martes, 25 de julio de 2017
Roberto Arlt: la literatura de la crueldad
Se cumplen 75 años de la muerte del escritor que describió, como nadie, la vida cotidiana en un régimen social y político derruido.
Si alguien dijera que Roberto Arlt está entre los principales escritores argentinos del siglo XX promovería, a no dudarlo, una polémica intensa. Después de todo, Arlt mismo se decía un escritor sin estilo, pobre en capital cultural tanto como en capital dinerario, sin formación literaria, desprolijo, abusador a veces de hipérboles (ese recurso literario consistente en aumentar o disminuir exageradamente lo que se dice) que le quita eficacia a la violencia que pretende producir. Hasta Gustavo Germán González, el mítico GGG, casi el fundador (junto con Arlt) del periodismo policial argentino y su jefe en el viejo Crítica, solía tomarle el pelo en aquella redacción histórica: “Roberto ¿trajiste el salero para poner las haches y las comas?”
Sin embargo, la polémica vale: ese nihilista de las letras, ese extremista de personajes tenebrosos, hundidos en la locura, en la violencia por la violencia misma, para quienes no hay salida en ninguna parte; ese escribidor de apariencia desordenada, sin estilo, quebrantador de cualquier regla académica, pertenece a la pequeñísima elite de los escritores más importantes de la historia de la literatura argentina (y fue, después de todo, un periodista estrella en su época y un escritor de enorme popularidad en los años 30). Y, si se quiere, más aún que el peruano José María Arguedas, llega demasiado temprano al “boom latinoamericano” y de algún modo funda el realismo mágico, cuando faltaba mucho para que se llamara así.
Hace un par de años, cuando se cumplieron 73 de la muerte de Arlt, Prensa Obrera publicó una nota de Vera Funes de una calidad conceptual que obliga a partir de ella. La autora recuerda que Arlt decía escribir “en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula”. Escribir es un acto violento, “una apropiación del poder”.
¿En qué sentido? En su primera novela, El juguete rabioso (1926), los miembros de El Club de los Caballeros de la Media Noche irrumpen durante la noche, por la fuerza, en una biblioteca pública. ¿Por qué la violencia, si el lugar es público? Porque la biblioteca es una mentira, una ficción, la simulación de un saber encriptado, alienado por los mercaderes; esto es, por el capitalismo, y apropiarse de ese saber encriptado es necesariamente un hecho violento. Esa biblioteca es un símbolo del lenguaje formal que esconde –y lo hace violentamente, como un cross a la mandíbula− la opresión, la miseria, la locura, la alienación; es preciso destruir ese lenguaje y reconstruirlo con un orden novedoso, opuesto a “la desproporción monstruosa” de esta sociedad, como dice el Astrólogo en Los siete locos.
La violencia urbana, extrema, total, de la literatura arltiana, encierra un mensaje al que ningún otro escritor llegó tan plenamente: la sociedad no es ni puede ser armónica; es, por el contrario, toda ella, un conflicto violento que sólo puede responderse con violencia. Es la de Arlt lo que Beatriz Sarlo llama “imaginación extremista” (Suplemento “Ñ” de Clarín; 2/4/2000). Después de todo ¿no es el mismísimo Arlt, al menos en parte, ese Silvio Astier de El juguete rabioso que quiere prenderle fuego a la librería en la que trabaja? ¿No es esa librería la del mísero viejo Palumbo, donde el joven Arlt, el Arlt de carne y hueso, trabajaba y dormía en un jergón del altillo mientras escribía ese mismo texto? Y es también un fracaso: Astier deja una brasa sobre unos papeles para provocar el incendio y se va, pero la brasa se extingue en un charco mugroso, grasiento, que se había usado para lavar los platos.
En Los lanzallamas, Erdosain mata a la Bizca sin otro motivo aparente que el de simplemente matar, pero ese crimen es parte de una batalla, perdida de antemano, contra todo y contra nada. Como dice Sarlo (ídem), el crimen no es una opción ideológica sino “una forma de imaginación”, un “movimiento extremista” en el que “no hay camino. Ningún personaje de Arlt –añade Sarlo− puede regresar a ninguna parte: el deambular, la huida, el suicidio son los únicos caminos posibles”. Erdosain dice: “Ojala revienten todos y me dejen tranquilo”. No es una figura: él quiere que el mundo reviente en el sentido más literal. En otras palabras: Arlt es una suerte de Discépolo sin llanto, no es el cobarde acurrucado que lagrimea por las maldades del mundo. Él se parece a sus personajes, a esos inventores locos que pretenden enriquecerse con la invención de objetos imposibles, y recuerda que en el capitalismo la riqueza sólo se consigue mediante el robo y el crimen, o por un golpe de fortuna.
Esos personajes se mueven en paisajes urbanos gobernados por la hostilidad, el rechazo, en ciudades (mejor dicho, en Buenos Aires) de las que sólo es posible irse porque en ellas no hay lugar para nadie. ¿A dónde? A ninguna parte. Son personajes llenos de cinismo, desesperación, cólera, hipocresía. El amor es una artimaña engañosa, entremezclada con la pasión sexual y la pasión sexual con la muerte. Todo es un sueño imposible.
Miembro del grupo Boedo, de escritores de izquierda, en él, sin embargo, ni los barrios populares son idealizados ni hay en ellos sentimentalismos ni nostalgias tangueras: son lugares sórdidos, malolientes, poblados por personajes llenos de miseria material y moral.
Arlt es, como pocos, el escritor de la decadencia. Toda su literatura es una denuncia implacable que arremete contra todos. Y lo logra de manera tan patética, tan cruel, tan completa, que lo hace grandioso. Nadie ha descripto como él la vida cotidiana en un régimen social y político derruido. Y tiene otro mérito: el de señalar, como ningún otro, que el pacifismo es la tontería idílica del pequeño burgués preocupado ante todo por su tranquila digestión. Nada es pacífico en el capitalismo, ni puede ni debe serlo.
Se dirá que Arlt es, sobre todo, un nihilista que no muestra salida ni la busca. Es cierto. Tampoco se lo propuso. Como decía Chéjov, el artista debe hacer preguntas, no responderlas. Y Arlt, a su modo, las hace de modo de cumplir hasta la crueldad con aquella sentencia tremenda de Antonin Artaud: “El deber del poeta es atacar la conciencia social. Si no ¿para qué sirve? Si no ¿para qué nació?”
Hoy hace 75 años que Arlt murió. Tenía 42.
Alejandro Guerrero
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