La pregunta acerca de por qué Axel Kicillof eligió a Sergio Berni como ministro de seguridad atormenta a los abonados al campo progresista. Responderla implica trascender la fascinación mediática, que él diligentemente alimenta, recorrer la suerte de algunos de sus antecesores en el cargo y dimensionar la magnitud de la tarea que enfrenta: tener bajo control a la Bonaerense.
comienzos de junio, Sergio Berni, el ministro de Seguridad bonaerense, escandalizó al espíritu público por aparecer en un operativo callejero con un “sofisticado subfusil táctico”, tal como fue descripto por los movileros. En realidad era una pistola convencional, pero disfrazada con un “kit Roni” de conversión; o sea, una carcasa que incluye culata y caño de arma larga y rieles para mira telescópica. Es notable que por ahora ningún psicoanalista televisivo haya comparado semejante adminículo con una prótesis peneana.
No menos perturbador resultó para la República la reciente irrupción de Berni en Puente de la Noria para regañar a efectivos de la Policía Federal cuyo retén de control embotellaba el tránsito hacia la Capital.
Es cierto que dicha fuerza no está bajo su mando. Pero ese detalle bastó para que, por dos días, los medios situaran el asunto al tope de la agenda.
Lástima que en aquel lapso no trascendiera con idéntico vigor el habeas corpus colectivo que presentó en Salta el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, por los graves hechos de violencia policial que se vienen denunciando allí desde el comienzo de la cuarentena.
¿Acaso Berni es actualmente la criatura más dilecta de la sociedad del espectáculo? En este punto convendría reparar en su figura y también en sus circunstancias.
El señor de las hazañas
Muchos abonados al campo progresista se preguntan por qué enigmática razón Axel Kicillof eligió a alguien como él para gestionar el espacio más vidrioso de todo gobierno en esa provincia; una fatalidad atenazada por dos estigmas: los altos índices de violencia urbana y la naturaleza –en apariencia– irremediable de su fuerza policial. Pero el interrogante remite a una vieja historia…
El 7 de diciembre de 2010, luego de que una jueza ordenara el desalojo de unas 350 familias que ocupaban pacíficamente un sector lindante al barrio Los Piletones, en el Parque Indoamericano, hubo un operativo conjunto de la Policía Federal y la Metropolitana que concluyó con dos muertos: Rosemary Churapuña, boliviana, de 28 años, y Bernardo Salguero, paraguayo, de 22. La faena también incluyó decenas de heridos. Después, la estentórea aparición de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO causó –no sin apoyo policial– otros 70 heridos.
Berni –hasta entonces un casi desconocido viceministro de Desarrollo Social– fue el interlocutor del Gobierno ante los pobladores, además de fijar un plan de pacificación a cargo de la Gendarmería. Su tarea, desarrollada durante tres días y sus noches en el Parque Indoamericano, contribuyó a desactivar lo que pudo haber sido un estallido social en plena ciudad de Buenos Aires. Pero en aquella trama había un mar de fondo.
¿Qué fue lo que desató entre los uniformados esa furia homicida? ¿Por qué razón –y en contra de los protocolos vigentes por entonces– una tropa de 200 federales y 60 efectivos de la mazorca del alcalde Mauricio Macri acudió al desalojo con postas de plomo en sus escopetas Itaka? ¿Qué motivo impulsó a las más altas autoridades de la Federal para que, por radio, impartieran desde la sala de situación del Departamento Central la orden de abrir el fuego? La hipótesis oficial apuntaba hacia un plan desestabilizador en marcha. De hecho, la respuesta del Poder Ejecutivo fue la urgentísima creación del Ministerio de Seguridad –con Nilda Garré a la cabeza–, seguida por un proceso de reformas profundas en las principales fuerzas federales de seguridad.
En marzo de 2012, Berni se sumó a la gestión de Garré como Secretario de Seguridad. Fue entonces un factor de equilibrio entre las autoridades civiles y el poder policial. Un poder que en la región asumía un rol amenazante para ciertos gobiernos; la asonada que sacudió la presidencia de Rafael Correa en Ecuador, la violenta huelga de la policía boliviana que arrinconó a Evo Morales y, finalmente, el derrocamiento en Paraguay de Fernando Lugo mediante un golpe policíaco-parlamentario, dieron cuenta de ello.
Berni no fue en esa época ajeno a la neutralización de tal tendencia. Y asombra que, según la catástrofe del día, lo hiciera disfrazado de bombero, de buzo táctico, de oficial del GEOF, de rescatista o de karateka. Su gran pasión por las puestas en escena, siempre aderezadas con modales cuarteleros, solían provocar simpatía y horror por igual.
Basta recordar, en abril de 2014, su llegada a Rosario, quizás inspirada en la caravana victoriosa del general Philippe Leclerc durante la liberación de París. Sólo que, en el caso de Berni, el desembarco de las fuerzas federales en esa ciudad nació con el ilusorio afán de simbolizar la soberanía estatal sobre un territorio gobernado hasta entonces por el crimen organizado. A tal efecto fueron movilizados 3.000 efectivos en 800 vehículos, además de un avión y 50 perros antidroga.
En el aspecto coreográfico, el asunto en sí tuvo cierta reminiscencia con lo adelantado por la Escuela de Guerra de Estados Unidos en cuanto a cómo serán los conflictos bélicos en el siglo XXI: “La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo”. Sin embargo su campaña en los arrabales de Rosario se tradujo en 89 allanamientos con un saldo de 26 arrestos y el secuestro de cuatro kilos de cocaína, además de cuatro revólveres, dos máscaras de gas y 70 mil pesos. Nada más. La vuelta a Buenos Aires fue igual de aparatosa.
Su gestión ministerial terminó hace ya cuatro años y medio.
Bandera falsa
La ex ministra macrista de Seguridad, Patricia Bullrich, afirmó que el episodio protagonizado por Berni en Puente de la Noria fue “una lucha de poder” entre él y su par nacional, Sabrina Frederic, “para ver quién manda”. Y añadió: “En el lugar de ella, yo hubiese aparecido a los dos segundos”.
Cabe resaltar que Bullrich compartía parcialmente el gusto de Berni por los disfraces, aunque esa predilección se limitaba a los uniformes policiales, especialmente los de fajina que usan los gendarmes. Entre ambos no hay otros denominadores en común.
El debut en la gestión de la ex ministra tuvo un resultado desalentador a sólo 96 horas de asumir: 43 gendarmes muertos al caer de un puente próximo a la ciudad salteña de Rosario de la Frontera el micro que los llevaba hacia Jujuy para disolver un acampe de la organización Túpac Amaru.
Ese mes de diciembre no le dio respiro; la razón de su siguiente desvelo fue la fuga de los hermanos Lanatta y Víctor Schillaci, un thriller con ribetes desopilantes. En su desarrollo, la ministra Bullrich daba por confirmada la gran logística que los asistía por ser, según ella, miembros de “un importante cártel mexicano”, cuando en verdad el desamparo de su escape había convertido a esos presos –condenados por el llamado “triple crimen de la efedrina”– en tres peligrosos linyeras.
Apenas un ejemplo de la extensa lista de yerros e inexactitudes en las que “Pato” solía incurrir, tanto en la evaluación estratégica de casos trabajados por el Ministerio como al informar las conclusiones a la ciudadanía y al propio Presidente. En su defensa, el diputado mendocino Luis Petri –nada menos que su espada y vocero en la Cámara Baja, además de presidir allí la Comisión de Seguridad– argumentó el 22 de octubre de 2017 en el programa radial de su provincia, Tormenta de ideas: “Ella es una tremenda trabajadora, pero la hacen equivocar, le pasan pistas falsas y la llevan a seguir líneas investigativas erróneas”. Y agregó a boca de jarro: “Su órbita ministerial está infiltrada por organizaciones criminales”.
Desde un aspecto general, Bullrich instauró el “Estado golpeador”, tal como podría llamarse a la política del macrismo en materia de seguridad a partir de sus grandes obsesiones al respecto: el control del espacio público, el disciplinamiento social y la criminalización de la protesta.
Su gestión le fue manchando las manos con sangre. Además de muertes emblemáticas, como las de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, bajo su gestión se triplicaron los homicidios policiales (por gatillo fácil y muertes en comisarías), alcanzándose un promedio de 370 casos por año. A eso debe añadirse el aliento oficial por tales prácticas, la llamada “Doctrina Chocobar”. Y otras trapisondas que ahora salen a la luz.
He aquí un episodio que sintetiza el clima de época: el 1º de agosto de 2018 el ala anarquista de Cambiemos había pasado nuevamente a la “acción directa”; esta vez en el teatro ND Ateneo, de la calle Paraguay al 900. Sucedió poco antes de las 20:30, durante el estreno del documental El camino de Santiago, de Tristán Bauer, que reconstruye el primer crimen político del macrismo.
Más que un acto terrorista, el asunto parecía una performance, tal como lo registró en vivo una cámara de C5N, justo cuando en sus estudios se recibía una amenaza de bomba. Semejante dramatismo de opereta se vio robustecido por sujetos encapuchados que pintaban en las paredes la “A” –de anarquismo– adentro de corazoncitos, en medio de una coreografía plagada de cascotazos y corridas. Un motociclista policial seguía de largo como si nada ocurriera. Y en el repliegue, uno de los asistentes, nada menos que Sergio Berni, fue mordido en una mano. Los atacantes estaban armados hasta los dientes.
Fue la oportunidad propicia para que el coronel-médico despuntara su hobby de justiciero. Aquello se tradujo en una desaforada carrera por la calle Rodríguez Peña hasta Paraguay, donde el provocador fue atrapado. Después, para evitar que lo lincharan, Berni lo dejo ir.
“¡Fue una operación de bandera falsa!”, exclamó. Después dijo que tal expresión reconoce su origen en una táctica de los piratas del siglo XVI que consistía en disfrazar sus barcos con banderas ajenas para así lograr que las víctimas no huyeran ni se prepararan para la batalla.
Diecisiete meses después juró como ministro bonaerense.
Patas Negras
Para analizar la trama que debe gestionar en la actualidad conviene retroceder a diciembre de 2015. Se sabe que la llegada de María Eugenia Vidal al primer despacho de La Plata fue para ella algo tan sorpresivo que no hubo tiempo para diseñar debidamente una política hacia La Bonaerense. La solución fue recurrir a la “herencia recibida”; es decir, las nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca dejada por la gestión anterior. Y fue allí donde emergió la señera figura del comisario Pablo Bressi, entronizado en reemplazo (por razones jubilatorias) del jefe saliente, Hugo Matzkin, de quien era su delfín. En aquel momento, ni Vidal ni Ritondo imaginaron que acababan de dar un salto al vacío.
Semejante continuismo ofuscó de manera llamativa a los “porongas” de otras líneas del comisariato que habían cifrado en el cambio de gobierno sus ilusiones por acariciar la cima de la repartición. A partir de aquel momento, la animosidad hacia el Poder Ejecutivo de los sectores policiales disconformes se hizo sentir con un minucioso “gradualismo”. Primero, con bromitas iniciáticas (como brindarle a Ritondo datos falsos para que los repitiera alegremente por TV), luego, con la táctica de “poner palanca en boludo”, como se le dice en la jerga canera al trabajo a reglamento. En paralelo, estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos: secuestros exprés, como el del fiscal general de Lomas de Zamora, Sebastián Scalera, y el del ex diputado duhaldista –y actual dirigente del PRO– Osvaldo Mercuri, junto con asaltos como el ocurrido en la casa del intendente de La Plata, Julio Garró, y la vandálica incursión al hogar del ministro de Gobierno, Federico Salvai. Pura demostración de fuerza. Y con satisfactorios resultados.
La llegada de Berni a La Plata fue menos traumática. Pero sabía que una fuerza que se autofinancia es una fuerza que se autogobierna. También sabía que La Bonaerense es un Estado dentro del Estado. Y que tener bajo control a esa bestia de 90 mil cabezas será una hazaña nunca vista o, en caso contrario, su peor pesadilla. Y que no debía abusar de su condición castrense debido a la inquina de los “Patas Negras” –como se les dice a los efectivos de esa fuerza– hacia todo lo que sea verde oliva. Tal animosidad se remonta a la época del general Ramón Camps, cuando las patotas del Ejército no les habilitaban a los muchachos de La Bonaerense los “botines de guerra”; es decir, los televisores robados en las viviendas de los desaparecidos.
Berni también está al tanto de la triste experiencia del teniente coronel Aldo Rico, quien fue ministro de Seguridad, nombrado el 11 de diciembre de 1999 por el gobernador Carlos Ruckauf, y cayó solo tres meses después por una broma iniciática. Sus enemigos habían captado que su punto más vulnerable era la comunicación. Es posible que la maniobra se haya urdido en alguna sobremesa policial. Se la puso en práctica la mañana del 15 de marzo.
Ese día su vocero, un tal Poggi, recibió un sobre con una fotografía del presidente Fernando de la Rúa y un custodio. Al dorso decía que el custodio no era otro que el Indio Castillo, un terrorista de ultraderecha. Sin perder un segundo, Rico convocó a una conferencia de prensa para revelar esta cuestión. Y la realizó. Había caído en la trampa. El supuesto Indio Castillo era en realidad un subcomisario de la Federal que se le parecía.
Rico renunció esa misma tarde.
Sergio Berni no tiene dudas de que en los pasillos de la Bonaerense deberá caminar con pies de plomo.
Ricardo Ragendorfer
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