JUAN I. IRIGARAY
Ocurrió el miércoles 19 de mayo de 1976, cuando el baño de sangre perpetrado por la dictadura de las Juntas Militares ya estaba en ejecución. Los afamados escritores Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato concurrieron al mediodía a comer a la Casa Rosada, invitados por el dictador Jorge Rafael Videla.
A la mesa también se sentaron los escritores Leopoldo Castellani, a su vez sacerdote católico, y Horacio Esteban Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, más el general José Villarreal, secretario general de la Presidencia. Todos saborearon el menú del afrancesado palacio de Gobierno.
Los periodistas acreditados en la Casa Rosada aguardaban con curiosidad la salida de los hombres de letras y, después de más de dos horas de espera, finalmente consiguieron sus declaraciones.Las hemerotecas y el libro La Voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, atesoran aquellas palabras que 30 años después suenan increíbles.
«Le agradecí personalmente el golpe de Estado del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del Gobierno» empezó Borges, que en lo personal tenía motivos para alegrarse del derrocamiento del desgobierno de María Martínez viuda de Perón.
En los años 40, la por entonces primera dama Eva Perón, castigó a Jorge Luis Borges por su oposición al Gobierno populista de su marido. Lo despidió de su cargo en la Biblioteca Nacional.Y lo nombró inspector municipal de puestos de venta de gallinas y pollos en los mercados de alimentación.
Por eso fue que los dichos de Borges, un hombre de ideas políticas conservadoras, no sorprendieron tanto como los de Sabato, que en los años 50 había militado en el Partido Comunista argentino y luego, desengañado de la Unión Soviética, sostuvo que se adhería a ideas próximas al socialismo democrático.
«El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del Presidente», afirmó Ernesto Sabato, que explicó los detalles del contenido de su conversación con su anfitrión. Ambos hablaron «de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura».
No hubo una palabra de Borges y Sabato sobre la democracia ni menos aún de la guerra sucia que Videla y sus entorchados oficiales perpetraban contra buena parte de la sociedad civil. Ya el Congreso de la Nación había sido clausurado por el régimen militar, y los partidos políticos, declarados ilegales.
Paradójicamente, el único que se atrevió a hablarle de Derechos Humanos al dictador fue Castellani, un cura de derechas. Reclamó a Videla por la vida de Haroldo Conti, novelista y profesor de Letras, premio Casa de las Américas, de Cuba, que llevaba varias semanas secuestrado.
El general prometió que se ocuparía personalmente del caso y vaya si lo hizo: al día de hoy Conti sigue desaparecido.
Con el paso del tiempo, Sabato tendría la oportunidad de blanquear aquella mancha en su trayectoria cívica. En 1984, recién restaurada la democracia, el entonces presidente Raúl Alfonsín lo colocó al frente de la Comisión sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), que reunió los testimonios sobre el genocidio. Y en 1994 España lo galdardonó con el Premio Cervantes de Literatura.
La actitud del autor de El túnel -Borges ya falleció- hoy resulta imposible de comprender si no se advierte que en Argentina, al igual que en Chile y otros países latinoamericanos, existió una trama civil de adhesión a la dictadura y el consentimiento de muchos ciudadanos, que la aceptaron en silencio. Varios partidos políticos le prestaron hombres con experiencia. El partido Unión Cívica Radical (UCR), de los ex presidentes Alfonsin y Fernando de la Rúa, aceptó que su dirigente Héctor Hidalgo Sola fuera embajador de la dictadura en Venezuela y colocó a miles de sus hombres en alcaldías de todo el país.
Otros importantes políticos aceptaron ser embajadores de la dictadura: el socialista Américo Ghioldi, en Portugal; el democristiano Rafael Martínez Raymonda, en Italia; el desarrollista Oscar Camilion, en Brasil (luego fue canciller de Carlos Menem); y los conservadores Rubén Blanco, en Vaticano, y Tomás de Anchorena, en Francia.
Acaso lo más insólito fue que el Partido Comunista argentino (PCA) apoyó a los generales que deliraban estar ganando «la tercera guerra mundial contra el comunismo». Lo hizo como apéndice obediente de la Unión Soviética que se abastecía de cereales en Argentina y en consecuencia nunca votó en contra de la dictadura de Videla en la ONU.
Al día siguiente de la asonada castrense, el Partido Comunista saludó en una declaración pública «la movilización de tropas del 24 de Marzo, porque era necesario y urgente cambiar el rumbo» del país, y celebró que «algunos puntos de vista expresados en los documentos oficiales (de la dictadura) coinciden con nuestro programa político».
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