El episodio ha desnudado in extremis la miseria ética, la mezquindad política y la mediocridad intelectual de toda la “clase política” tradicional. se ensancha a pasos agigantados la brecha entre la dirigencia política tradicional y aquellas esperanzas de las clases populares. El papel de “víctima” que ha adoptado el gobierno –como si la ex SIDE fuera un plato volador llegado de Marte y no una institución supuestamente bajo control del Estado argentino- es francamente inverosímil.
1) Ante todo, es lamentable e injusto que el homi-suicidio del fiscal haya venido a interrumpir la paz y felicidad de miles de veraneantes que no se merecían este abrupto sobresalto de su inmersión en el paraíso consumista de la tierra de Nunca Jamás. Se trata sin duda de una siniestra conspiración de los resentidos y envidiosos que no soportan la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación a la cual había conducido el modelo.
Esta conclusión de alta filosofía política (y de pensamiento crítico de la Frankfurter Schüle, faltaba más) no quita que las conspiraciones existen, o que estemos ante una serie de entramados operacionales (locales y / o mundiales) de cuya verdad última –estoy en condiciones de hacer esta preclara profecía- los ciudadanos de a pie no se enterarán, ahora sí, nunca jamás. Por la misma razón por la cual probablemente no nos enteraremos jamás de qué pasó realmente con el atentado a la Amia o con la desaparición de Julio López (o, digamos, con el helicóptero de Menem Junior y tantos otros ejemplos): no son cosas que los poderes “republicanos” estén dispuestos a ventilar como “cosa pública”; es tan monstruoso el cruce de intereses espurios, negocios dudosos, corruptelas, complicidades internacionales, etcétera, que llegar a esa verdad última, y publicarla, representaría para el conjunto de las clases dominantes y todas sus expresiones políticas y corporativas una catástrofe material y simbólica ante la cual el Que se Vayan Todos sería una recomendación eutanásica (o eutanática , si se me disculpa el chiste de mal gusto).
Hay algo, sin embargo, que ya no tiene vuelta atrás: el episodio ha desnudado in extremis la miseria ética, la mezquindad política y la mediocridad intelectual de toda la “clase política” tradicional, oficialista o dizque opositora. No hace falta jugar a la incorrección política para sospechar que el fiscal –hombre al parecer vinculado a prestigiosas instituciones globalizadas de espionaje (perdón, de “inteligencia”)- no era un dechado de transparencia democrática. Y quizá estuviera complicado en alguna vasta operación de desprestigio del gobierno, vaya uno a saber. Pero no por ello causa menos repugnancia el espectáculo bochornoso de los tejes y manejes con su cadáver todavía tibio. Todas las idas y vueltas con la apenas fragmentaria información, los supuestos más delirantes o las hipótesis más inverosímiles no parecen haber tenido otro fin que el de desviar permanentemente la atención del centro del problema (incluida la ya inocultable crisis económica y social), hacia las “lateralidades” superfluas o irrelevantes, pero que sirvan para confundir a la sociedad y / o llevar agua a los diversos molinos hundidos cada vez más en un barro maloliente.
Que se pueda, por ejemplo –nada menos que desde el discurso más oficial posible- asociar de una u otra manera (“metonímicamente”, diría un semiólogo) la muerte del fiscal Nisman al crimen de Mariano Ferreyra revela el nivel de dislate al que se puede llegar. Se sepa o no alguna vez la verdad, el episodio es sintomático de un grado de descomposición política y cultural –sin olvidar la mediática- que permea peligrosamente al conjunto de la sociedad. Para quienes, aún desde la oposición de izquierda, no creemos en que “cuanto peor mejor”, y somos sensibles a las esperanzas populares(fundadas o no) que pueda haber despertado un “modelo”, es una verdadera desgracia, aunque para el “pesimismo de la inteligencia” no esté mal que tales oscuridades vayan aclarando la visión de muchos.
2) El hecho, puesto que está de una u otra manera vinculado al atentado a la Amia, a la acción de los servicios de inteligencia no solo internos y demás, tiene una significación tanto internacional como local, y es un efecto de tramas ya antiguas y sumamente complejas a nivel mundial (es difícil olvidar que los atentados a la Embajada y a la Amia, en 1992 y 1994 respectivamente, fueron los primeros que el terrorismo fundamentalista realizó fuera de Medio Oriente, y los únicos de esa envergadura en América Latina). Las consecuencias internacionales son imposibles de predecir.
En cuanto a las locales, me permito insistir en el enorme desprestigio que implica en la ya deteriorada imagen de la clase política argentina. Esto no significa en absoluto –sería pecar de voluntarismo ingenuo- que estemos a las puertas de (no digamos ya una situación “prerrevolucionaria”) grandes rebeliones obreras y populares o de un nuevo diciembre 2001. Pero sí significa que se ensancha a pasos agigantados la brecha entre la dirigencia política tradicional y aquellas esperanzas de las clases populares –para las cuales de todos modos, convengamos, los vericuetos del caso Nisman son un apremio bastante menor-.
El recurrente, circular eterno retorno de la “crisis de representación” de la política nacional empezó a escribir un nuevo capítulo. Y no es sólo nacional, claro: en el contexto de la indetenible crisis mundial del capitalismo, los signos asoman por todas partes. No importa cuán poca confianza –la mía, debo confesar, es casi nula- nos despierten las novedades syrizistas o podemistas, no es cuestión de desestimar el clima de saturación, la sensación de “sin salida” que se expande como mancha de aceite hasta en el centro mismo del sistema. Como bien sabemos por la larga historia del último siglo, esas crisis terminales desesperadas sólo pueden resolverse por el polo izquierdo o por el derecho. En la Argentina no existe nada equivalente al lepenismo o a Amanecer Dorado, y la presunta “centroizquierda” pretendida por la letra K se va deshilachando por los cuatro costados, aunque la inercia de más de una década pueda darle aún alguna posibilidad en las próximas elecciones. Queda una más que expectable posibilidad de crecimiento de la izquierda radical en aquella brecha ensanchada. Claro está que esa oportunidad no es un resultado mecánico, sino que implica la enorme responsabilidad de lograr la más estrecha posible unidad en la acción.
3) En la pregunta, como sucede muchas veces, está contenida la respuesta, con la cual no puedo sino coincidir. No habrá ningún cambio real. No puede haberlo. Todo Estado que directa o mediatamente exprese los intereses estructurales de las clases dominantes –es decir, que juegue en las tramas globalizadas de alianzas y tensiones con otros Estados, y que tarde o temprano tenga que reprimir la lucha de las clases dominadas- está obligado por la naturaleza misma del sistema a utilizar la misma lógica de los servicios de inteligencia, para afuera y para adentro.
Una vez más, no se trata de las personas (que por supuesto pueden ser mejores o peores) sino de una lógica de dominación que requiere el funcionamiento de poderes subterráneos, de subsuelos ilegales, de para-gobiernos secretos funcionando por debajo de las fachadas republicanas y democráticas. Eso fue así siempre, sobre todo en el siglo XX (no casualmente a partir del reparto imperialista del mundo, la agudización mundial de las luchas de clase, las revoluciones socialistas y anticoloniales, etc.), y continuando en el XXI con el argumento de la llamada guerra contra el terrorismo –es decir, en general, contra los ex aliados del terrorismo imperial-. Y fue así tanto para los Estados capitalistas como para los otros, que también privilegiaron los intereses particulares de sus castas burocráticas (en este nivel fueron despreciables las diferencias entre la CIA y la KGB, o entre el Mossad y la Stasi, o lo que sea). Pretender que esa lógica puede “reformarse” echando aunque fuera a todos los miembros de un organismo –es decir, generando un ejército de “mano de obra desocupada”, para no mencionar la obviedad de que por definición muchísimos de esos miembros lo son estrictamente “en negro”, y no figuran en ninguna nómina oficial de cargos, con lo cual mal se los puede echar- es tomarle el pelo a la gente que aunque más no fuera ha visto mil veces el funcionamiento de esas agencias en el cine de Hollywood. O es, en todo caso, otra maniobra para desplazar el debate de aquella lógica estructural.
El papel de “víctima” que ha adoptado el gobierno –como si la ex SIDE fuera un plato volador llegado de Marte y no una institución supuestamente bajo control del Estado argentino- es francamente inverosímil. La oposición de derecha, por su parte, ya lo dijimos, solo es capaz de pergeñar cómo usar lo ocurrido para ensuciar de cualquier manera al gobierno y presuntamente ganar un puntito más en las próximas elecciones, y lo hace con una torpeza risible. Para las clases populares, o incluso para cualquier honesto demócrata, la única alternativa es exigir el completo desmantelamiento de ese poder en las sombras. ¿Es una utopía irrealizable? Desde luego, en el sentido de que dado el estado actual del mundo y las relaciones de fuerza que le corresponden, eso no va a suceder. Pero quizá no lo sea tanto si se toma esa exigencia como pre-texto (en su acepción literal) para recentrar la discusión donde corresponda. Mientras tanto, si bien no cabe esperar cambios “reales”, tal vez sí los haya “ficcionales”: a partir del galimatías Nisman / Amia / Irán o lo que fuere, el bueno de John Le Carré ya debe estar tomando febriles apuntes para una próxima novela. La esperamos con ansia.
Eduardo Grüner
Sociólogo, ensayista y crítico cultural. Doctor en Ciencias Sociales de la UBA. Fue Vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y es autor de varios libros. Es miembro del staff de la revista Ideas de Izquierda.
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