se extienda la tendencia al Panóptico digital en marcha. Un peligro nada irreal sino cada vez más cercano, como estamos viendo bajo sus formas extremas en países como China, la gran potencia que, por cierto, puede salir ganadora a corto plazo de esta crisis dentro del juego geopolítico global. Emerge un nuevo paradigma de control social de la disidencia, como denuncia el colectivo Chung, ya que “a medida que la crisis secular del capitalismo adquiera un carácter aparentemente no económico, nuevas epidemias, hambrunas, inundaciones y otros desastres naturales se utilizarán para justificar la ampliación del control estatal, y a respuesta a esas crisis funcionarán cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas herramientas no probadas para la contrainsurgencia”.
Todo esto en nombre de un concepto estrecho de seguridad, asimilado a la preservación del orden público en un mundo orwelliano y en la nueva economía de guerra capitalista que se nos quiere vender. Frente al mismo habrá que propugnar un concepto complejo y multidimensional de seguridades humanas (que habría que hacer extensivas a otros seres sintientes y sufrientes), como ya reivindicaba, entre otras voces premonitorias, Elmar Altvater, defensor, por cierto, de un horizonte cada vez más necesario de comunismo solar.
Jaime Pastor, politólogo, editor de viento sur
27/03/2020
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