martes, 10 de febrero de 2009

"Guevara me dijo: 'Son todos mercenarios'”


Esta segunda parte de la entrevista con Bayer es imprescindible. El anarquista repasa dos historias, breves, de su viaje a la Cuba de los albores de la revolución. No cuenta su pasión por el socialismo ni que se encandiló con la decisión de los barbudos. En pocas pinceladas, y con un humor a prueba de balas, pinta una postal: la de una islita que bramaba como un toro salvaje después de haber ganado la guerra contra la dictadura y que desafiaba a Estados Unidos.

Por Eduardo Anguita y Ricardo Ragendorfer
eanguita@miradasalsur.com
rragendorfer@miradasalsur.com

Osvaldo Bayer había reparado ya en varias cosas durante la primera parte de la charla. La ética, la felicidad, la solidaridad, temas que siempre están presentes en sus respuestas o sus reflexiones. Pero en este tramo, aparece el Bayer atrevido, el que se deja llevar del brazo ante una mujer impetuosa o el que le hace una pregunta (nada ingenua) pero que sonaba insolente ante un Che Guevara decidido a llevar la revolución a la Argentina cuando el mundo todavía no había terminado de darse cuenta de que en Cuba habían terminado los días de la dictadura.
El maestro estaba contento. Estaba por partir a Alemania a ver a su familia y venía de recibir un premio en la ex Esma por su trayectoria interminable en la defensa de la vida y la dignidad.
P: –En el acto que te premiaron, le dedicaste, entre otros, el premio a Rodolfo Walsh ¿Cuál fue tu relación con él? ¿Qué recuerdos te quedan?
R: –Con Walsh nos unieron mucho las discusiones políticas. Siempre cuento esta anécdota: él en su juventud fue muy antiperonista, tanto es así que su hermano estuvo en los bombardeos de Plaza de Mayo, cosa que él nunca le perdonó. Una vez, en el año ’72, le dije: ‘No entiendo cómo vos te hiciste peronista. Nosotros vivimos el primer peronismo, y vos estuviste en la facultad (donde hizo estudios libres pero también iba a clase), ahí aprendíamos solamente a Santo Tomás de Aquino (por el peso de la Iglesia en ese momento)’. Y entonces él me respondió: ‘No te equivoques, yo no soy peronista, soy marxista, pero, ¿dónde está el pueblo?’ Y yo le dije: ‘Sí, el pueblo sin ninguna duda es peronista, pero no revolucionario, no nos va a acompañar.’ Él me miró con cierta tristeza y dijo: ‘Ya lo vamos a ver’. Teníamos discusiones de ese tipo. Yo decía que la salida era la de Agustín Tosco, pero con la gente y no con la guerrilla. Con esto no quiero decir que yo tuve razón o no, eran opiniones de esa época. De cualquier manera Rodolfo fue un hombre admirable. Eso sí, con respecto a las mujeres, ¡tuvo cada lío! Siempre tenía una diferente. Y para hacerse el amistoso decía: ‘¿Qué tal Pilar, cómo estás?’ Y ella respondía: ‘¡No soy Pilar, soy Guadalupe!’, ‘Ah, perdoname,’ decía. Y ellas decían que era para provocar, pero él les era sincero y decía: ‘No, es que en realidad me confundí.’ Era inocente y tímido además.
Los gestos de Bayer lo delatan: la inocencia, la timidez –y también la capacidad de seducción– eran atributos de Walsh pero sin ninguna duda también lo son de Bayer, quien recuerda con deleite esas historias donde se cruzan la pasión revolucionaria con la atracción que generaban estos hombres sobre las mujeres de la época. En el caso de Bayer, ni su compromiso militante ni sus ojos chispeantes de galán formal interfirieron en su vida familiar. Osvaldo, hijo de alemanes radicados en la Argentina, siendo joven se puso de novio con Marlies, otra hija de alemanes inmigrantes.
Osvaldo llevaba unos pocos años trabajando de periodista y en 1952, cuando tenía 25 años y su relación con el peronismo era mala, decidió ir a estudiar historia a Hamburgo. Llegados a Alemania y con Marlies embarazada, Osvaldo mostró que era un anarquista particular: fueron al Registro Civil y al fin de ese año nacía el primer hijo de ambos. Al año siguiente, volvieron a Buenos Aires y tuvieron el segundo hijo varón. Volvió al trabajo periodístico y se instalaron en Esquel. En plena dictadura de Aramburu y Rojas empezó a denunciar los abusos de los terratenientes y se interesó en lo que, pocos años después, sería el centro de su investigación: las huelgas obreras que terminaron con los fusilamientos masivos a cargo del coronel Varela. Su vida en el sur terminó en dos años, cuando en pleno gobierno de Arturo Frondizi lo acusaron de hacer espionaje “a favor de los intereses chilenos” y lo echaron a punta de pistola. Para entonces, ya habían nacido otros dos hijos: el tercer varón y, por fin, llegó Ana, la mujer.
A los 32 años, casado y con cuatro hijos, en 1959, justo cuando triunfaba la Revolución Cubana, el anarquista Bayer asumía como secretario general del Sindicato de Prensa por un período de tres años.
Su amistad con Rodolfo Walsh le dejó a Osvaldo historias muy sabrosas. Por ejemplo, cuando se encontraron en Cuba. Osvaldo había ido a la isla, integrando una pequeña delegación de intelectuales y periodistas invitados a reunirse con Ernesto Che Guevara. Walsh estaba por entonces en La Habana, donde había ido a secundar a Jorge Masetti en la fundación de la agencia Prensa Latina. Su habilidad como investigador y criptógrafo le permitieron obtener información vital para que la inteligencia cubana no fuera sorprendida con la invasión a Playa Girón. Walsh amaba Cuba y no olvidó de dejar escritas algunas tardes de pasión con mujeres cubanas ni de invitar algunas argentinas para que lo acompañaran. Una de ellas fue Susana Piri Lugones, nieta del poeta Leopoldo Lugones, hija del temible comisario Polo Lugones.
–Yo tuve un problema en Cuba a raíz de esas cosas de Rodolfo Walsh. Fue por Piri Lugones, que era amiga de él. Estábamos hablando con Rodolfo, me dijo que me invitaba a cenar, porque él cocina muy bien. Y yo le dije: ‘No puedo, tengo la entrevista con el Che Guevara, cómo me la voy a perder’. Y entonces la Piri Lugones dice: ‘¡¿Cómo?! ¿Vas a verlo al Che?’ Sí, le digo. Y me dice: ‘¡Ay, yo me voy con vos!’ Era terrible. Yo le dije: ‘No, Piri, escuchame, es para los cinco de la delegación, tenemos acreditaciones’. Y me dice: ‘Mirá no te hagas el burguesito, yo te agarro del brazo y me meto con vos’. Yo lo miré a Rodolfo como diciendo: ‘Parala a la mina esta…’ Pero se fue conmigo, me agarró del brazo, y se metió. Y la guardia no me paró. Tuvimos la entrevista con el Che y cuando nos fuimos, sí me paró la guardia. Y me dicen ‘¡Documentos!’ ‘¿Qué pasa –les digo–, me piden documentos en La Habana libre? Me llevaron a un escritorito, me revisaron todo, y guardaron mi documento en una gaveta. ‘Yo le voy a hacer una pregunta –me dice el guardia–: ¿Por qué usted dejó entrar a su amiga a lo del compañero Che sabiendo muy bien que tenía que entrar solamente la delegación argentina?’ ‘Mire –le digo–, no es culpa mía, ustedes la dejaron entrar, me tomó del brazo del brazo y entró’. Y en ese momento el guarda me mató: ‘¿Usted no sabe lo que es la autocustodia revolucionaria?’ Fue muy filoso. Yo le dije: ‘Bueno, puede ser que tenga razón, pero si la guardia la deja pasar…’ Y me siguió jodiendo: de dónde viene, etc. Y yo le contesté tajante: ‘Mire, a mí me invitó el gobierno revolucionario cubano, si ustedes sospechan algo de mí, yo no tengo ningún inconveniente en retirarme. Ustedes resérvenme el avión a México y yo parto ahora mismo de aquí’. Me dio muchísima bronca. Y el tipo me dijo: ‘No es necesario, ya está hecho, usted está expulsado de Cuba, parte mañana a las cinco de la mañana en un avión mexicano’. Y salí.
Bayer nos tuvo cautivados durante los quince o veinte minutos que duraba esta historia. Hacía los movimientos y las entonaciones de voz de él mismo, serio y con tonos de ofendido. Pero también interpretaba a la impetuosa Piri, con movimientos desmedidos. Y también ponía, por momentos, los ojos acerados del perro guardián de la reunión con el Che, con la cara imperturbable de quien siente un pequeño placer al encontrar en falta a ese invitado que quiso violar las normas y terminaba echado de la isla por no ser un ángel custodio de la revolución. Osvaldo terminaba de contarnos una historia que habrá contado una y mil veces. Nos dedicaba el tiempo y respondía con una nueva sonrisa a nuestras inevitables risas.
Es curioso, en las cosas que cuenta Osvaldo nunca es el héroe, sino más bien lo contrario. Prefiere el lugar del ingenuo que el del prócer.
–¡Durante años, lo que me habrán puesto! ¡Me habrán tratado de liberal, de provocador! ¡Todo
por culpa de Rodolfo! (risas).
La anécdota hubiera llegado a su fin si Osvaldo fuera un narrador normal. Ese parecía un epílogo más que suficiente. Pero apuró un trago mientras saboreaba el remate de la historia.
–Dos años después, mientras yo caminaba por el centro, alguien me agarra de atrás y me tapa la vista. Me doy cuenta que es una mujer y pregunto: ‘¿Quién es?’ ‘La Piri’, contesta. Entonces me di vuelta y me dice: ‘¡Como te cagué, nene!’ Textuales palabras de ella. ‘Y bueno, qué le vamos a hacer’, le digo ‘¿Vamos a tomar un café?’ me pregunta. Y fuimos a la Richmond, y ahí me dice: ‘Vos me habrás puteado y me putearás toda la vida, pero yo me saqué el gusto porque conocí al Che, y eso no me lo saca nadie’.
P: –¿Cómo fue la entrevista con el Che?
R: –Fue muy linda. Era un poeta el tipo. Un poeta que hablaba con acento argentino-cubano. Era genial. Nos dio una clase instructiva maravillosa de la revolución. Y fui yo, que siempre meto la pata, el que hizo una pregunta, porque nadie de la delegación había abierto la boca. Estaba Sara Gallardo (muerta tan joven), el secretario general de los canillitas, una delegada de los textiles, un delegado de los metalúrgicos, y yo como secretario general del sindicato de prensa. Invitaron a cuatro sindicalistas. Él nos hizo toda la descripción de cómo debía comenzar la cosa en la Argentina. Nos describió lo mismo que años después hizo en Bolivia. Cómo bajaban, cómo iban recorriendo ciudades. Pero no dijo nunca nada de la represión. Entonces, cuando terminó, dijo: ‘¿Bueno, hay alguna pregunta?’ Y nadie preguntó, hasta que yo le digo: ‘Compañero, le agradecemos muchísimo esta hermosa descripción, pero hay un tema que a mi me interesa mucho, usted no nos habló de la represión. Cuando usted dice que hay 50 jóvenes revolucionarios que parten de las sierras de Córdoba y que de allí parte la revolución…
Bayer interrumpe su pregunta para explicar en qué consistía el plan del Che.
–Él había dicho: “Al día siguiente va a aparecer en los diarios burgueses ‘guerrilleros en Córdoba’, y va a ser el momento en que la revolución argentina, los jóvenes van a marchar todos a Córdoba y van a reconocer el lugar y ya no van a ser 50, van a ser 250, 500. Entonces van a bajar por primera vez y van a reconocer el pueblo, y van a tomar armas de la comisaría, y un compañero va a hablar en la plaza pública de lo que es la revolución latinoamericana y entonces ya se va a juntar la juventud, y se va a concretar una ciudad como Marcos Paz, y ya con los cuarteles se van a conquistar las armas, y el compañero va a ir a la plaza principal, y así hasta que sean 2000, y cuando sean 2000 van a bajar definitivamente. Toman camiones, el sindicalismo argentino gana en el país, la gente sale a la calle a saludarlos, llegan a la casa de gobierno’’.
El relato, desde ya, era un resumen, quizá un poco grotesco, pero que pinta realmente cómo era la idea del foco guerrillero.
–Y era un poema. Era para aplaudirlo, para ponerle música. Y yo, como un boludo, le digo que le faltó hablarnos… de lo que pasaría al día siguiente de salir “Guerrilleros en Córdoba” en los diarios burgueses (y Bayer retoma el hilo de su pregunta al Che) ‘Van a salir la gendarmería, los tanques, la fuerza aérea, y a lo último de todo sueltan a los llamados gorilas, a los infantes de marina, preparados para la represión. Iban a mandar a los cuerpos más fanáticos de todos, la infantería, el cuerpo militar.
Ahí terminaba la pregunta de Bayer a uno de los comandantes de la revolución cubana. Faltaba escuchar qué le había constado. Los dos esperábamos una larga explicación. Una respuesta extensa.
–El Che (no me voy a olvidar nunca más de esa mirada de inmensa tristeza) me respondió con sólo tres palabras: “Son todos mercenarios”. Los otros cuatro de la delegación me miraron como diciendo “Claro, boludo, son todos mercenarios”.
‘¿Cómo le puedo hacer yo preguntas a una persona que hizo la revolución?’, me preguntaba constantemente. El Che hizo la revolución, así que posiblemente la receta sea no empezar a pensar que hay represión, porque si te detenés en eso no hacés ninguna revolución. Lo que él quiso decirme fue eso.
Bayer estaba incómodo con el papel de racionalista alemán. No es la única vez que en esos años
sesenta, ese anarquista, maximalista, admirador de todos los que arriesgaban su vida, resultaba un crítico de la lucha armada. Pero no debe haber ningún militante armado que, en la cárcel o en el exilio, o en una escuela de formación de cuadros políticos, no haya recalado en las páginas de Los Vengadores de la Patagonia Trágica o en Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia o en Los anarquistas expropiadores. Bayer suele aclarar: ‘Lo que pasa es que, además de anarquista, soy un pacifista a ultranza’.
–Recuerdo la mirada triste del Che diciéndome ‘Son todos mercenarios’.
Habían pasado un par de horas. Osvaldo tenía que preparar su valija. En un par de días estaría en el frío de Alemania, dispuesto a recibir el año junto a Marlies, a sus hijos y a sus nietos. Pasaría su cumpleaños número 82 el próximo 26 de este mes de febrero. Y luego volverá a Buenos Aires, a instalarse en El tugurio, esa casita poblada de fotos y recortes periodísticos, de libros y recuerdos, donde –según prometió– este año se va a concentrar en escribir sus memorias. Insistió con que este año sí va a declinar tantas invitaciones a dar charlas o conferencias en cuanta biblioteca o grupo militante lo invite. Bayer no tiene límites. Va a seguir levantándose a las cinco de la mañana para poder escribir y leer tranquilo pero va a seguir siendo parecido al de siempre, el que puede estar con su familia en Alemania, con sus libros y sus recuerdos en El tugurio y también en cuanto rincón de la Argentina lo reclamen. Y es bueno que así sea, porque él es tan diferente como irreemplazable. Nosotros teníamos que volver a la redacción. Habíamos tomado unas copas a un horario no adecuado. Habíamos estado en un oasis. Teníamos que volver a sentarnos en la computadora a transcribir la entrevista. A escribir nuestras propias impresiones. El periodismo, a veces, nos hace regalos.

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