ARMANDO HART DÁVALOS
Los grandes cambios sociales y políticos en la historia han ido precedidos siempre de transformaciones en el campo de las ideas. De ahí la trascendencia de articular las tareas intelectuales con la práctica transformadora, de enlazar dialécticamente pensamiento y acción como eje esencial de la obra revolucionaria.
La intelectualidad latinoamericana y caribeña que ocupa posiciones de vanguardia cuenta con los fundamentos de nuestras tradiciones políticas y éticas necesarias para llevar a cabo una profunda reflexión acerca de nuestro presente y abrir caminos hacia el futuro, sobre la base del respeto a nuestras identidades culturales nacionales y regionales.
En la medida que esto se haga consustancial al sentir, el obrar y el actuar, se harán mucho más factibles el conocimiento real y la plena comprensión de nuestras realidades y del papel que le corresponde desempeñar a nuestra región en el mundo de hoy y de mañana. No hay modernidad genuina, de índole universal, si no entran en el debate y el análisis el papel de la cultura y de la tradición histórica de América Latina y el Caribe.
Hay que contar, sin embargo, con un presupuesto básico: la unidad. No existe para nuestros pueblos otra solución que la unidad. La hemos estado buscando por las vías políticas y se han realizado enormes esfuerzos, pero se han encontrado graves dificultades. La hemos estado planteando por las vías económicas y, en especial, por el rechazo a la deuda externa, y no se han encontrado fáciles caminos de comprensión. La planteamos ahora, además, por las vías de la cultura y de la promoción y exaltación de nuestros valores artísticos, intelectuales y morales.
Deberíamos tener muy presente la orientación martiana cuando dijo: "Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos".
En esa obra de salvamento y de servicio histórico, la unidad constituye el primer objetivo de los revolucionarios, precisamente porque el enemigo promueve la división. Eso lo sabemos demasiado bien los cubanos. Para marchar por este rumbo, ha de comprenderse que el problema de la independencia y, por tanto, de nuestra identidad como nación, no es una cuestión simplemente de cambio de formas. Había, y hay, que cambiar el espíritu; había, y hay, que situarse del lado de los oprimidos; había, y hay, que afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores.
En la América bolivariana y martiana no hay diálogo posible con el pensamiento anexionista y con quienes quieren entregar nuestros países a los brazos de la ideología de pretensiones hegemónicas presente en los círculos gobernantes del imperialismo yanki. Nuestra identidad, nuestra cultura y, por tanto, nuestra democracia, se mueven en el espectro amplísimo del antimperialismo, poseen vocación de servicio universal.
De manera pertinaz, Estados Unidos siempre ha pretendido imponer su hegemonía mediante su poderío militar. Al conocer el empeño por reanimar la IV Flota en los mares de nuestra región, no puedo menos que recordar y recomendar la lectura de un texto muy revelador escrito por el dominicano Juan Bosch hace más de 30 años, titulado Pentagonismo: sustituto del imperialismo, donde señalaba que el militarismo constituía la nueva estrategia de la burguesía. Dicho texto es un vaticinio claro de lo que hoy está ocurriendo en el mundo: el imperialismo, en su decadencia, amenaza con destruir las formas jurídicas, sociales y culturales expresadas en la idea de la identidad espiritual de nuestros pueblos.
El sojuzgamiento de nuestras naciones, con el pretexto del progreso científico y técnico y de una globalización insolidaria, significa una visión parcial, anticientífica e inhumana del mismo concepto de desarrollo. La idea del desarrollo, vista la cuestión en el plano científico y desde una ética humanista, tiene que incluir, necesariamente, la solución integral de los problemas de carácter social, y dentro de ellos los culturales.
Tanto a escala regional, nacional, como multinacional y universal no existen posibilidades reales de transformaciones democráticas capaces de abrir paso a sistemas sociales justos y de amplia participación si no somos capaces de hallar los vínculos entre identidad, universalidad y civilización y de articularlos como si fuéramos artífices de la historia. En las relaciones, a veces contradictorias, entre estas tres categorías está el vórtice de lo que he llamado el ciclón postmoderno, para utilizar un término de moda.
El valor práctico de esta identidad se puede apreciar en la historia concreta de un pueblo, como el nuestro, que hermanó, desde los tiempos de génesis y fundación, la lucha por la libertad, la independencia y la justicia social, con la aspiración de que la cultura y la ciencia llegaran a ser componentes sustantivos del ideario político y ético del país. Esto no es retórica, es carne viva y sangre de nuestra historia nacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario