domingo, 24 de diciembre de 2017

¿No probaste con enojarte con otra cosa?



Al mismo tiempo que reprimían en Congreso los diarios reprodujeron esta foto. Estas líneas son un humilde intento de que te enojes con el sistema, y no con quienes quieren cambiarlo.

Hacía tanto calor ese día en Posadas que una nena guaraní estaba tomando agua de un charco. Las notas que circulan desde el 18 de diciembre cuentan que la nena es mbyá, que su gente sobrevive en doscientas aldeas misioneras de la venta de artesanías y de la caridad de la gente, que cuando vienen a la ciudad a venderlas a veces no se quieren ir de las plazas, que la imagen fue compartida más de mil doscientas veces en las redes sociales y que el fotógrafo tuvo que aclarar que no sólo la fotografió sino que “la asistió” y lo que eso quiera decir.
El odio empieza parecido a la náusea, se gesta en la boca del estómago y sube hasta el pecho y la cabeza. El odio de clase, generalmente, hace el camino inverso en la pirámide social: arranca de arriba y se desparrama hasta la base. Los pocos de arriba, que tienen mucho, son los que hoy más destilan esa forma clasista de desprecio. Muchos de los insultos cotidianos son reproducciones perversas de ese odio de las alturas. Millones en el mundo odian acciones o a determinadas grupos pensando sinceramente que es algo que se gestó dentro suyo, que se les ocurrió a ellos. Pero no. Los dueños del mundo nos enseñan no sólo los gustos sino también los disgustos. En el camino generalmente ellos ni se ensucian las manos. Tienen un Estado, custodiado por partidos patronales que les rinden cuentas a ellos y que lo administran a cambio de vivir en sus barrios cerrados, en ir a sus mismos colegios privados, tener sus mismas vacaciones o atenderse en los mismos hospitales que los verdaderos dueños. Los dueños del mundo te dicen que siempre fue así pero es mentira: esta forma de gobierno no tiene ni tres siglos de existencia, hay tortugas galápago que son más viejas que el capitalismo. Y como toda forma de gobierno que se asienta sobre el reparto desigual de las riquezas necesita aplicar la violencia para mantener las cosas así. A veces abiertamente, como el otro día en el Congreso, pero normalmente lo aplican en cuotas y la gente que odia a los pobres o a los que se rebelan porque piensan que se les ocurrió a ellos llaman a ese estado “orden”. La subversión de esa violencia cotidiana, para ellos, sería la verdadera violencia.
Violencia. La palabra mágica que brota de las plumas del mainstream mediático y del progresismo con culpa de clase. Los editorialistas de todos los grandes diarios han dedicado sus sapientes reflexiones a señalar a la “violencia política” como la causa de todos los males de la nación. Las postales de la represión en el Congreso y de un par de bancos y veredas rotas empapelan las redes sociales. La foto de Sebastián Romero tirando una bomba de estruendo por arriba de las cabezas de la Policía giró tanto que se hizo meme. Los llamados a la concordia de los argentinos, que tan sinceros parecen, se vuelven papel mojado cuando escuchas a Michetti pidiendo “balas en las piernas” del que protesta, cuando haces la cuenta de la plata que amasaron los Macri con el genocidio del 76, cuando ves que Clarín y La Nación piden por la paz pero se hicieron del monopolio del papel prensa con una picana en la mano. Hay un problema si los argumentos de esta ¿gente? nos ponen a la defensiva. Si tenemos que salir a decir “bueno, si, tirar piedras está mal, este pibe Romero se pasó de rosca pero mirá la Policía”. Porque le cedemos en lo fundamental: en que quieren ser ellos los únicos que tengan el garrote. Ahí es donde entran algunas consciencias progresistas, que opinan que el problema no es el sistema sino los excesos. Mezcla de impotencia y de escepticismo, de fondo también subyace el acuerdo en que el garrote lo tienen que tener los dueños del mundo y que a lo sumo hay que controlarlos mejor. Esa es la verdadera utopía: comprar un zorro y ponerlo a cuidarte el gallinero.
¿Pero vos cuántas baldosas romperías por esa nena si te dijera que adentro hay una doctora que va a curar el cáncer? ¿Cuántas plazas dejarías hechas cenizas si tuvieras la certeza que en sus pasos está acurrucada la gracia de una bailarina, de una cantante que va a deslumbrar los teatros del mundo? Esta tierra está llena de artistas que se mueren sin llegar a serlo porque un policía les pegó un balazo por la espalda, de genios a los que se les atrofian los músculos en una línea de producción o en los yerbatales, de mujeres luminosas que amansan como yeguas los mandatos de los hijos y el hogar. Las explosiones esporádicas contra ese orden infame de las cosas nunca jamás podrán ponerse en igualdad con el odio cotidiano y venenoso de nuestras clases dominantes.
Los revolucionarios también odiamos, por supuesto. Pero nuestro odio no es hacia el policía individual, hacia el burgués individual, hacia tal o cual partido patronal. Nosotros odiamos las postales repugnantes de un matadero que nos quieren vender como condición humana, repudiamos la avaricia y al egoísmo de un puñado de tipos presentada como inmanencia del ser. Si nos defendemos de la violencia del Estado y sus custodios, es porque la nuestra es una violencia creativa, que sienta las bases para un mundo nuevo. Y en ese mundo incluso hasta podremos ser generosos: estaríamos dispuestos a darle una renta vitalicia a cada dueño del mundo, para que viva sus últimos días como se le dé la gana, bajo la promesa de que no intenten volver a este terrible presente. Es mucho más de lo que ellos nos han ofrecido nunca, que sin ensuciarse jamás las manos han mandado a matar a millones (de hambre o de bala) para que las cosas sigan así. Para no hacerlo tan seguido, porque queda mal, inventaron que le tengas bronca a los que pintan las paredes, marchan o rompen las veredas ¿Pero por qué mejor no nos enojamos todos con ellos y su mundo?

Santiago Trinchero
@trincherotw

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