Con el ascenso de los gobiernos progresistas y de izquierda en la región sudamericana, comienza a cerrarase un ciclo de luchas sociales iniciado en la década de 1960. Durante ese largo periodo, las fuerzas políticas de izquierda y los movimientos populares marcharon codo a codo detrás de un proyecto nacional-popular que, pese a las dictaduras de los 70, terminó por imponerse luego de la década neoliberal de los 90.
Aquel proyecto, o lo que queda, está siendo implementado en buena parte del continente con mayor o menor énfasis, según la relación de fuerzas en cada país. A veces podrá parecer que se registran escasos o nulos avances en la ruptura con el modelo neoliberal, mientras en otros el proceso camina, pese a la enconada resistencia de las derechas y las debilitadas oligarquías. En todo caso, la acumulación de fuerzas permitió arribar a los resultados actuales, entre los que destaca la gestión del aparato estatal por parte de una camada de dirigentes, formados en los aparatos partidarios, en las instituciones estatales y en las diversas resistencias.
Al acercarnos al final de la primera década del nuevo siglo, todo indica que los cambios producidos en las izquierdas y en los movimientos populares son mayúsculos. Los caminos de la izquierda institucional y los de los movimientos se bifurcan. Demasiado simplista sería culpar a los nuevos gestores estatales de problemas que son emergentes del nacimiento de un nuevo periodo histórico. No se trata de exculparlos de las opciones realizadas, a menudo demasiado continuistas respecto al modelo neoliberal, sino de tomar en serio las nuevas dificultades para asumirlas sin cortapisas ni excusas.
Un primer problema surge de constatar que los movimientos que luchan contra el sistema capitalista, o sea, los movimientos antisistémicos, cuentan con menos aliados que en el periodo nacional-popular, o desarrollista si se prefiere, inspirado en la conservación y reconstrucción del Estado del bienestar. Por un lado, un sector de quienes participaron en los llamados movimientos sociales y en la izquierda partidaria participa hoy en la gestión estatal. Por otro, un amplio sector de las viejas clases medias ha descubierto que tienen más en común con las elites nacionales y globales que con los sectores populares. En tercer lugar, ya no existen burguesías nacionales, barridas y subsumidas por la globalización y la expansión del capital financiero, que en algún momento dieron sustento al proyecto nacional-popular.
La principal alianza hoy es la que pueda construirse en el interior del mundo del trabajo, entre la enorme diversidad que conforman los sectores populares que siguen resistiendo. Lo que los zapatistas llaman el “abajo y a la izquierda”. De algún modo es una alianza “hacia adentro”, ya no buscando captar aliados externos.
Un segundo problema es que los cambios operados en el sistema indican que no podemos esperar algún tipo de “desarrollo” desde los intereses de los sectores populares. Pero tampoco debemos apostar al “etapismo”, en el sentido de un periodo, como la nacional-popular, capaz de “preparar” el camino hacia el socialismo. El dirigente del MST (Movimiento de los Sin Tierra de Brasil), Gilmar Mauro, enfatiza en entrevista a la revista Debate Socialista: “El proyecto estratégico pasa por la superación de la visión de que existe un capital malo, que es el financiero, y un capital bueno, que es el productivo”. Y agrega que el único proyecto es “la superación del orden capitalista” en la medida que ya “no hay ningún burgués bueno defendiendo un proyecto nacional” (1)
De las transformaciones anteriores, el dirigente sin tierra deduce por lo menos dos consecuencias adicionales: el Estado se ha hecho más complejo, se ha ampliado a tal punto que “en Brasil tenemos 270 mil ONG e instituciones desparramadas por toda la periferia defendiendo el status quo”. Es justamente en esas periferias, que serán los escenarios decisivos en el futuro inmediato, donde los estados se han vuelto capilares, desplegando a la vez “planes sociales” y batallones militares.
Un tercer cambio o nuevo problema radica en que “las formas organizativas del siglo XX dieron resultado para aquella época, pero hoy no son suficientes para enfrentar la compleja realidad mundial”. En ese sentido, Gilmar Mauro rechaza el concepto de “acumulación de fuerzas” que guió durante décadas a las izquierdas, y que estaba estrechametne vinculado a la cuestión del partido de vanguardia.
Piensa que el MST está viviendo un proceso de maduración, con base en cinco desafíos: construir lazos entre movimientos y “luchas comunes”, analizar y estudiar los cambios en el capital y las clases sociales, investigar cómo organizar a los precarizados y subempleados, trabajar para construir un proyecto común con todos esos sectores y huir del inmediatismo. Los problemas que busca superar el MST son, en los hechos, muy similares a los que se plantea la otra campaña, impulsada por el zapatismo. Más que acumular fuerzas, concepto siempre lineal de crecimiento sostenido hacia una meta, se trata de crear espacios y tender puentes para la intercomunicación de los de abajo.
Por último, Mauro reconoce que “Lula es malo”, pero que poco se gana con cambiar al de arriba, ya que los problemas están en otro lugar: en la capacidad organizativa que permita modificar una relación entre clases que hoy es netamente favorable al capital. Maduración es, como señala el dirigente sin tierra, la palabra más adecuada para sentir y asumir estos tiempos desconcertantes. Parte de esa madurez parece consistir en mirar cada vez menos hacia arriba, para concentrarse en “lo nuestro”: profundizar una sólida alianza horizontal entre los de abajo, que permita relanzar un nuevo ciclo de luchas, centrado en la construcción de poderes “otros” hacia un mundo socialista.
Raúl Zibechi
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