“Por unanimidad, el tribunal resuelve dictar veredicto absolutorio respecto de Gastón Alberto Carrizo, en orden al delito contra la vida del que fuera víctima Gustavo Manuel Mareco”. Con esa sola frase, los jueces del Tribunal Criminal nº 2 de San Martín dieron por terminado el juicio contra el teniente de la policía bonaerense que, el 16 de abril de 2008, mató, de un tiro en la frente a un adolescente desarmado de 16 años. En la calle, los militantes de CORREPI coreaban: “Yo sabía, yo sabía, jueces y fiscales, protegen a la policía”.
Con este veredicto el poder judicial da cuentas de su función esencial: garantizar la impunidad a los asesinos de pobres, legitimar sus asesinatos, mostrar ante toda la sociedad que la impunidad es ley, y que la ley mata. El nombre de Gustavo Mareco nos recuerda, sin embargo, que los asesinos de gorra, y los legitimadores de toga, deberán toparse con mucho más que querellantes en el marco de un juicio.
Los jueces no dieron las razones de su decisión. ¿Escribirán que disparar contra un pibe de 16 años, desarmado, es legítima defensa? ¿Escribirán que ser sospechoso del robo de un celular vale una vida, sobre todo si es la vida de un pibe pobre y morocho?
Los jueces cumplieron su deber. Garantizaron la impunidad del perro guardián de su clase. La vida de Gustavo Mareco, 16 años, hijo de una trabajadora y vecino de una villa, vale, para ellos, menos que un teléfono celular.
Frente a la represión, la conciencia popular de los que luchamos se verá siempre fortalecida con la comprobación de que no es un policía el que reprime al pueblo: es toda la institución. La lucha que sostenemos día a día no es sólo por “sentencias justas” sino, principalmente, por nuestra conciencia.
Los hechos:
En el debate se oyeron dos versiones del hecho. La de los vecinos y amigos de Gustavo y la del policía.
Los primeros, contaron que el chico andaba jugando con un celular que dijo que encontró, cuando empezó a recibir llamados de alguien que le ofrecía dinero si lo devolvía. Quien lo llamaba era el teniente Carrizo, cuñado del dueño del teléfono, a quien se lo habían robado un rato antes en la estación de Adolfo Sourdeaux. Tentado por la plata que le ofrecían, Gustavo aceptó encontrarse con su interlocutor en un descampado cerca de las vías del Belgrano, a unos cincuenta metros de su casa. No sabía que estaba, también, a menos de dos cuadras de la casa del policía.
Gustavo fue al lugar, caminando sobre el terraplén de la vía, con sus 16 años, la mano izquierda tullida por una vieja fractura mal consolidada, y el celular en la derecha, mostrándolo hacia adelante. A unos metros, lo seguía su amiga Gisella, de su misma edad. A unos diez metros, desde abajo del terraplén, miraba el hermano de Gisella, de 14 años. Desde su casilla de madera, construida prácticamente sobre la vía, escuchaba la conversación un matrimonio vecino. Oyeron las voces de Gustavo y su amiga, y la de un hombre que hablaba por el Nextel. Después, silencio. Y enseguida, tres tiros. Uno que pegó en la cabeza de Gustavo, que cayó muerto con el celular en su única mano hábil. Dos que hicieron correr a la nena por su vida, hasta que se refugió en la casa de una vecina. Enseguida, los vecinos que salieron a ver qué pasaba, los gritos desesperados de Viviana, la mamá de Gustavo, su prima y sus amigos.
El policía, en cambio, dijo que fue al lugar porque tenía miedo, porque a su cuñado le habían robado el DNI y los que lo llamaron por el celular le dijeron que iban a ir a la casa de la suegra si no les llevaba plata al puente de la vía. Dijo que, al llegar, había una persona sobre el puente, y varias más parapetadas, armadas, que lo apuntaron con revólveres. Dijo que se asustó, disparó un tiro y se fue corriendo. Dijo que no supo que había matado a alguien hasta que se entregó, varias horas después, en la DDI de San Isidro, su lugar de trabajo. No explicó cómo pudo hacer Gustavo para saber que él era el cuñado de la víctima del robo, cómo eligió su teléfono entre tantos que había en la memoria del aparato, quiénes eran los “agazapados” francotiradores ni por qué tardó más de tres horas en ir a una comisaría diferente de la de Los Polvorines.
Saquen sus conclusiones.
CORREPI
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