miércoles, 30 de octubre de 2019

Granada o cómo hacer una revolución con nuez moscada



El 25 de octubre de 1983, un ejército invasor liderado por EE.UU. desembarcó en la pequeña isla caribeña con el objetivo de terminar con un incipiente proceso revolucionario que había comenzado cuatro años antes.

La fruta, el sacerdote y la joya

Granada es un país caribeño e insular, pequeño o diminuto dependiendo desde la óptica desde la que se lo mire. Con sus parcos 344 km cuadrados de extensión territorial, sólo la vecina San Cristóbal y Nieves le aventaja en pequeñez en toda nuestra extensión continental. Colonizada por Francia hasta el año 1762, y luego por Gran Bretaña, la isla alcanzó una discreta independencia formal en el año 1974, que sólo cambió el estatus legal de la sujeción granadina al capital británico, norteamericano y canadiense.
Su historia, como la del Caribe, es la historia del genocidio indígena de los pueblos Caribes y Arawaks, que implicó aquí una resistencia aún más tenaz que en otras islas. Es importante señalar la inscripción de Granada en la unidad histórica del Caribe. La dispersión insular, la diversidad cultural, las singularidades lingüísticas y las múltiples trayectorias coloniales bajo el impacto de naciones tan diversas como España, Francia, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, EE.UU. y hasta Suecia y Escocia, no niegan su carácter unitario.
La historia de Granada es también la historia de la diáspora negra de las poblaciones africanas, la esclavitud como régimen de explotación y la plantación como forma de producción e inserción subordinada en un mercado capitalista mundial por entonces en plena gestación. Como el nordeste del Brasil, como Haití, como República Dominicana, como Barbados, como Cuba, y como tantos otros territorios, también Granada resultó maldita desde el día en que de sus suelos brotó vigorosa la primera caña de azúcar, introducida ya en la Isla La Española desde comienzos del siglo XVI.
Granada es, entre otras cosas y por todas estas vicisitudes mencionadas, un país angloparlante y negro, con un 95% de población afrodescendiente. Pero también es aún una nación agroexportadora, con un cierto desarrollo turístico y con una industria raquítica.
Fue en esta isla insumisa que Maurice Bishop libró sus batallas. Se trató de un político y abogado que condujo la llamada Revolución del Pueblo entre los años 1979 y 1983. Hijo de granadinos pero nacido en la vecina isla de Aruba, se formó intelectualmente en un colegio católico reservado para sectores medios y altos, lo que le permitió cursar sus estudios superiores en Gran Bretaña, como lo hacían gran parte de los privilegiados criollos. Pese a esto Bishop fue, como la inmensa mayoría de la población de la isla, descendiente de esclavos.
Su inspiración política provino del marxismo, tamizado por la cercana experiencia cubana, del llamado Black Power desarrollado en los EE.UU. por las comunidades negras, y de diversos movimientos de liberación nacional africanos como los de Mozambique, Angola y Guinea-Bisáu. Al decir de Peter David: “A su regreso de Inglaterra él se había convertido en dirigente del movimiento Black Power, después se involucró en discusiones más clasistas y profundizó sus estudios sobre marxismo, con una fuerte influencia antiimperialista y anticolonialista. Se trató de un período dinámico, no solo en Granada, sino a nivel internacional; donde estudiantes y trabajadores de todos los continentes protagonizaron luchas anticolonialistas y antiimperialistas, coyuntura en la que Maurice se iba transformando en el líder natural del pueblo granadino”.
Fue Bishop junto a otros dirigentes quién lideró el proceso de oposición a la dictadura militar de Eric Gairy. Y lo hizo a través de un instrumento político llamado Movimiento de la Nueva Joya (NJM, por su sigla en inglés) que surgió en 1973 de la fusión de dos organizaciones preexistentes. La primera, encabezada por el mismo Bishop, fue el Movimiento de Asambleas del Pueblo (MAP). La segunda, de Unison Whiteman, era el Esfuerzo Conjunto por el Bienestar, la Educación y la Liberación (JEWEL, voz inglesa que significa “joya”). El NJM tuvo una participación política destacada en la oposición a la dictadura de Gairy y a su fuerza de choque, los mangoose gang, alcanzando una importante influencia sindical y una más modesta presencia parlamentaria.

Sin sangre ajena: el triunfo revolucionario

La Revolución Granadina fue un acontecimiento singularmente límpido, bien orquestado, sin sangre. Iniciado como un putch protagonizado por apenas una media centena de militantes, el movimiento logró copar el cuartel del ejército y la única emisora radial de la isla. Desde allí, una apelación precisa a las masas granadinas, el enorme prestigio del que gozaba Bishop y el total descrédito de la dictadura de Gairy, lograron congregar decenas de miles de personas que ocuparon el resto de los emplazamientos estratégicos para alcanzar el triunfo de la revolución. Ésta logró anticiparse cuatro meses a la revolución protagonizada por el sandinismo en Nicaragua, en un contexto convulso en el que Centroamérica y el Caribe se radicalizaban con la coexistencia de tres revoluciones socialistas y con el auge de las guerrillas de El Salvador y Guatemala, el gobierno de Torrijos en Panamá, el avance electoral de fuerzas de izquierda en Jamaica y República Dominicana, etc. La base social del movimiento estuvo conformada por sectores obreros y campesinos y por una pequeña burguesía de maestros, empleados bancarios y trabajadores de la salud.
Y sin embargo, la consumación pacífica del golpe no implicó que los granadinos hayan renegado de la violencia demandada por la excepcionalidad de la revolución como proceso histórico. Así, al referirse Bishop de forma análoga a la revolución norteamericana, señaló que aún “cuando los falsificadores de la historia pretenden que la revolución norteamericana no fue más que una tertulia en Boston, fue una muy sangrienta tertulia”. Y pese a que Granada optó por evitar tribunales especiales o ejecuciones, no demoró en crear milicias capaces de defender militarmente al proceso, teniendo bien en claro el balance respecto de la experiencia chilena de la Unidad Popular. En palabras de Bishop, “la primera ley de la revolución es que la revolución debe sobrevivir”.
La Revolución del Pueblo se definió, en sus tareas inmediatas, como democrática, anti-oligárquica y anti-imperialista, pero pronto (y sobre todo a partir de 1981) comenzó a desarrollar una política nacionalista y socializante, orientada a la planificación económica, la propiedad estatal industrial y la nacionalización del comercio exterior. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió con la dialéctica del proceso revolucionario cubano, Granada optó por no realizar expropiaciones masivas, y se afianzó de facto un régimen de economía mixta público-privada.
Como toda revolución, la granadina expresó la síntesis creativa de diversas tradiciones emancipatorias relegadas en sus elementos afines y contradictorios: el marxismo, el black power, el panafricanismo, el tercermundismo, el anti-imperialismo, e incluso un incipiente y nunca antes conocido nacionalismo específicamente granadino. Al decir de uno de sus dirigentes: “La Revolución en la que caminamos con Maurice enseñó al mundo sobre su firmeza y nuestros principios. Nos dejó el orgullo de ser granadinos y agitar nuestra bandera con amor en cualquier parte del mundo. (…) Cuando Maurice habló por primera vez nos dijo sobre el lugar de las y los granadinos en el mundo, sobre el hecho de que éramos una pequeña isla con unas grandes ideas y una gran revolución, que el tamaño del país no determina su lugar en la historia mundial”. Y más aún: “Las personas solían hacer trabajo voluntario los fines de semana (…); sólo esperaban hacer algo en su comunidad. Durante la Revolución todos éramos granadinos trabajando para Granada”.
A semejanza del Brasil, Granada no contó con un portentoso movimiento de liberación que lo emancipara de su metrópolis: la independencia fue más bien un proceso burocrático, organizado por arriba, ejecutado durante la presidencia de Gairy mediante un referendo, y que contó con la tutela y la aprobación del Reino Unido. Es en ese sentido que el NJM vino también a forjar una identidad y un orgullo nacional de cierta forma inéditos para la isla. Como dijo Bishop: “Nuestro pueblo ha tenido siempre una mentalidad de visa. Lo importante era poder subirse a ese próximo bote o avión que salía al exterior”. Es a lo mismo que se referían los autores de Elogio de la creolidad cuando afirmaban que los caribeños “fuimos deportados de nosotros mismos”.
La colonización cultural, que pretendía hacer de los granadinos unos “inglesitos negros” llegaba a tales de niveles de exasperación, que los niños del colegio debían ir cada año al parque central de la capital St. George´s a festejar el cumpleaños de la reina de Inglaterra, permaneciendo todo el día de pie bajo el sol abrasador de esta zona tórrida.

¿Cómo hacer una revolución con nuez moscada?

La historia de una revolución es siempre la historia de sus dificultades. Algunas son inherentes a la continuidad de estructuras socio-económicas capitalistas y coloniales que, pese al despliegue de una voluntad política organizada, no pueden ser barridas de la noche a la mañana. Otras tienen que ver con la presión externa de las potencias imperiales, que por todos los medios intentan sofocar el efecto contagio y disciplinar los malos ejemplos. Para dar cuenta de las dificultades colosales que ha de atravesar un proceso radical en una formación nacional de esas características, y para justipreciar las realizaciones de la Revolución del Pueblo, conviene subrayar que Granada dependía en primer lugar de la exportación de un irrisorio condimento: la nuez moscada. Pero también de otros productos agrícolas como el cacao y el banano, y de la animación comercial que producía un turismo escaso. La baja población nacional (apenas unos 110 mil habitantes para la fecha), y la constitución histórica y colonial de la isla, la relegó a contar con una industria raquítica y artesanal que generó una clase obrera pequeña y no demasiado estructurada. Si a esto sumamos la tendencia decreciente de los precios de los productos agrícolas, y el encarecimiento relativo de los insumos importados, podemos entender por qué Bishop afirmó en 1980 que “la revolución [no] es como el café instantáneo [que] nada más lo pones en la taza y listo”.
Es por eso que quizás, desde estas distancias, nos puedan parecer algo modestos los logros de la Revolución Granadina, pero no debemos olvidar que el mérito siempre corre parejo a las circunstancias. Entre ellos podemos citar la prácticamente total sindicalización de la clase trabajadora; la construcción de una democracia protagónica asentada en consejos en los barrios, parroquias y lugares de trabajo; y la creación y fomento a las organizaciones de masas de mujeres, jóvenes, campesinos y obreros.
Por otro lado podemos mencionar un crecimiento económico nada despreciable en un contexto recesivo global; la reducción del desempleo del 50% al 12%; el aumento del salario directo y del salario social indirecto; la práctica alfabetización de toda la población en apenas un año; una reforma agraria que afectó a grandes unidades de tierra que fueron puestas a producir bajo la figura de cooperativas estatales; la gratuidad de la atención médica; el primer seguro social nacional de la historia granadina; y una legislación progresiva hacia los derechos hacia la mujer, que estableció igual salario por igual trabajo, licencias por maternidad y que comenzó a castigar diversas formas de violencia sexual. Al respecto, decía Catherine Mapp, por entonces una joven de 22 años de la aldea de L’Esterre: “Por encima de todo, la Revolución es una revolución para las mujeres. Las mujeres definitivamente deberían verlo como un cambio en su dirección, algo que podría beneficiarlas directamente. Educación secundaria gratuita, distribución gratuita de leche, electricidad en nuestro pueblo y la Ley de maternidad”. El apoyo popular unánime al liderazgo carismático de Bishop, y la repulsa del golpe interno que lo desplazó del poder y acabó con su vida, serían una muestra clara de la valoración del proceso por parte de los y las trabajadoras granadinas.

Creer en los países pequeños: geopolítica de la revolución

Fidel Castro definió a la granadina como “una revolución grande en un país pequeño”. Y el intelectual martiniqués Édouard Glissant escribió alguna vez que creía en los países pequeños, en sus posibilidades de hacerse un sitio en este mundo de gigantismos, de grandes magnitudes en pugna. Es desde esta filosofía que la revolución granadina se arrogó el derecho de establecer una política internacional soberana. Bishop afirmó alguna vez en la capital St. George´s que la granadina era una “revolución internacionalista”, que “como revolución se acepta o no se acepta” y que no diferenciaba “entre grandes y pequeños en cuanto al derecho de los pueblos a determinar su propio camino”. En relación a las aspiraciones norteamericanas, fue aún más enfático: “Granada ya no está en el traspatio de nadie”.
La peculiar geopolítica de la revolución imprimió a la Granada de la Revolución del Pueblo diversas orientaciones en su política exterior. Pese a un comienzo cauto y sin ningún viso de antinorteamericanismo, naturalmente la revolución, socialista en su concepción, comenzó a aproximarse a la URSS y a los países del bloque soviético, en el marco de la polarizada organización global propia de la Guerra Fría. Sin embargo, el entusiasmo entre Granada y la URSS no fue exactamente recíproco. Mientras que para Cuba la proyección caribeña y continental de la revolución resultaba una necesidad vital, en el marco del distendimiento del período Bréznhev, inmiscuirse con los granadinos representaba una ofensa directa a los EE.UU. que en el debe y el haber otorgaba escasos rindes estratégicos para los soviéticos.
Si la URSS de Bréznhev y la Granada de Bishop resultaban primas lejanas de generaciones disímiles, mucho más profundos lazos históricos, culturales y geográficos ligaban a las revoluciones de Cuba y de Granada, expresados de forma inmejorable en la entrañable amistad que unió a Fidel Castro y Bishop hasta el trágico asesinato de este último. Y eso es porque la granadina fue también una revolución caribeña, dado que confrontó con su geopolítica regional la balcanización a la que el Caribe fue sometido por la miríada de potencias coloniales que han disputado esa frontera imperial desde 1492.
También fueron cercanas y significativas las relaciones con Nicaragua tras la toma del poder por parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Es interesante que Granada no fue sólo un receptor de solidaridad internacional de parte de las revoluciones cubana y sandinista, de la URSS y el bloque soviético, o de los países tercermundistas “no alineados”. Acompañó a su vez el proceso nicaragüense, enviando educadores a la Cruzada Nacional de Alfabetización, en particular a la zona de antigua colonización británica. Cabe destacar que la tensión entre el énfasis pro-cubano y el énfasis pro-soviético de la política exterior fue uno de los principales motivos de las divisiones intestinas del movimiento revolucionario entre el ala representada por Bishop y aquella representada por Bernard Coard, de quién hablaremos a su tiempo. También se desarrollaron amistosas relaciones con la República Cooperativa de Guyana.
La contracara de estas relaciones exteriores y de la cooperación entre naciones revolucionarias, fue el previsible aislamiento de Granada por parte de las naciones caribeñas que seguían completamente subordinadas a la política de Washington en lo que siempre estos consideraron su “lago interior”, en particular las islas anglófonas organizadas desde 1981 en la Organización de Estados del Caribe Oriental (OECS).
Respecto a los vínculos históricos de Granada, Peter David afirmó: “La Revolución propició cambios interesantes en nuestra política exterior. La primera fue ampliar nuestras relaciones, que antes de 1979 eran limitadas por las demandas de varios países, principalmente de Gran Bretaña, Canadá y los EE.UU.”. Naturalmente que estos antiguos vínculos de subordinación no fueron modificados de la noche a la mañana, pero al menos si recalibrados bajo nuevas correlaciones de fuerzas en un contexto mucho más favorable para las demandas soberanistas de la isla.
Por otro lado, cabe mencionar que la de Granada fue también una revolución negra, la segunda victoriosa del continente tras el triunfo de Haití en 1804, y como tal hizo parte de un giro panafricanista coincidente con los procesos de liberación nacional y social del continente africano. Fue por eso que, en un acontecimiento histórico, a mediados de 1980 los presidentes Samora Machel, de Mozambique, y Kenneth Kaunda, de Zambia, visitaron la isla. Como tal, Granada también se volvió miembro pleno del Movimiento de de Países No Alineados.
Echando una mirada retrospectiva, es de interés señalar que más allá del gigantismo de las grandes revoluciones del oriente como la china y la rusa, en América Latina y el Caribe el protagonismo ha sido de los países pequeños, desde Haití a Granada, desde Cuba a Nicaragua. Mientras que los eslabones más débiles fueron allí los países colosales aquejados de enormes distancias, aquí han sido sobre todo las pequeñas naciones caribeñas y centroamericanas los principales focos de radicalidad y productividad política.
La pregunta inevitable pareciera ser: ¿es acaso viable una revolución en un país de poco más de 300 kilómetros cuadrados? Para responderlo es interesante recordar el tamaño de la Inglaterra que señoreó por el mundo durante dos siglos, apenas cuatro veces más extensa. Lo que amenaza la viabilidad de una nación pequeña es en todo caso el capitalismo y el imperialismo, que requieren de la adición constante de magnitudes equivalentes que desalienten las irrefrenables tendencias expansivas del capital. Es esa tendencia la que produjo la Guerra Fría y la que hoy configura un nuevo escenario multipolar. Pero el hecho de que haya más polos no significa que desaparezcan las periferias, sino que éstas se regionalizan: la periferia norteamericana, la periferia china, la periferia europea, etc. Pareciera que, volviendo a Juan Bosch, nuevas y múltiples fronteras imperiales emergen en el mundo, en función de las imperiosas necesidades de las leyes del valor. Quizás la síntesis de una visión simultáneamente nacional, tercermundista y global sea el principal legado granadino, tal como lo expresara Bishop en su discurso del 13 de abril de 1979: “Somos un pequeño país, somos un país pobre, con una población descendiente de los esclavos africanos, somos parte del Tercer Mundo explotado, y definitivamente tenemos el desafío de buscar la creación de un nuevo orden económico internacional que dé lugar a una economía al servicio del pueblo y a la justicia social y por todos los oprimidos y explotados del mundo. No creemos en una economía al servicio de una minoría de la humanidad, sino al servicio de los que fueron explotados y de los que son explotados actualmente”.

Con sangre propia: la traición de la fracción estalinista

Quizás la más grande de las paradojas granadinas, este dada por el hecho de que la revolución que no derramó sangre ajena, derramó su propia sangre de forma trágica y abundante. Al decir de Fidel Castro, “de las propias filas revolucionarias surgieron hienas”. Contradictoriamente, las “hienas” que abortaron este destacado proyecto revolucionario lo hicieron bajo el argumento de forzar la marcha hacia el socialismo, descuidando las más elementales lecturas sobre las condiciones materiales de la isla y sobre la precaria ubicación de Granada en la geopolítica caribeña y global.
En torno a la figura de Bishop fue conformándose un cerco tendido por la segunda figura del proceso, Bernard Coard, y por el general Hudson Austin. Bajo las acusaciones del abandono del “marxismo-leninismo” (en su formulación pro-soviética y según los manuales del DIMAT, es claro), y con una crítica insistente en torno al presunto culto a la personalidad de Bishop, esta fracción, mientras demandaba un liderazgo compartido, fue conspirando hasta alcanzar una mayoría dentro de la propia dirección del proceso. El 13 de octubre Bishop fue destituido y encarcelado. Las bases del Movimiento de la Nueva Joya y las mayorías encuadradas en las nuevas estructuras que organizaban a los trabajadores, el campesinado, las mujeres y la juventud, comenzaron a agitarse declamando “queremos a Bishop, no a Coard” y bajo la consigna no Bishop, no revo, es decir, sin Bishop no hay revolución.
Si hemos de cuantificar el respaldo unánime del líder granadino, basta decir que el 19 de octubre unas 25 o 30 mil personas se movilizaron exigiendo su liberación: ni más ni menos que la cuarta parte de la población de la isla. Bishop se preparaba a dar un discurso desde el emblemático Fort Rupert, e incluso había hecho los arreglos necesarios con Radio Granada Libre para su transmisión. Ante el aislamiento que se precipitaba sobre la fracción de Coard, en un rápido y confuso episodio Bishop y otros miembros de la primera plana del gobierno fueron fusilados: en particular cuadros de la relevancia de Jacqueline Creft, Ministra de Educación y Ministra de la Mujer, el ya mencionado Unison Whiteman, quien se desempeñaba como canciller, y el dirigente sindical Vincent Noel. El balance del luctuoso final estaría a cargo de Fidel Castro. Será lapidario: “Según nuestro criterio, objetivamente el grupo de Coard hundió la revolución y abrió las puertas a la agresión imperialista. Sean cuales fueses sus intenciones, el atroz asesinato de Bishop y sus compañeros más fieles y allegados constituye un hecho que jamás podrá justificarse ni en esa ni en otra revolución”. El saldo previsible fue la desmoralización del pueblo, la desmovilización de los sujetos organizados, la confusión estratégica y el desarme de las milicias, importante reaseguro defensivo de la Revolución.

La invasión norteamericana: un golpe bajo, cruel y desproporcionado

Permítasenos volver una vez más al discurso de Fidel Castro, quién el 14 de noviembre de 1983 afirmó que: “El gobierno imperialista de Estados Unidos quiso matar el símbolo que significaba la revolución granadina, pero el símbolo ya estaba muerto. Lo habían destruido los propios revolucionarios granadinos con su división y sus errores colosales”. Se trata del juicio fulminante de quién fuera quizás la única autoridad moral para evaluar algo tan espinoso y contradictorio como una revolución derrotada. “Estados Unidos, queriendo destruir un símbolo, mató un cadáver, y a la vez resucitó el símbolo”, añadiría. Granada tuvo el triste privilegio de constituir el primer caso de aplicación, mediante el uso directo fuerzas norteamericanas, de la doctrina militar post-guerra de Vietnam, la misma que se tercerizó en Nicaragua mediante la utilización de los “contras”.
Para intentar comprender las razones de la invasión debemos atender tanto a las motivaciones reales como desmontar los ardides propagandísticos. Respecto a las primeras, es evidente que las administraciones norteamericanas veían con preocupación el desplazamiento del eje de radicalización política desde el Cono Sur hasta la región de Centroamérica y el Caribe, y querían contener a toda costa la expansión de revoluciones socialistas sui generis que ya tenían asiento en Cuba, Nicaragua y Granada, con la posibilidad cierta de replicarse en otros países como El Salvador y Guatemala.
La otra motivación era el peligro que representaba para el imperio el ejemplo de una revolución negra para las propias poblaciones afrodescendientes de los Estados Unidos. Durante una gira del líder granadino por el país, este llegó a congregar a 2500 personas en Nueva York, entre ellas a algunas influyentes personalidades negras y latinas del campo político, sindical, religioso e intelectual. Al decir de Bishop: “puede ser que descubramos en Estados Unidos más granadinos que toda la población de Granada”. Solo así puede entenderse que un informe confidencial del Departamento de Estado señalara a la revolución granadina como aún más amenazante que la cubana o la sandinista, dado que su líderes hablaban inglés y podían comunicarse directamente con el pueblo de los Estados Unidos, y a que eran negros y podían identificarse y ser identificados por la comunidad afrodescendiente.
Por último, aún bajo la sombra de la resonante derrota de Vietnam y al calor de las futuras elecciones presidenciales del año 1984, la aventura belicista fue utilizada, como sucede hoy en día, para cohesionar a la sociedad norteamericana bajo liderazgos reaccionarios. Como comentó un asesor presidencial al New York Times el 9 de octubre del año de la invasión: “Necesitamos una victoria importante en alguna parte para demostrar que podemos manejar la política exterior. No se trata de algún asunto en particular, como de generar confianza en la competencia del Presidente en materia externa”. De hecho, el sometimiento de Granada sirvió para tabicar el interés público por los problemas endógenos, disparando la imagen de Reagan, quién ganaría holgadamente las elecciones del año 1984.
Consideradas las motivaciones reales, repasemos los ejes en que se asentó la propaganda para preparar y justificar la invasión a nivel doméstico e internacional. En primer lugar la presunta utilización militar que tendría el aeropuerto civil que Granada estaba construyendo con el apoyo de ingenieros cubanos y con fuentes de financiamiento que provenían hasta de Europa. Nada más lejano de la realidad: los fines reales eran la construcción de un aeropuerto de envergadura internacional con el que la isla no contaba, para poder recibir aviones de gran porte y desarrollar la estratégicamente planificada industria turística. Como las “armas de destrucción masiva” de la administración de George W. Bush en nuestro siglo, el “aeropuerto de la URSS” no sería más que una torpe cobertura ideológica que finalmente caería bajo su propio peso.
Fue habitual el argumento, no por irrisorio menos utilizado, de que la diminuta Granada representaba una “amenaza para la seguridad nacional”, idéntico al esgrimido para sostener hasta hoy el bloqueo contra Cuba, y para justificar la ocupación de las Naciones Unidas de Haití en el año 2004. Esto, recordemos, en el marco ideológico de la polarización de la Guerra Fría y la “lucha contra el comunismo” y del acercamiento de Granada a Cuba y la Unión Soviética. También fue moneda corriente hablar de las presuntas amenazas y riesgos para los alrededor de 600 ciudadanos norteamericanos que residían plácidamente en Granada, en su mayor parte cursando estudios de medicina. Vale decir que su número era apenas menor que la totalidad de soldados granadinos con que se enfrentaron los norteamericanos, tras la liquidación interna del proceso. Tampoco podemos dejar de lado el trabajo preparatorio y coactivo de organismos financieros internacionales como el FMI y el Banco Mundial, que a través de su política de asfixia aislaron financieramente a la dependiente Granada, impidiéndole toda posibilidad de acceder a préstamos en el mercado global de capitales.
La excusa utilizada para la invasión fue el pedido de despliegue militar por parte de los socios de los Estados Unidos en la OECS. Sin embargo el gobierno de Reagan ya había hecho los preparativos necesarios en una operación llamada “Ambar y las Ambardinas” en el año 1981, en alusión inequívoca a la isla de Granada y a las pequeñas ínsulas Granadinas que se despliega como un rosario de perlas al sur de su territorio. Además, según lo mencionado por figuras relevantes de la Revolución como George Louison, Don Rojas y Kenrick Radix, la CIA ya estaba infiltrada para entonces en el gobierno, el partido, el ejército y las organizaciones populares. Para ilustrar lo desproporcionado de la invasión, que finalmente sería bautizada como “Operación Furia Urgente”, los Estados Unidos se valieron de 7 mil marines y 300 soldados de la OECS para enfrentar a un ejército y a unas milicias reducidas, desmoralizadas y en desbandada. Por otro lado, los 784 cubanos cooperantes, entre civiles y militares, ofrecieron una resistencia activa y altiva allí dónde fueron atacados por los invasores. La cauta ONU, como siempre, condenó la invasión sin ningún tipo de resultado ni incidencia por 108 votos negativos contra 9 favorables. Nuevamente, el juicio de Fidel Castro resulta conclusivo: “Ni desde el punto de vista político, ni militar, ni moral, Estados Unidos obtuvo victoria alguna. En todo caso, una victoria militar pírrica y una profunda derrota moral”. Al día de hoy el cuerpo de Maurice Bishop y el de los otros líderes revolucionarios aún no han sido encontrados. El propio Bernard Coard, que fue liberado tras pasar varios años en prisión, afirma que son las autoridades norteamericanas y la CIA las que conocen su exacto paradero.

Hacer revolución y converger el Caribe

Nuestras aspiraciones de integración latinoamericana y caribeña no siempre han convergido en la historia de los territorios que José Martí definiera como “Nuestra América”. A la existencia de nacionalismos sin región, de regionalismos sin sustrato nacional, de fenómenos de colonialismo interno, de escasas pero dolorosas guerras fratricidas, hay que sumar curiosos fenómenos de latinoamericanismo miope, por fuga, que miran sin ver nuestra entera extensión territorial, salteándose naciones, culturas, lenguas, regiones y hasta revoluciones enteras. Nuestro latinoamericanismo ha de incluir y religar el Cono Sur, al gigante brasileño, a los pueblos andinos, a las naciones del istmo centroamericano, a todas las islas del Caribe desde las grandes Antillas hasta las pequeñas ínsulas, a las nacionalidades y plurinacionalidades negras e indígenas, a los territorios soberanos y a los enclaves coloniales. Y también, valga la provocación, a los propios Estados Unidos, dado que en la “entraña del monstruo”, por migración voluntaria o forzosa, viven más de 30 millones de nuestros compatriotas.
Como ha quedado evidenciado, solo las Revoluciones pueden dar a nuestras naciones una proyección regional, y una plataforma firme y digna desde la cual enfrentarse a este mundo desquiciado por el capital. Granada, tras la derrota de su Revolución, perdió toda significación geopolítica y volvió, al decir del abogado Peter David, a convertirse en “una pequeña isla entre muchas en el Caribe”. Lo mismo sucedió con Haití. Lo mismo sucedería con Cuba si la más sólida de nuestras tentativas revolucionarias fuera derrotada.
Granada viene a reafirmar también que las revoluciones son hechos totales y multidimensionales, y que sólo su irrupción es capaz de garantizar el avance de agendas múltiples que nunca llegarían a buen puerto por andariveles dispersos, fragmentadas en reclamos sectoriales, rebeldías domesticables o pataleos corporativos. Las reivindicaciones obreras, campesinas, estudiantiles, profesionales, juveniles, de las mujeres, migrantes, negras o indígenas, podrán hacer “todo con la revolución, y nada contra la revolución”.
Por otro lado, resulta indudable que el Caribe y fue y sigue siendo el lugar de condensación de los más fabulosos experimentos políticos y sociales, la álgida frontera de numerosos imperios y la región geoestratégica donde los eslabones débiles de la colonialidad no dejan de saltar por los aires. Quién le dé la espalda a nuestro gran mar le dará, ingenuamente, la espalda a los enemigos que campean al norte y al este, y que predican desde hace 500 años la desunión y la discordia. Debemos honrar los esfuerzos anfictiónicos del Libertador Simón Bolívar, para que el Caribe vuelva a ser la bisagra de las diferentes regiones de Nuestra América, convirtiéndolo en un mar convergente, de encuentros culturales, abrazos migratorios, comercio justo, entendimientos lingüisticos, y solidaridad plena.
Algún día escribiremos, al lado de la historia revolucionaria de Haití el impensable, de Cuba la heroica, de Nicaragua la hermosa, la historia de Granada, la digna revolución de la nuez moscada. Mientras tanto, como decían y aún recuerdan los granadinos: Forward ever, backward never. Avanzar siempre, retroceder nunca.

Lautaro Rivara

Lautaro Rivara es sociólogo y periodista
@LautaroRivara

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