sábado, 11 de julio de 2020

El hijo de Videla, otro muerto sin nombre



“Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos?”
Domingo F. Sarmiento. Del discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13/09/1859.

Este escrito surge de dos momentos: uno de la re-lectura de la nota de Miguel Bonasso en el diario Página 12, de junio de 1998 sobre el hijo abandonado por el genocida Videla en la Colonia neuropsiquiátrica de Montes de Oca; el otro del trabajo de investigación sobre el genial libro de Gotz Aly, “Los que Sobraban”, una historia sobre la eutanasia social en la Alemania nazi.
Los asesinatos perpetrados en Alemania en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y durante ella sobre enfermos mentales, supera el número de 200.000 personas. Todas hospitalizadas en neuropsiquiátricos, construyendo una mortaja de muertos anónimos bajo el mutismo respetuoso de los familiares vivos. Eufemismos varios se utilizaban para ello: redención, interrupción de vida, muerte de gracia, muerte asistida, o simple y llanamente eutanasia. Ya comenzada la época de beligerancia global 1939-1945, muchos alemanes daban consenso a la eliminación de bocas inútiles. Si bien hubo algunas convicciones discordantes a este proceso, fueron pocas, bien pocas. La mayoría del pueblo alemán guardo silencio sin querer saber demasiado sobre estos “anormales” peligrosos para el bien público, con el aditivo social que no trabajaban y eran una pesada y deshonrosa carga para sus familiares. Los monumentos y listas actuales todavía omiten su registro. La explicación oficial alemana en 2012 se refiere a que los familiares sobrevivientes pueden sentirse ofendidos, no por la desaparición o asesinato de las víctimas sino por su enfermedad vergonzosa.
Podríamos decir aquí que hubo dos demonios: las enfermedades mentales por un lado, y los 500 genocidas nazis que perpetraron la solución final en los hospitales neuropsiquiátricos, por otro. Pero no lo explica, porque lo que urge es el análisis del trasfondo social del consenso genocida. Había un acuerdo social: era necesario dar final a la carga familiar de un padeciente cercano con ”tara” hereditaria o psíquica y verse a sí mismos reflejados en el espejo como perjudicados, por categorías denostadoras que circulaban en aquellas épocas, como familiares de estorbos, molestias, lastres sociales, cargas para los demás; la consideración de esos otros como un peso de por vida para los familiares y por tanto la necesidad de el consiguiente alivio, desahogo, liberación del lastre individual y colectivo.
Era necesaria una solución final silenciosa y silenciada sobre estas vainas humanas vacías y seres del escalafón animal más bajo. Debían desaparecer sin dejar rastros, con certificaciones de muerte fraudulentas que dejaran tranquilo al colectivo social. Las causas ficticias de muerte en los certificados de defunción fueron de las más variadas patologías que la imaginación pudiera crear. La causa real: la cámara de gas, edulcorando así la conciencia tranquila del familiar y dejando el trabajo sucio al Estado. Estado que estadísticamente pensaba en el ahorro real de no tener que alimentar bocas improductivas. Tal vez Hitler leyó a Sarmiento.
En 1920 Ewald Meltzner, alto funcionario de la salud pública alemana, había hecho una encuesta de varias preguntas a 200 padres de niños internados en hospitales neuropsiquiátricos, preguntando sobre si estarían de acuerdo con algún tipo de solución final a los padeceres de sus hijos por parte del Estado. El 73% estuvo de acuerdo; del 27% restante, sólo un 10% contesto con un no rotundo. Muchos de ellos manifestaban que no era correcto el preguntar a los familiares ya que ello generaría, ante una supuesta solución final, conflictos de conciencia con los padres en su gran mayoría de confesión cristiana. Sobre todo porque los cuerpos tenían que desaparecer -consenso silencioso y silenciado- y el problema se generaba ante la incineración y la negativa católico protestante ante esta práctica anti resurrecta.
La solución final de los enfermos psiquiátricos fue la antesala de otras soluciones finales con otros consensos y otras justificaciones.
El genocida Jorge Rafael Videla y su esposa Alicia Raquel Hartridge de Videla internaron a su hijo Alejandro Videla –diagnosticado como “oligofrénico profundo y epiléptico”- en la ominosa Colonia Montes de Oca, donde falleció a muy temprana edad. El dato fáctico surge de una carta del suboficial retirado Santiago Sabino Cañas, quien había cuidado al joven en la Colonia. La misiva era un intento de conmover al genocida para que éste salvara la vida de su hija de 20 años “desaparecida” por “subversiva”.
Cuando surgió la nota de Bonasso, Hartridge declaró que se trataba de “destruir a su familia” con esta deshonrosa tragedia. Distintas épocas, mismas palabras.
En la nota de investigación del autor se hace referencia a una tapa de la revista “Para Ti” de febrero de 1979, en los años más duros de la represión. Toda referencia bibliográfica de Videla hace alusión a siete hijos, pero el último siempre fue ocultado. En la foto familiar solo aparecen cinco, uno de ellos en ese momento de viaje.
La historia marca que Videla en la década de los ’60 internó a su hijo en la Colonia Montes de Oca de Torres, un establecimiento para enfermos mentales de oscura fama. Inclusive en épocas más recientes, la oscuridad se traduce en la sospecha de tráfico de órganos y en la desaparición en los ’90 de la Doctora Cecilia Jubileo, denunciante de dicho delito y otros desmanes. La Colonia neuropsiquiátrica cuenta con la macabra estadística de 5000 pacientes desaparecidos o muertos sospechosamente en los treinta años previos a los 2000.
La historia clínica de Alejandro Videla marca que fue diagnosticado como «oligofrénico profundo y epiléptico»; este hecho, el de su internación y la propia enfermedad fueron mantenidos en el más estricto secreto por el matrimonio Videla.
La colonia, famosa por sus pisos mojados permanentemente por la humedad, el orín y los excrementos, se caracterizaba por el deambular de sus padeciente semidesnudos y librados a su suerte. Bonasso lo define como un «depósito de carne sin destino”. Alejandro estaba alojado en lo que se llamaba siniestramente la “casa de los muertos”; parte de ella estaba con los techos semi caídos sin luz y sólo un par de personas atendían a más de 150 pacientes. Las ventanas rotas desde tiempos pretéritos hacían el invierno insoportable y en verano los hedores llegaban a la periferia de la ciudad de Luján. Las denuncias acumuladas en organismos sanitarios y de DD.HH indican que muchos pacientes murieron de hambre, pero el certificado de defunción decía cáncer, gripe, neumonía. Los familiares, con la conciencia tranquila, seguían festejando el Mundial.
Dice Bonasso: “las personas consultadas por Página/12 (profesionales y empleados de la Colonia Montes de Oca) coincidieron en un mismo sentimiento: ninguno hubiera dejado en semejante lugar a un hijo suyo por grave que fuera su patología.
“Los enfermos que van allí -dijo un antiguo empleado ya jubilado- suelen ser gente muy pobre, que la familia abandona. En cambio, Videla, que ya era coronel o general, ganaría un sueldo lo suficientemente holgado como para tenerlo mejor.”
Un psiquiatra que entró al lugar en los setenta y ya no trabaja más en la Colonia, fue más a fondo: “Imagínese el frío, las mesas y sillas de mármol desechos como en el Hotel de Inmigrantes, los internos que no controlan los esfínteres. El chico de Videla no estaba en ningún lugar privilegiado, sino en el Pabellón número 7, el de los oligofrénicos profundos, que de día y de noche suelen vagar por los campos hasta que cada tanto alguno se cae en un pozo o en la laguna y se ahoga. En la Colonia, el chico de Videla estaba como uno más. Democráticamente. Y mire que paradoja: tal vez la única vez en que Videla fue democrático fue para mandar a su hijo a un manicomio”.
Alejandro Videla, según los registros, murió en 1970, a alrededor de los 19 años de edad. Sin embargo, las revistas sociales de la época de la dictadura sostienen respecto al genocida: “casado con Alicia Raquel Hartridge, tiene siete hijos”. Hay epígrafes de cada uno de ellos pero no de Alejandro, como si nunca hubiera existido y como si la cuenta de seis fuera de siete. Los medios constructores de consensos nunca se preguntaron dónde estaba o qué había sido de él: seguían viendo siete, nueve años después de su muerte. También es un misterio el lugar donde fue enterrado. Videla diría, tal vez, como luego dijo de los 30.000: «es un desaparecido, no está, no existe…”.
Como en la Alemana Nazi, como en aquellas familias alemanas que escondieron su vergüenza, los Videla hicieron lo propio. En ambos ejemplos como preludio de una carnicería consensuada socialmente. ¿La paradoja final? El suboficial retirado Santiago Sabino Cañas que cuidó de Alejandro, jamás recuperó a su hija, sino que perdió dos familiares cercanos más en los oscuros claustros de la ESMA.

Sacha Kun Sabó

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