miércoles, 11 de febrero de 2009
Guatemala: a 29 años de la Masacre de la Embajada de España continúa la impunidad
Desde hacía días que un grupo de campesinas y campesinos llegados desde el departamento de Quiché con sus coloridas vestimentas se movía por la ciudad de Guatemala en busca de una puerta que no se cierre en sus caras. Su intención era denunciar la salvaje represión que estaban sufriendo sus comunidades y movilizar la solidaridad nacional e internacional.
Encontraron el apoyo de sindicatos, organizaciones estudiantiles, gente de los barrios que los hospedaron y prepararon ollas populares para que comieran y un sector de la iglesia relacionado a la teología de la liberación. A pesar de esto, los resultados no fueron los esperados y la represión por parte del gobierno de Fernando Romeo Lucas García, quien había llegado al poder al igual que sus antecesores por medio de elecciones fraudulentas, no cesaba.
Armados de valor, este grupo de viudas, familiares y demás campesinos trataron de hacerse escuchar ante el Congreso de la República, ante la Organización de Estados Americanos (OEA), el Consejo Superior Universitario y la prensa nacional. Sin embargo, pocos estaban dispuestos a involucrase: los medios de comunicación fueron censurados y amenazados , y muchas organizaciones tenían miedo de meterse en "problemas" con el Ejército.
Entonces ¿cómo dar a conocer la noticia y lograr detener la represión? se preguntaba el grupo de campesinos y campesinas.
La decisión fue tomar pacíficamente la Embajada de España. Se esperaba que la reacción del gobierno fuese al menos de respeto a los tratados internacionales de no violar la soberanía de la representación diplomática ibérica plasmada en el texto de la Convención de Viena. Pero los campesinos indígenas del norte de Quiché, en su mayoría organizados en el CUC (Comité de Unidad Campesina) se enfrentaron a un gobierno que sólo buscaba dar una "lección ejemplar" de terror para aquellos que se atrevían a desafiarlo.
Tiempos de dolor y luto
Los años '80 fueron tiempos convulsos para Guatemala. Con una guerra interna, que ya llevaba 20 años, en la cual los dos actores más visibles de este conflicto -el ejército gubernamental y la guerrilla- no estaban solos. Los grupos de poder económicos, las organizaciones indígenas campesinas, universitarios, partidos políticos, las iglesias y demás sectores de la sociedad civil, luchaban y eran la parte no visible.
Las raíces profundas de este conflicto, al igual que en muchos otros países de Nuestra América eran: la necesidad de cambiar la estructura económica caracterizada por la concentración en pocas manos de los bienes productivos y de romper con una situación agraria injusta que provocaba (y aún provoca) pobreza extrema para la mayoría de la población guatemalteca; así como una cultura racista, de opresión y discriminación contra los pueblos indígenas.
Ante la necesidad de un cambio y la creciente organización de la población, la respuesta por parte del gobierno y de los grupos de poder económico fue una brutal represión, la destrucción de miles de aldeas y el arrasamiento de tierras que llevó a un conflicto armado interno que permaneció en este país por 36 años.
Quema de la Embajada de España
Eran las 11 de la mañana del 31 de enero de 1980 cuando un grupo de campesinas y campesinos, acompañados por estudiantes y sindicalistas ingresaron a la Embajada de España en Guatemala. De forma pacífica se dirigieron al despacho del embajador para darle a conocer la situación de represión en la que se encontraban las comunidades del altiplano guatemalteco.
Lo que se solicitaba era que se conformara una comisión investigadora que viajara al terreno y diera a conocer sus reusultados. Pero el gobierno no estaba dispuesto a negociar y la respuesta fue "que no quede ni uno vivo". Cumpliendo la orden emanada por el Presidente de la Nación, las fuerzas policiales asaltaron la embajada y provocaron un incendio que acabó con la vida de las personas que se encontraban en el interior de la embajada.
Treinta y siete personas murieron, entre ellos el ex vicepresidente de Guatemala, el canciller y la secretaria de la embajada. Sólo sobrevivieron el embajador español, Máximo Cajal, y el dirigente indígena Gregorio Yujá Zona, aunque éste último fue secuestrado por hombres armados en el hospital al que fue trasladado y su cadáver apareció horas después en una cuneta de la Universidad.
Según ha sido claramente demostrado, no se trató de una autoinmolación como quiso hacer creer el gobierno, sino de una acción deliberada ejecutada por las fuerzas represivas. Los campesinos corrieron hacia la parte trasera, pero una verja les impidió huir. Todos murieron abrasados, salvo Gregorio Yujá quien fue enterrado por los estudiantes en la Ciudad Universitaria.
La paz no se puede construir sobre la base del olvido y la falta de castigo
En conmemoración a este nefasto hecho se realizaron los pasados 29, 30 y 31 de enero una serie de actividades entre las cuales el CUC destapó una placa en la Universidad de San Carlos con el nombre e historia del compañero Gregorio Yujá. Varios conversatorios contaron con la participación de familiares de las víctimas, representantes de organismos de derechos humanos, entre los que se destacó la presencia de la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú.
"La quema de la embajada se ha convertido en el símbolo de la brutalidad del régimen", dice el informe "Guatemala: nunca más", del proyecto Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), como el inicio de "una escalada hacia la violencia masiva ejecutada por el Ejército en las zonas rurales entre 1980 y 1983".
A 29 años las causas del conflicto aún no se han superado por lo que todavía prevalecen condiciones de pobreza y pobreza extrema, de racismo, opresión y discriminación. La justicia por su parte, lleva todos estos años sin aparecer y los familiares luchan cada día por encontrarla. Pese a que los responsables de esta masacre están claramente identificados y existen sobre ellos órdenes internacionales de captura y extradición en los tribunales de España, el sistema judicial de Guatemala les ha facilitado mantenerse en la impunidad.
Magalí Pérez Fernández y Fernando Gómez
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