miércoles, 26 de marzo de 2014
Maternidades clandestinas, herida de la dictadura
Hospitales militares y centros de detención se convirtieron en salas de parto que violentaban la integridad de las embarazadas secuestradas. Muchas no volvían luego de parir. No pocos hijos o hijas están desaparecidos.
Los cuerpos avasallados, las esperanzas arrancadas, los proyectos interrumpidos: la dictadura cívico-militar que se inició el 24 de marzo de 1976 dejó huellas dolorosas en las mujeres militantes de una de las décadas más políticamente comprometidas de Argentina. Violaciones, separaciones obligadas por el exilio, desapariciones y muertes fueron patrones del Terrorismo de Estado con los que ellas fueron forzadas a convivir. Pero las maternidades clandestinas dejaron una herida enorme, que no cicatriza para las familias cuyos nietos y nietas todavía se buscan. A días de que se cumplan 38 años del inicio del horror, la apropiación de bebés todavía es un camino abierto a la investigación de la Justicia.
Mientras algunas señoras les creían a los medios oficiales su discurso sobre la “subversión”, otras habían dedicado su vida a la lucha por un modelo de país más equitativo. O eran compañeras de personas con esa mirada, o acaso amigas o conocidas. El ataque a los proyectos de cambio se concretaba en circuitos que vinculaban grupos de tareas para el secuestro con los centros de detención ilegal y tortura a los que también eran llevadas las capturadas embarazadas, que rara vez recibían un trato diferencial por encontrarse en período de gestación. Para ellas el recorrido seguía en las salas de parto donde la violencia simbólica era tan grave como la física. Muchas veces esa era la única posibilidad de tener en brazos a su hijo o hija. Muchas, la última oportunidad de estar con vida.
Ese entramado se denunció por primera vez hacia 2004, cuando se avanzó sobre la hipótesis de que había una relación sistemática entre el Centro Clandestino de Detención (CCD) La Cacha, la ex Unidad Penitenciaria 8 porteña y el hospital de esa dependencia, que funcionaba como espacio donde las prisioneras daban a luz. Según un informe elaborado por la filial La Plata de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, esa línea también significó descubrir cómo el Servicio Penitenciario Bonaerense había sido cómplice de la violación de los derechos humanos que había instalado el Ejército nacional.
Ese mismo documento explicó cómo algunos ámbitos donde se concretaban los crímenes de lesa humanidad estaban señalados para recibir a las detenidas embarazadas pero como no siempre contaban con la infraestructura para ‘acompañar’ el parto las mujeres eran llevadas a las salas donde finalmente ocurrían. El Pozo de Quilmes pertenecía a esa lista, por lo que “muchas eran trasladadas al de Banfield, respetando la lógica del Circuito Camps”, indicó el estudio, que reunió testimonios en primera persona. Ese predio de la localidad lomense contaba con un primer piso donde funcionaba una ‘enfermería’ donde se realizaban los alumbramientos, por eso era centro de nacimiento y apropiación de bebés.
“Sabemos que las compañeras detenidas en 1977 y 1978 eran llevadas a parir al Hospital Militar de Campo de Mayo, donde eran atadas a la cama y atendidas por monjas. Muchas no volvían. En algunos casos ellas y sus hijos están desaparecidos”, describió para Marcha Jorge Watts, sobreviviente del CCD El Vesubio, de La Matanza. Unas 16 estaban cautivas de ese predio del Conurbano estaban encinta, según los datos que pudieron recopilarse en la causa por el esclarecimiento.
El avasallamiento como persona y mujer también se daba, en algunos casos, en la obligación de parir “antes de término, con cesáreas” inducidas, describió el hombre a partir de la experiencia de quienes compartieron el mismo espacio. “A veces se generaba la muerte del feto por la tortura, sobre todo porque le aplicaban picana en la zona del abdomen”, relató.
Según las Abuelas, un ejemplo de ese maltrato fue el que sufrió Marta Josefa Enrique, que atravesó “complicaciones en el Pozo de Quilmes a raíz de los maltratos y las pésimas condiciones de vida, y cuando fue ‘legalizada’ y trasladada al penal de Devoto, perdió su bebé” como consecuencia de las agresiones y la mala alimentación durante el cautiverio.
Aunque se hace borroso el recuerdo, Julio Busteros, que era intendente de Almirante Brown cuando se desató el golpe de Estado y fue detenido por los militares, aseguró que supo de casos en los que ellas “tomaron una pastilla (que consiguieron con la promesa de que podrían abortar) y también murieron”, señaló. Es que, en medio de la desesperación, eran pocas las herramientas de decisión sobre el propio cuerpo que no estaban minadas.
La atención médica era nula, ya que los profesionales de las fuerzas represivas eran los únicos que ingresaban a los CCD y se encargaban de monitorear los partos, en los que las mismas pacientes eran forzadas a higienizar camillas e instrumental instantes después de tener a su hijo o hija, desnudas, mientras los jefes de la tortura las insultaban. Ante la Justicia dio esa descripción Adriana Calvo, detenida en el Pozo de Banfield, una reconocida militante del sur bonaerense que aportó datos para llegar a la verdad hasta su muerte, en 2012.
Las maternidades clandestinas se convirtieron así en espacio de dolor para quienes ya padecían el aislamiento en la violencia, que prosiguió con la negación de las identidad de cientos de personas cuyo primer llanto se dio en una sala de partos militar y su historia siguió por los caminos que le dieron sus apropiadores. De ellos, 110 los nietos y nietas pudieron reencontrarse con su nombre real.
Símbolo y lucha
Ser mujer y militante en la década de 1970 no era tarea sencilla. Incluso antes de que el Plan Cóndor tuviera a Argentina como una de sus pistas de aterrizaje muchas de ellas debían elegir entre ser madres atentas o militantes abnegadas. No todas las organizaciones ni las familias habían desarrollado una mirada transversal. A veces los mismos varones cercenaban su desarrollo político al asignarle el único rol de cuidar a los hijos o las hijas y velar, con paciencia, por el regreso de sus parejas de las misiones asignadas.
En otras ocasiones, ellas entendían que debían obviar la maternidad para que los altos mandos de la lucha las consideraran cuerpos políticos capaces de responder a las demandas. Querían ‘masculinizarse’, porque tampoco estaba desarrollada la idea de que ser mujer no necesariamente era sinónimo de parir y criar. “No había mucha discusión sobre la mirada de género como tampoco una conciencia en la población de lo que estaba pasando. Eso empezó a darse después, con los años”, aseguró Busteros.
Muchas de las detenidas y desaparecidas que estaba embarazadas durante la última dictadura -la última, porque ‘nunca más’- se toparon con un doble grillete a sus proyectos: el personal, cuando su maternidad fue violentada y sus niños separados de su familia; y el político, cuando las fuerzas militares y sus cómplices civiles instalaron la muerte y el miedo como condiciones comunes de la vida en sociedad.
Noelia Leiva
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