miércoles, 25 de julio de 2007
Aniversario de “La noche del apagón” en Ledesma.
“En esa época, quien disponía de la energía para todos los pueblos era el ingenio Ledesma, ellos eran quienes distribuían la luz”, explica Julio Gutiérrez, miembro de CAPOMA (Centro de Acción Popular Olga Márquez Arédez por los Derechos Humanos).
Esta organización funciona actualmente en una parte de la casa de Olga Márquez de Arédez, una luchadora incansable que falleció en 2005, esposa del médico Luís Arédez, quien fue arrancado de su casa la noche del 27 de julio.
La vinculación entre el ingenio Ledesma y el accionar del aparato represivo fue denunciada por numerosos testigos y no se limitó solamente a facilitar los cortes de luz para que el operativo quedara en la sombra.
“Corrí hasta mi casa y vi las camionetas de Ledesma actuando con total impunidad, acorralando gente y llevándosela en sus móviles. Luego eran conducidas a la base de Gendarmería que estaba adentro del ingenio”, testificó Ricardo Arédez, hijo de Luis y Olga.
Las 400 personas que se secuestraron esas noches tuvieron diferentes destinos. Algunas fueron trasladadas al penal de la ciudad de Jujuy, y muchas de ellas derivadas al centro clandestino de detención Guerrera. Algunas fueron liberadas a los pocos días, otras paseadas por varias cárceles y centros clandestinos del país durante meses, y treinta continúan desaparecidas.
Ernesto Saman, uno de los que vivió para contar la historia
Fue uno de los centenares de secuestrados y detenidos entre la semana del 20 al 27 de julio de 1976 en Ledesma. En diálogo con télam.com.ar, relató los momentos de terror que vivió durante su cautiverio.
Ernesto Saman fue una de las casi 400 personas secuestradas y detenidas entre la semana del 20 al 27 de julio de 1976 en el partido de Ledesma, Jujuy. Después de pasar por distintas unidades penales y por el centro clandestino de detención Guerrero, fue liberado en abril de 1978.
“Las marcas son de todo tipo, físicas, psicológicas y sociales, porque todavía hoy la sociedad de Ledesma sigue siendo muy cerrada”, explica Ernesto, a quien todavía le tiembla la voz cuando comienza a relatar los hechos. En aquel entonces tenía 23 años y era empleado administrativo en el ingenio Ledesma. Estaba casado y tenía un bebé de siete meses.
Cuando el 20 de julio de 1976 se produjo el primer apagón, él se encontraba festejando el cumpleaños de su madre en la casa de ella. Al principio no los sorprendió, así que sacaron velas y continuaron con el agasajo, pero a los pocos minutos comenzaron a escuchar el movimiento de los autos que frenaban y arrancaban velozmente, y seguido a esto los gritos y los ruidos de las puertas pateadas. Entonces comenzó a invadirlos el miedo y Ernesto decidió que pasarían la noche allí.
Al día siguiente, cuando fue a su casa –vivían con su abuela- le dijeron que lo habían ido a buscar a la noche y que le habían dejado una nota diciéndole que se presentara a la seccional 24 de policía. Y Ernesto, que ni siquiera sospechaba que Argentina estaba en el mismo infierno, se presentó.
“Ahí me dijeron que quedaba detenido a disposición de las autoridades militares, y me enteré del raid de la noche anterior. Escuché que habían levantado por lo menos a 200 personas y que algunos ya habían sido trasladados a Jujuy”, recuerda.
A las 14 fue trasladado a la central de policía de Jujuy, a donde lo ingresaron por la puerta de atrás. Allí, el jefe de la central de operaciones de la policía, Ernesto Jaig, y el subcomisario, Damián Vilt lo recibieron a golpes, le ataron las manos, y lo tiraron sobre una cucheta donde pasó toda la tarde.
Antes de la noche lo trasladaron en un Ford Falcón del Ejército a su futuro destino: el centro clandestino de detención Guerrero. “Eso lo pudimos identificar recién en 1984, porque alcanzamos a ver que íbamos por la ruta 9”, explica.
El número 56
Al llegar a Guerrero, Ernesto se convirtió técnicamente en un desaparecido. Su familia desconocía su paradero, estaba incomunicado y al ingresar le quitaron el documento y asignaron un número.
“A partir de ahora sos el 56”, recuerda y agrega: “Te juro que todavía tiemblo cada vez que lo cuento. Yo llegué a escuchar hasta el número 108”.
Después de sacarle los pocos objetos personales que le quedaban lo tiraron sobre otras personas y recién entonces comenzó a reconocer gente y empezó a entender que estaba secuestrado, lejos de los derechos civiles y lejos de la libertad.
La historia allí adentro es conocida porque el accionar del aparato represivo, que incluía tortura física y psicológica, fue un común denominador de todos los centros clandestinos que se extendieron de norte a sur del país.
Vendados, tabicados, golpeados, hacinados, hambrientos, desposeídos de sus bienes y de sus identidades, muchos de los desaparecidos de los apagones estaban en Guerrero, resistiendo el dolor.
“El obispo José Miguel Medina estaba en las salas de tortura. Yo escuché que estaban llevando a declarar y pedí que me llevaran porque quería explicarles que yo ya no militaba en ningún lado. Se declaraba al lado del baño, en una habitación donde había un tipo que te hacía preguntas mientras los demás te torturaban”, explica detalladamente, sin poder y sin querer borrar los detalles de su mente.
“Yo creo que pensaron que estaba vinculado con la guerrilla tucumana porque yo había estudiado en Tucumán, pero yo no militaba. Y obviamente no me creían. Yo estaba vendado pero me ponían delante a compañeros que me acusaban de estar en el ERP que seguramente estaban presionados. Hasta que uno dijo que yo no andaba en nada”, cuenta.
Allí estuvo 13 días, hasta que al principio de agosto, los trasladaron de vuelta a la policía central. Y de ahí a la comisaría de Villa Gorriti en Jujuy donde quedaron a disposición del PEN.
Aparecidos, pero subversivos
Cuando llegaron a las celdas que tenían asignadas en la comisaría había un cartel arriba que decía “subversivos”. Dos semanas después volvieron a ver al obispo Medina, quien en su homilía no perdió el hábito de “apretarlos”.
“Muchachos, ustedes no hablaron y tienen que hablar, yo me ofrezco a pasar por cada celda a escucharlos. Lo que las fuerzas de seguridad están haciendo es por la patria”, les dijo, esta vez, amistosamente.
Como eran presos “legales” podían tener comunicación con la familia por carta.
El 7 de octubre los trasladaron nuevamente, esta vez a la Unidad 9 de La Plata. “Allí llegamos 78 hombres jujeños, entre ellos el médico Luis Aredes. A las mujeres que habían estado con nosotros en Guerrera las llevaron a Devoto. Allí nos trataron mejor porque estaba Amnesty y la Cruz Roja Internacional que iban de visita al penal”.
Y vueltos a desaparecer
En julio de 1977 el presidente de facto Jorge Rafael Videla inició una “gira” por el norte del país. Como una forma de asegurarse que no fuera a haber ningún atentado –sobre todo en la zona noroeste- las fuerzas armadas trasladaron como “rehenes” a dos o tres personas de las distintas provincias que conforman el Tercer Cuerpo del Ejército.
Entre ellos estaba Ernesto, quien fue sacado de la U9 de La Plata, y llevado hasta Córdoba, donde se encontró con compañeros de otras localidades.
“Lo hicieron sin decirle nada a nuestra familia, para quienes volvíamos a estar desaparecidos, fue terrible para ellos, y también para nosotros, porque en cada traslado pensábamos que nos iban a matar – recuerda – cuando llegamos a destino nos informaron que éramos rehenes y que si le pasaba algo a alguien del ejército nos fusilaban. Esos días estuvimos incomunicados”.
¿El fin de la odisea?
En octubre de 1977 lo llevaron a Sierra Chica, Partido de Olavarría, en Buenos Aires. Fue una nueva aparición. Allí los detenidos reanudaron el contacto con sus familias, les permitían salir al patio a tomar sol y hasta les dejaban leer el diario.
“Un día leo en el periódico que me iban a liberar. Empiezo a preguntar y me dicen que sólo falta la aprobación del ejército”, explica.
La libertad llegó el primer domingo de abril de 1978. “Salimos con dos compañeros, no teníamos ni plata, ni ropa. Era un domingo, me acuerdo perfecto porque era día de visita. Lo primero que hicimos fue ir a un bar y pedir una gaseosa, y la gente se agolpaba para pagarnos, fue muy emocionante”, recuerda.
De Olavarría, Ernesto fue primero a Buenos Aires, y después consiguió ir a Córdoba con un compañero. Allí durmió una noche, y consiguió pasaje para ir a Jujuy en tren.
“Cuando llegué a Jujuy mucha gente se había ido. Yo decidí quedarme porque allí estaba mi mujer con mi hijo”, explica justificando su permanencia. Y agrega: “Nos costó mucho insertarnos socialmente Cuando me veía venir la gente cruzaba de vereda y no faltó quien comentara por lo bajo ‘algo habrán hecho’”.
Al poco tiempo consiguió nuevamente empleo en el Ingenio Ledesma, pero ahora como obrero de limpieza. Luego pasó a ser ayudante químico. Hasta que en 1981 tuvo la posibilidad de hacer un curso de Educación Física y comenzó a dar clases a la vez que a estudiar para maestro de grado. Finalmente se recibió y dio clases en Libertador General San Martín.
“Acá una de las peores cosas que dejó la dictadura fue la cultura del miedo. Yo tuve un poco de miedo al principio, pero cuando las vi a las madres luchando enseguida me plegué a ellas”, explica.
Hoy, además de ser un reconocido docente del pueblo, es uno de los sobrevivientes que trabaja en la lucha por mantener viva la memoria y por buscar justicia
Olga Márquez de Arédez, un pilar de la lucha
Fue uno de los signos más emblemáticos de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia. Desde que organizó en 1983 la primera marcha para reclamar por la aparición de su esposo hasta que murió, en 2005, no dejó de dar testimonio.
Olga Márquez de Arédez fue uno de los signos más emblemáticos de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia de Ledesma. Desde que organizó en 1983 la primera marcha alrededor de la plaza para reclamar por la aparición de su esposo - secuestrado el 27 de julio de 1976 en una de las noches de Los Apagones- hasta que murió en 2005, no dejó de dar testimonio.
El matrimonio Arédez, Olga y Luis, llegaron a Libertador Gral. San Martín en 1958. Venían de su tierra natal, Tucumán, pero decidieron probar suerte en esa parte del noroeste argentino.
Al poco tiempo de llegar, Luis consiguió trabajo en el Ingenio Ledesma, empresa que controlaba y -aún controla- la economía de la zona. Él era médico y su primer enfrentamiento con los dueños de la firma fue por reclamar mejoras en las condiciones sanitarias de los trabajadores de la zafra. Pero esta no fue su única “conducta sospechosa” ante los ojos de sus patrones: también brindaba atención gratuita a las familias pobres.
Unos meses más tarde fue despedido por “proporcionarle demasiados medicamentos a los empleados”. La relación con el Ingenio Ledesma había terminado, o al menos eso era lo que Arédez creía.
Por su trabajo social, rápidamente fue querido y respetado en el pueblo, donde llegó a ser intendente hasta que, ni bien instalada la dictadura, fue secuestrado por unos meses y liberado. Pero poco tiempo después, el 27 de julio de 1976, fue llevado de su casa nuevamente, y esta vez en forma definitiva.
“Yo recuerdo que lo vi en octubre de 1977, cuando nos trasladaron de la cárcel de Villa Gorriti de Jujuy a la Unidad Penal 9 de La Plata”, señaló Ernesto Samán, un sobreviviente de “La noche del Apagón”.
Si bien algunos de sus compañeros han testimoniado que estuvo con vida hasta 1977, en un momento se perdió el rastro y hoy es un integrante de la lista de desaparecidos argentinos.
Fue entonces cuando Olga, quien había quedado sola con sus cuatro hijos, comenzó a luchar para averiguar dónde se encontraba su marido. Primero estuvo acompañada, pero con el tiempo, el miedo, la resignación o el cansancio se fueron apoderando de sus compañeras y se fue quedando sola.
“Recuerdo que la veía dando vueltas sola en la plaza cada jueves y me llamaba mucho la atención. Hasta que un día me acerqué y comenzamos a hablar y me contó su historia”, relató Julio Gutiérrez, miembro de CAPOMA (Centro de Acción Popular Olga Márquez Arédez por los Derechos Humanos).
Y así, pese a las advertencias que le hacían de que no se acercara a ella - aún cuando la dictadura había caído ya hacía al menos tres o cuatro años – Julio se hizo amigo de Olga y de sus hijos y, junto a otros jóvenes, empezaron a colaborar con las madres de Ledesma.
Pero además de la lucha por la aparición de su esposo, acompañó todos los reclamos de justicia que pudo e impulsó un juicio contra la empresa Ledesma para que cese la contaminación de bagazo –el desecho de la caña de azúcar- que los enfermó a ella y a tantos de sus vecinos.
Las jornadas anuales en memoria “La noche del Apagón” son también su legado, una actividad que hoy continúan quienes la conocieron, la admiraron y aprendieron de ella el valor de la militancia por los derechos humanos.
“Era una mujer con mucha fortaleza. Cuando nosotros nos emocionábamos ella nos decía: compañeros, ya hemos llorado bastante, ahora hay que seguir para adelante, hay que continuar con la lucha”, recuerda –emocionado- Samán.
Olga Márquez de Arédez murió en Tucumán, el 17 de marzo de 2005, como consecuencia de un tumor en sus pulmones, provocado por el bagazo.
Fuente: Télam
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