jueves, 5 de febrero de 2009

Los trabajadores y la Reforma Universitaria

El 90° aniversario del movimiento de la Reforma Universitaria está suscitando intensos debates no sólo en los medios estudiantiles sino también en las instituciones sociales y políticas. La unidad obrero-estudiantil es uno de los aspectos que merecen atención.

“La Universidad Nacional de Córdoba amenaza ruina; sus cimientos seculares han sido minados por la acción encubierta de los falsos apóstoles; ha llegado al borde del precipicio, impulsada por la fuerza de su propio desprestigio, por la labor anticientífica de sus academias, por la ineptitud de sus dirigentes, por su horror al progreso y a la cultura, por la inmoralidad de sus procedimientos, por lo anticuado de sus planes de estudio, por la mentira de sus reformas, por sus mal entendidos prestigios y por carecer de autoridad moral”.
Asi comenzaba el histórico manifiesto preliminar de la Reforma, suscrito por los centros de Medicina, Ingeniería y Derecho aquel 14 de marzo en que se decretó la huelga general universitaria. Era la crítica segura, el juicio certero de la juventud argentina, que deseaba “que su corazón y su cerebro marchen a la par, al ritmo ascendente y fecundo de los nuevos ideales”, y que “todo el caudal de energías y de amor a la ciencia... en vez de quedar malogrado como hasta hoy, se realice en toda su plenitud, encontrando el estímulo y el guia capaces de encauzarlo por eficaces derroteros”.
¿Podía estar la clase obrera argentina, en aquel 1918 de la Reforma, al margen de tan avanzadas inquietudes? No, doblemente no, tal ausencia hubiera tenido la dimensión de un vacío, en el corazón de los estudiantes y en el corazón de los trabajadores. Estos, porque veían ampliar su horizonte a medida que su clase se desarrollaba, y no eran pocos los hijos de las familias obreras que ya estudiaban, que ya tocaban con los dedos la Universidad, inquietud que podía malograrse ante las condiciones de casta en que la oligarquía mantenía las altas casas de estudio. Aquéllos, porque empezaban a comprender que necesitaban un aliado en el cual encontrar apoyo, y que ese aliado debía ser la clase obrera, la clase que miraba más adelante, la más avanzada, la más consecuentemente progresista.
Y en efecto, en medio de aquella agitación que crearon los días inolvidables de la Reforma, acaso los más serenos pensaron que la persistencia de la dominación oligárquica contra la que los estudiantes se rebelaban, tenía lugar a dos años de la asunción del yrigoyenismo y aún la oligarquía continuaba con las manos libres, no había sido entorpecida, estaba aún en pie y entre bastidores operaba los manejos más oscuros. Acaso pensaron que el estudiantado solo no podría vencer, que era preciso buscar la solidaridad de las demás fuerzas de la democracia. Y la clase obrera argentina, que ya estrenaba sus pantalones largos, era la principal de esas fuerzas.
En efecto, la solidaridad obrero-estudiantil, que es tradición en los pueblos más conscientes de sus destinos, tiene en nuestro país su origen en aquel año de 1918. Es uno de los aspectos menos abordados de la Reforma, pero no menos importantes. Los sindicatos, dirigidos entonces por anarquistas y socialistas, miraron con cálido sentir de identidad aquella rebelión de los estudiantes contra el bastión feudal que era la Universidad. Y efectivamente, Rodolfo Ghioldi, uno de los líderes del ala izquierda del socialismo, habría de calificar en aquellos meses a la Reforma como una “gran cruzada del espíritu nuevo contra lo arcaico”.
En Córdoba, era la Federación Obrera Cordobesa la que, con la representatividad de los trabajadores de esa provincia, haría público su sentir solidario con los estudiantes. Era secretario general de la misma el compañero Miguel Contreras, fundador meses después del Partido Comunista y uno de los primeros dirigentes de la Federación Juvenil Comunista. El y sus compañeros de la Federación entendieron la solidaridad, no como una simple manifestación de identidad moral, sino como una conjugación de acciones orientadas hacia el ideal común. La Federación Obrera Cordobesa no se contenta con expresar anhelos de éxito; cuando, el 30 de junio, la policía carga brutalmente contra los estudiantes que manifiestan en las calles. La organización obrera se convierte en la más firme defensora del derecho de los jóvenes y de las libertades públicas. Como un grito insobornable de los trabajadores quedan las palabras de la resolución de la Federación Obrera Cordobesa, por la cual decide “protestar enérgicamente por el atropello de que ha sido objeto el pueblo por parte de la policía; incitar a los estudiantes a perseverar en la campaña que han iniciado y reclamar del Poder Ejecutivo el más amplio desagravio por el atropello cometido”.
Esta incitación a perseverar inflama el pecho del estudiantado. Cuenta ya con la solidaridad activa de los trabajadores. Unas semanas después se realiza el acto estudiantil más importante de cuantos han tenido lugar en las calles de Córdoba hasta ese momento: quince mil personas, según el cálculo de la policía. Y no son sólo estudiantes los que están presentes. Entre ellos hay muchos obreros, ya no es difícil verlos juntos. Los obreros ven en los estudiantes un aliado, una compañía con la que tendrán que recorrer un camino común. Los estudiantes comprueban de cerca las difíciles condicio­nes de vida y de trabajo de los obreros y comienzan a comprender la importancia renovadora de la fuerza que ellos representan.
No es aventurado decir que muchos estudiantes ven en los métodos de lucha de los trabajadores una fuente de experiencia. Los trabajadores no esperan que las soluciones les vengan de arriba; confían en la efectividad y la fuerza de su propia unidad, de su propia lucha. La inquietud por la unidad de los esfuerzos como condición para obtener conquistas partió originariamente del proletariado. Los estudiantes comienzan a hablar de unidad en ese momento, y las actas taquigráficas publicadas en el suplemento número 3 del Boletín de la Federación Universitaria (abril de 1918) son un índice elocuente. En cuanto a ese “no esperar soluciones de arriba”, todo el movimiento del 18 es un proceso que desemboca en tal convicción. El acto con que la Reforma alcanzó plena madurez, la jornada del 9 de setiembre de 1918 —en que el estudiantado ocupa la Universidad, levanta su clausura, dispone que la Federación Universítaria asuma el gobierno de la casa de estudios, nombra las direcciones de las principales Facultades, los profesores y los funcionarios, y declara abiertas las clases—, ese acto tiene lugar después de meses de gestiones y esperas, después de meses de confianza en “soluciones de arriba”.
En esa acción decidida, los estudiantes contaron con la solidaridad de la clase obrera, sin que esto pueda ser interpretado como un acoplamiento del proletariado a los intereses de la burguesía. “Como sector —ha dicho Gonzalez Alberdi—, la pequeña burguesía intelectual puede ser excelente aliada de los obreros en determinados momentos de la lucha contra el capitalismo imperialista. Pero el proletariado en ningún momento puede renunciar a su acción de clase, acción profundamente revolucionaria, para ir a marcar el paso detrás de los cenáculos de la pequeña burguesía intelectual”.
Las relaciones obrero-estudiantiles iniciadas con la Reforma se entienden como una complementación de fuerzas en el camino hacia las transformaciones de fondo de la sociedad, transformaciones que tendrán lugar bajo la hegemonía y la dirección del proletariado como clase. La burguesía nacional, la pequeña burguesía y el campesinado marcharán junto al proletariado en la medida y en los aspectos en que sus intereses se conjuguen, pero sin que el proletariado pierda su papel dirigente. Es la incomprensión de las relaciones obrero-estudiantiles la que ha llevado a ciertos intelectuales a teorizar erróneamente sobre la Reforma.
Allí está, entre ellos, Julio V. González, exponiendo la teoría de la Nueva Generación Americana, contraponiendo con rigidez las generaciones, viendo una clave para la interpretación de la Reforma en el repudio de su generación por la anterior, repudio que, en realidad, estaba destinado a lo arcaico, a lo que contradecía las nuevas condiciones y obstaculizaba el desarrollo progresista de la sociedad, repudio que no es patrimonio de generaciones sino de clases. González no se equivoca al ver el designio supremo de la Reforma en “la sustitución del régimen oligárquico imperante por un orden nuevo fundado en principios económicos, sociales y políticos que permitan y garanticen el libre desarrollo de la personalidad humana”, pero erradamente atribuye en bloque ese designio a la “generación del 18” y llega a la aberración de propiciar la formación de un partido político de los universitarios, que luche por dirigir al país. De esta manera, no sólo negaba el papel político-social de la clase obrera, que un cuarto de siglo atrás había irrumpido en la vida nacional como la fuerza de vanguardia, sino que, además, respaldaba la absurda opinión de que el papel de la Universidad residía en proporcionar una élite gobernante.
Tampoco la derecha del Partido Socialista manifestaba una posición certera. Sus portavoces negaron toda importancia a la Reforma, y Nicolás Repetto llega a decir que “uno de los más graves errores” en que incurrieron sus autores consiste en “haber dado participación a los estudiantes en la elección de decanos y consejeros no estudiantiles”. Haya de la Torre, por su parte, al comentar la Reforma, atribuye a la pequeña burguesía el papel dirigente en la lucha contra el imperialismo, porque, según afirma, es la pequeña burguesía la que sufre más el empuje imperialista. Para unos y otros la clase obrera desempeña un papel secundario en los destinos nacionales.
Muy otra fué la posición de los marxistas, que vieron en las relaciones obrero-estudiantiles iniciadas en el 18 un signo de la nueva conciencia. Al calor del contacto con la clase obrera, los estudiantes relacionaron con sentido dialéctico los grandes problemas y las pequeñas reivindicaciones. La Reforma fue un movimiento de amplio contenido social: sus manifiestos permiten apreciar el espíritu responsable y consciente de los estudiantes ante los problemas nacionales e internacionales, pero al mismo tiempo asignan importancia a cada una de las reivindicaciones juveniles. Aníbal Ponce resumía este hecho diciendo que “lo grave y lo serio no es el arancel éste o el reglamento aquél. Lo grave y lo serio está en saber que detrás de esas cosas en apariencia tan pequeñas vienen preparando su ofensiva las fuerzas sociales enemigas, y que es necesario por lo mismo movilizar las grandes masas para montar día y noche la guardia vigilante”. Esta era una sabia enseñanza de la clase obrera. En la clase obrera, el estudiantado no sólo encontraba un estímulo práctico, sino también un punto de apoyo ideológico.
José Carlos Mariátegui dice: “Unicamente a través de la colaboración cada día más estrecha con los sindicatos obreros, de la experiencia de combate contra las fuerzas conservadoras y de la crítica concreta de los intereses y principios en que se apoya el orden establecido, podían alcanzar las vanguardias universitarias una definida orientación ideológica”. Y recuerda, al mismo tiempo, que importantes núcleos estudiantiles, “en estrecha solidaridad con el proletariado, se han entregado a la difusión de avanzadas ideas sociales y al estudio de las ideas marxistas” y “han puesto sus conocimientos al servicio del proletariado”.
Tal fue la influencia y la ascendencia que los trabajadores, con su ideología de clase, ejercieron en el estudiantado al calor del contacto solidario. Acaso aquella difundida frase de Deodoro Roca, líder de la Reforma, aquella convicción de que “el puro universitario es una monstruosidad”, fuera la traducción espontánea de esa integración que se producía. Las generaciones estudiantiles que siguieron a la suya recogieron el eco de aquella convicción.

Javier Camino

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