martes, 22 de octubre de 2019

Chile: A un metro de la insurrección

Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar nada más que ruinas, porque la burguesía tratará de arruinar el mundo en la última fase de su historia. Pero -le repito- a nosotros no nos dan miedo las ruinas, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Ese mundo está creciendo en este instante (Buenaventura Durruti)

El capitalismo ha dejado caer su máscara democrática. El paraíso neoliberal chileno se desgarra y saca sus garras ante la revuelta popular, que viene desde los subterráneos del Metro de Santiago, salió a la superficie y se expandió arrasándolo todo. Son los estallidos de la insubordinación popular que ha venido gestándose desde hace años de forma subterránea, alimentada en el diario descontento, haciendo eco de la reciente revuelta ecuatoriana, y encontrando hace tan solo unos días atrás su propia chispa en el alza de los pasajes del Metro.
Fueron solo 30 pesos de aumento, pero es la violencia del sistema entero, con toda su injusticia y desigualdad, lo que está representado en el alza. “No es por 30 pesos, es por 30 años”, dicen las pancartas.
¿Y quiénes podían haber iniciado esta revuelta sino lxs estudiantes, que han sido precisamente los sujetos más criminalizados en estos últimos meses? En junio el Gobierno había mandado a militarizar los liceos, y los estudiantes salieron ahora a las estaciones del Metro y centraron sus acciones en la repentina alza de los pasajes. Mediante una efectiva acción directa y colectiva, saltando o pasando por debajo de los torniquetes del Metro, lxs estudiantes abrieron las puertas de la rebeldía e invitaron al resto de la gente a pasar sin pagar, a esos casi tres millones de esclavos convertidos en usuarios que viven buena parte de sus vidas hacinados en los túneles subterráneos de la ciudad, y endeudándose por eso. ¿Cómo no hacer caso al llamado a evadir?
“¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!” fue una de las consignas que acompañaron las evasiones masivas, descubriendo lo que en el fondo ya intuíamos: que en cada carga de la Bip le inyectábamos plata a gran parte del circuito capitalista cuyos edificios arden esta noche, como los bancos y AFP.
Esto sucede porque el sistema del Metro está intensamente interconectado, pero no sólo con la superficie vial y el sistema de transporte superficial, sino también con la red financiera que vehicula gran parte de los capitales públicos y privados hacia las fortunas de las pocas familias dueñas de Chile y de nuestras vidas; los dueños de las empresas para las cuales trabajamos, las cadenas que fabrican los productos que consumimos y los mismos supermercados que nos los venden, los medios de comunicación que ocupamos, los equipos de fútbol que seguimos, las universidades donde elegimos estudiar y las AFP que nos roban gran parte de nuestros sueldos. ¿Cómo no evadir, entonces, cómo no destruir los validadores, las estaciones? Esa es la pregunta que ya no nos dejará de asaltar jamás.
La acción colectiva ha demostrado su eficacia y su potencia. Consiguió rápidamente interrumpir el flujo continuo del transporte público hasta lograr su paralización total, sin banderas ni consignas partidistas. Frente a esto, la represión policial ha sido desde un comienzo desmedida: hemos visto repetidamente durante la semana a los pacos pegándole lumazos a lxs estudiantes, disparando balines a los cuerpos de lxs manifestantes, y tirando bombas lacrimógenas directamente a los rostros de nuestrxs compañerxs, sin importarles la presencia de niñxs o ancianxs.
La protesta no tardó en emerger a la superficie, a las calles, para interrumpir el orden de la ciudad y traer a la luz consigo todos los casos de abusos sistemáticos que antes nos parecían aislados -las miserables pensiones, los aumentos en las cuentas de luz e implementación de medidores inteligentes, el robo del agua, la discusión por la reducción de la jornada laboral y la flexibilización del trabajo, el progresivo aumento de los arriendos, etc.-.
Mientras tanto, la prensa oficial sólo muestra el caos y difunde una sensación de pánico generalizado. Se repiten imágenes de los supermercados, farmacias, buses y estaciones del Metro en llamas, sin mostrar los múltiples videos de los enormes abusos policiales cometidos. Pero el pueblo, cansado de la opresión, de la represión y la injusticia, está librando una lucha ya no contra el alza, sino contra todo lo que significa la precarización de las vidas, y está consiguiendo abrir una herida en el centro del sistema de la cual difícilmente éste podrá recuperarse. La normalidad se encuentra felizmente quebrada.
Felizmente, digo, porque lo que nos parecía más grave hasta ahora no era solo que este mundo se estuviera cayendo a pedazos, que las deudas nos acogotaran todos los meses para tratar de satisfacer nuestras necesidades básicas, o que hasta la comunidad científica estuviese de acuerdo en que el planeta será inhabitable en tres décadas, mientras el extractivismo no descansa un segundo. Lo que nos parecía en verdad más grave era que, ante toda la evidencia del desastre, pudiésemos seguir viviendo nuestras vidas como si nada ocurriese: yendo, como siempre, de nuestra casa al trabajo, al liceo, universidad o instituto, y de vuelta a la casa otra vez como si nada. Después de los últimos días ya no podremos decir lo mismo. Algo se ha removido en nosotrxs. Y todxs quienes albergamos un mundo nuevo en el corazón sentimos que algo ha comenzado a agitarse.
La ministra secretaria general de Gobierno llamó ayer a “normalizar la ciudad”, pero la ciudad se ha transformado hace rato en un campo de batalla, y ha sido bloqueada por el pueblo en sus principales canales de transporte y comunicación. Los flujos normales han sido completamente paralizados. El llamado del Gobierno es a recuperar lo antes posible la normalidad, limpiar las calles, asegurar las tiendas, rehabilitar los semáforos y reestablecer la normal circulación de trabajadores y mercancías. Pero si de algo podemos estar seguros es de que la normalidad ya no es posible.
Lo único que ahora existe, en cambio, es la violencia desmedida y desnuda que la normalidad camufla: la brutal represión policial y militar, las balas y bombas lanzadas sobre la gente, los cobardes asesinatos de nuestrxs compañerxs, así como la inmensa brecha entre ricos y pobres, la miseria silenciada, la evasión legal y sin sanción de los dueños de Chile, los derechos sociales privatizados desde la dictadura.
Desde el viernes la red del Metro se encuentra destruida. Ayer, Vecinxs de muchas comunas de la ciudad comenzaron a ocupar las plazas, saliendo a reunirse en medio del enorme despliegue policial, solo para manifestarse y compartir su descontento. Se levantaron barricadas en la mayoría de las comunas de Santiago, en la mayoría de las ciudades de Chile.
Ayer 19 de octubre se ha decretado Estado de Emergencia, un arma del gobierno empresarial para tratar de silenciar el permanente estado de emergencia en el que vivimos. Piñera llama al diálogo, mientras declara Estado de Emergencia y llama a los militares a las calles. ¿Qué tipo de diálogo es posible en esas circunstancias? Al menos ninguno que nos favorezca.
Salen los pacos y milicos, los verdaderos delincuentes que han robado miles de millones de pesos, a reestablecer el orden público. La razón dictatorial está desnuda en el centro de la querida democracia. Luego, en la tarde, el general Javier Iturriaga decreta toque de queda (que no había sido implementado desde 1987). En la noche, la locomoción sigue paralizada y la gente continúa en las calles. En un gesto de hospitalidad, lxs compañerxs por todas partes ofrecen sus casas para alojar a quienes lo necesiten.
Miles de personas en todo el país decidimos no retroceder, no volvernos a nuestras casas, y preferimos quedarnos en la calle bailando, caceroleando, gritando, haciendo bulla, resistiendo a las balas y gases lacrimógenos. Los milicos pasean armados por las calles, golpeándonos y disparándonos, paseando con sus tanques, helicópteros, fusiles y todo el aparataje que poseen para defender los privilegios de la oligarquía.
Se pensaba que la presencia de los militares en las calles el día de ayer iba a tener un efecto disuasivo en el pueblo. Creían que nos íbamos a retirar a nuestras casas en silencio, pero no: ver a los milicos en nuestros barrios ha reactivado el dolor de nuestra memoria histórica. Así que desafiamos el toque de queda, protestamos y nos rebelamos contra la militarización de los espacios públicos. Resistimos a la verdadera violencia ejercida en nuestros territorios.
El Gobierno, en tanto, responde igual que siempre, reprimiendo a la vez que evadiendo el problema, reduciendo las protestas a un asunto de seguridad pública, acusándonos a lxs manifestantes de ser “delincuentes”. Pero precisamente ese, que era uno de los significantes que había triunfado en Chile en las últimas décadas, ahora se encuentra vacío y ha caído en el descrédito. Y la gran cantidad de casos de corrupción de las altas esferas del poder -Soquimich, Penta, Pacogate, milicogate, etc.- ha acelerado esa caída. ¿Qué sentido tiene tratar de delincuente a alguien que rompe un sensor bip, mientras los grandes delincuentes siguen evadiendo millonarios impuestos, sobornando jueces y quedando libres de condena? ¿Qué sentido tiene criminalizar la evasión mientras el presidente es el campeón nacional de la evasión fiscal y del no pago de contribuciones?
Durante estos días de intensas movilizaciones, el poder no ha hecho más que intentar por todos los medios criminalizar el comportamiento de los manifestantes, pero la lógica de la revuelta es ciega para el poder; no tiene rostro, no tiene líder, ni bandera, ni partido. La insurrección popular esta vez no tiene planificación global, sino que responde a una multitud de acciones espontáneas, desplegándose y coordinándose en la acción. Y ahora tenemos a nuestro favor, además de diversas experiencias de organización en pequeños colectivos, una opinión pública cada vez más favorable a las demandas sociales.
Ahí es donde el relato del poder se queda corto. No es capaz de explicar ni entender lo que está sucediendo. Insiste en tratar las manifestaciones como hechos delictuales aislados, en criminalizar a las personas que protestan, evaden, cacerolean, levantan barricadas o destruyen sus preciados símbolos de estatus.
Aunque los títeres del gobierno y los medios intenten desplazar el debate, sabemos que el problema no tiene que ver con la violencia, o al menos no en los términos en que ellos lo quieren plantear.
Por supuesto que usamos y seguiremos usando la violencia, pero nuestra violencia es mayoritariamente contra la propiedad, contra los símbolos de la división y la injusticia social, y contra aquellos policías que nos reprimen. En cambio, la violencia política y económica, la violencia policial y militar es contra nuestrxs cuerpos y contra nuestras vidas. A la violencia contra la propiedad en Chile se le responde con balas asesinas.
Nuestra violencia, al contrario de la suya, no busca la muerte, pero busca sin embargo algo mucho peor para ellos: la total decapitación del poder. Lo que ellos llaman violencia es en realidad la acción directa que muestra la fragilidad de los propios símbolos de su poder. En nuestra ética, las vidas no tienen el mismo valor que las cosas. Las primeras hay que defenderlas, las segundas, en cambio, no nos importa destruirlas. No nos asustan las ruinas.
Por eso, los saqueos que han ocurrido y los que vendrán son insignificantes ante el saqueo sistemático y la devastación capitalista de la tierra, los cuerpos, los servicios básicos y las relaciones humanas. Y son insignificantes, sobre todo, ante el asesinato de nuestrxs compañerxs a manos de milicos armados en este monstruoso instante en el que escribo, con todo el peso de la noche encima.
Chile está en llamas. Arden estaciones del metro y peajes de las carreteras, arden buses del Transantiago, cajeros automáticos, bancos y supermercados. Se registran múltiples ataques a estaciones de policía y edificios del gobierno. Hay vidrios quebrados, humo y ceniza por todo el país.
¿Cómo es posible que unas simples manifestaciones estudiantiles en el metro hayan generado la interrupción total del transporte, primero, y luego la respuesta policial más brutal, dejando en un par de días al desnudo la dictadura encubierta en la que vivimos?
Esto sólo se entiende en el contexto de un país donde los derechos sociales han sido secuestrados por empresas privadas y entregados a un mercado que depende en última instancia de que todxs paguen su pasaje, su arriendo o hipoteca, sus deudas y matrículas. Las evasiones de los estudiantes fueron ejemplares en ese sentido, porque invitaban a todos los usuarios a no pagar. Y la fuerza de ese ejemplo es lo que más teme el poder.
Esta noche se derrumbó la legitimidad del capitalismo chileno. Y como dijo alguna vez Durruti, cuando los ricos ven que el poder se les escapa de las manos, recurren al fascismo para proteger sus privilegios. Ahora los milicos están en las calles repartiendo balas a destajo. ¿Cuántos muertos contaremos al amanecer?
Desde el 2011 hasta ahora, no estábamos durmiendo. Nos hemos reunido, hemos conversado, intercambiado experiencias de lucha y resistencia, hemos ido fortaleciéndonos en nuestras propias organizaciones, territoriales, feministas, ecológicas y antiextractivistas, de la economía popular y solidaria, de la disidencia sexual o desde la pedagogía crítica, hemos articulado distintas luchas, y hemos mejorado exponencialmente nuestra capacidad de acción. Nuestro instinto de desobediencia ha crecido igualmente. Hemos aprendido a ocupar mejor las redes sociales para agilizar nuestra comunicación, y a desconfiar de ellas como dispositivos policiales. Somos mucho más rápidxs y estamos mejor organizadxs, somos más solidarixs y más desobedientes que antes.
Nos convoca y nos une ahora la lucha por el bien común y la vida en sus múltiples manifestaciones, así como la resistencia ante la dictadura implacable del capital. Sabemos que las soluciones a nuestros problemas no vendrán de parte del Estado ni de la elite empresarial. El mundo nuevo lo construiremos nosotrxs, y lo celebraremos bailando, pensando y combatiendo colectivamente.

Gabriel Morales
Carcaj

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