La semana pasada el gobierno lanzó Nodio, un observatorio a cargo de la Defensoría del Público que preside la periodista Miriam Lewin, cuya función sería la de recibir y canalizar los reclamos y consultas de las audiencias sobre fake news y contenidos «de odio» o desinformativos en medios digitales y redes sociales. El gobierno presenta este Observatorio como una «contraagenda de los medios tradicionales hiperconcentrados».
Las corporaciones llevaron el grito sagrado al cielo de la libertad de expresión, esa mistificación que agitan para defender sus negocios monopólicos y el derecho a la palabra unánime de la burguesía, incluida una presentación judicial de diputados del Pro que asumió el fiscal Stornelli, luego rechazada luego por una jueza.
Los dueños de los medios de comunicación y la derecha no defienden la libertad de prensa sino la libertad de empresa y su derecho a utilizarlos para hacer lobby por los intereses capitalistas más concentrados. Esos intereses son los mismos que defiende el gobierno, son los que representa el FMI al que Fernández promueve como su principal aliado. Por lo tanto, el condicionamiento a la libertad de expresión, que es por último el objetivo del observatorio, está al servicio de una política reaccionaria y opuesta a los intereses populares por eso pende como una espada de Damocles sobre las organizaciones de lucha de las masas.
Por eso, toda la misión de Nodio está montada sobre una fabulación no menor que la pretende erradicar: la del Estado como árbitro y observador neutral de la producción de noticias falsas. Otra mistificación. El Estado, ese comité que administra los asuntos comunes de toda la burguesía, es la máquina perfecta de comunicaciones distorsionadas, secretas, opacas, confusas, engañosas, sistemática y deliberadamente manipuladas. ¿Cómo podría, entonces, separar lo falso de lo verdadero el aparato que precisamente hace del ocultamiento de la información su «razón de ser»?
La comunicación tóxica (fakes y odios) no es una aberración, desvío o excepción en la circulación de la información pública, monopolizada por el Estado y las grandes corporaciones. Es la regla. Más que el modelo de la transparencia comunicacional y la pluralidad de voces, lo que domina en las sociedades capitalistas es el paradigma de la comunicación de los servicios: operaciones, carpetazos, infiltraciones, campañas de desinformación sistemáticas.
Por eso, la libertad de expresión no puede estar bajo custodia de quienes la niegan (valga como ilustración, el tratamiento deformado de los medios estatales y privados de la toma de tierras en Guernica, “observadas” desde la defensa sacrosanta del derecho a la propiedad). Tampoco puede estar en esas manos la denuncia y la lucha política contra los mensajes de odio o la deformación que imponen las fakes news. Logró más que todos los observatorios pasados y futuros aquella asamblea de trabajadorxs del diario La Nación que, en 2015, repudió el editorial dominical que pedía amnistía para los genocidas de la última dictadura cívicomilitar para acabar “con las mentiras de los 70”. Derrotaron concretamente, tras una lucha política, una miserable fake.
La sobreactuación opositora contrasta con la iniciativa del gobierno. Porque antes que una muestra de una ofensiva sobre los medios revela su fracaso final: el kirchnerismo pasó del llamado a «desmonopolizar», con la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009), a este bastante más módico de «observar» lo que producen las corporaciones o que circulan en las redes sociales. En el medio, un mercado infocomunicacional que, salvo por la aparición de algunos pocos medios comunitarios y la creación de monopolios criollos –alimentados por la pauta oficial y que terminaron mayoritariamente en la quiebra- no tenía nada progresivo que mostrar. El macrismo en el gobierno terminó de desguazar una ley ya sin efectos y acentuó la concentración y extranjerización de los medios.
La lucha verdadera por una comunicación liberada de los monopolios, que hoy la controlan y deforman, pasa en primer lugar por la organización y movilización independiente de las y los trabajadores, por su deliberación en los lugares de trabajo donde puedan descartar las informaciones falsas y verdaderas en relación con sus intereses y luchas, por asambleas donde puedan tomar y devolver la palabra, plantear sus demandas y su programa.
Camila J. Michel
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