martes, 4 de junio de 2013

“Me quedé con mucho miedo”



Tebes fue secuestrada a los 17 años, en mayo de 1976, en la villa del Bajo Flores. Confirmó el paso por la ESMA de los curas Jalics y Yorio, secuestrados el mismo día que ella, y habló sobre los efectos que tuvo en su vida el terrorismo de Estado.

“Siempre tuve la sensación de que lo mío no había sido nada frente a la desgracia de muchos compañeros; fue menos de un día, pero debe ser que la huella me marcó porque así estoy”, dijo Beatriz Tebes en el juicio a los marinos de la Escuela de Mecánica de la Armada. Beatriz tenía 17 años cuando la secuestraron, el 23 de mayo de 1976, en la villa del Bajo Flores, el mismo día que la Marina se llevó a los curas Orlando Yorio y Francisco Jalics. Ella estuvo entre un grupo de catequistas secuestrados. En términos de números y cuentas, su estadía en la ESMA duró desde las once de la mañana de ese domingo hasta las cinco de la madrugada del lunes. La liberaron con sus compañeros, pero no volvió a ponerse en contacto con ellos hasta semanas más tarde. En ese sentido, la audiencia mostró parte de los efectos de la dictadura que siguieron: “No volví más a la villa, por miedo”, dijo Beatriz. Tampoco lo hizo el grupo que trabajaba en ese espacio. “En eso me cortaron un poco, lo nivelé con mi tarea docente y el trabajo en La Matanza, pero no es lo mismo trabajar con los niños carenciados”.
Hacia el final, el presidente del Tribunal volvió a preguntarle por las consecuencias. “Y... –dijo ella– consecuencias es tener miedo. Esto pasó en mayo del ’76, muy poco después del 24 de marzo, yo ya no iba más a la escuela secundaria, y era un momento en el que uno quiere abrir nuevos lugares, conocer nuevas personas, se anota para estudiar; pero yo me anoté en el profesorado de enseñanza primaria, quería estudiar psicología, pero había mucho militar en la facultad, no hice la carrera: me quedé con mucho miedo.”
Beatriz iba al barrio donde estaban los curas Yorio y Jalics desde 1974. Hacía el secundario en el colegio María Ana Mogas, de Mataderos, colegio de hermanas franciscanas. Los sábados preparaba a los chicos para la primera comunión. Los domingos volvía a la misa de once.
“Ese domingo 23, yo estaba de espaldas a la puerta, pero al escuchar unos ruidos giro la cabeza y veo una movida de un colectivo, pintado de marrón, muchos coches y mucha gente, hombres, y a primera vista parecían soldados”, explicó. “Nos miramos entre nosotros. La misa continuó y terminó. Al finalizar, esta gente entró a la capilla diciendo que los que eran del barrio se tenían que ir y quedarse en sus casas sin salir. Y nos quedamos solamente nosotros, no recuerdo bien qué hora era, pero teniendo en cuenta que la misa arrancaba a las once, serían las doce, porque era el final”.
La casa de Yorio y Jalics estaba del otro lado de una calle. Los dos curas no daban la misa porque les habían suspendido el ejercicio sacerdotal. Beatriz no sabe cuánto tiempo pasó. “El recuerdo fuerte arranca cuando nos suben arriba del colectivo pintado de marrón y verde. Nos colocaron capuchas en la cabeza y nos hicieron sentar en el piso. Al subir, vimos quiénes éramos: subimos nosotros, la gente del grupo, los catequistas y ese día iba gente por primera vez a conocer el lugar, con la intención de trabajar en el barrio, gente que yo no conocía siquiera de nombre”.
Así, en el grupo estaban Silvia Guiard y María Elena Funes, que declararon semanas atrás. Pero también dos adolescentes de un secundario que habían ido por primera vez con su profesora de historia. Y un muchacho que iba por segunda o tercera vez.
“En el colectivo, una compañera reza el padrenuestro en voz alta, porque desde el momento en que dejamos de ver quisimos escucharnos, pero nos dijeron que no, que basta, silencio. Y al rato otra vez nos pusimos a rezar en voz alta. Nos volvieron a decir ‘basta’. Uno de ellos dijo: ‘De ahora en adelante, el fusil va a hablar por mí’. Yo tenía 17 años, ahora tengo 54, pasaron los años pero eso me quedó”.

En la ESMA

Beatriz supo que estuvo en la ESMA “mucho tiempo después”, contó. “Cuando empezaron a verse imágenes en la tele y mostraban un lugar que llaman el Sótano. Yo tuve esa memoria de que cuando tuve las manos hacia atrás, eran unas columnas cilíndricas. Después me di cuenta de que había estado ahí, no en ese momento.”
En ese momento no sabía qué era. “Siempre con la capucha, me ataron los brazos a un costado y algo pesado me pusieron en los pies para inmovilizarme. Y ahí me sentí muy mal, empezamos a hablar para escucharnos, pidieron silencio y nos callamos, obviamente, el miedo nos dominó”. Después la pasaron a otro lado. “Estoy yo con una persona sola. Esa persona, que era un hombre, me dice: ‘Ahora te voy a sacar la capucha’, y yo no sé si me la saqué o me la sacó él, pero lo primero que vi es que él tenía puesta una capucha y se le veían los ojos. Fue muy feo. Todo era feo y yo seguía asombrándome, cada vez peor”.
El hombre le preguntó para qué iba al barrio. Qué hacía. Ella le habló de catequesis. Que querían que los niños tomaran la comunión. Que por las características del barrio, la Iglesia tenía que acercarse a las casas. “Me escuchó, pero no hubo diálogo, no fue conversación”. Le preguntaron por los volantes que tenía en la cartera. Los papeles tenían horarios de las clases de catequesis y de misa. Le pidieron que dibujara algo. “Dibujé una cruz y escribí una oración pidiéndole a Jesús que nos ayudase a todos en este momento.” Finalmente, “ese señor” volvió a ponerla a prueba. “Tenía un arma y me la dio. Y yo como me la dio, se la di; si la intención era ver qué hacía, se la di enseguida. También me preguntaron si tenía novio y si tenía relaciones con mi novio. También por nombres, apellidos que yo no reconocía. Pero insistían en nombrármelos”.
Entre los nombres le preguntaron por Yorio y Jalics. Para la causa, su testimonio volvió a confirmar el paso de los sacerdotes y de las catequistas por la ESMA. Y los efectos de la represión. A ella y a sus compañeros los cargaron en dos autos para sacarlos del centro clandestino. Antes de salir, les advirtieron que no volvieran al barrio. “Bueno, acá llegó una orden”, les dijeron. “No me queda claro a mí si nos iban a liberar, pero nos dicen: no pueden volver a pisar la villa y si vuelven, van a aparecer muertos en un zanjón”.
Los dejaron en la Panamericana. Vieron un cartel. Una estación de servicio con un sereno. En esa época no había teléfono en la casa de Beatriz. Una de sus compañeras hizo contacto con alguien. Les explicaron cómo volver. Tomaron el 15, y ella después se tomó el 28 hasta el límite entre Capital y provincia, en Lomas del Mirador.

Alejandra Dandan

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