jueves, 28 de septiembre de 2017
Macrismo y kirchnerismo: continuidades y cambios
Una nueva derecha que no cayó del cielo. Los pilares de la coalición kirchnerista devenidos en dadores de gobernabilidad de Macri. Una digresión teórica sobre el reformismo y la derecha. Olvidar lo malo no es memoria.
El debate sobre la consistencia del proyecto de Cambiemos parte de un equívoco de origen: la sobreestimación de los años kirchneristas.
El error opera como un obstáculo epistemológico para la comprensión del proceso que se inició hace dos años con el triunfo de Mauricio Macri en las presidenciales y especialmente en la estratégica provincia de Buenos Aires.
Lo relativamente nuevo de Cambiemos como proyecto de derecha no es el apoyo de la clase empresaria, lógicamente, ni de las clases medias tradicionales o la zona núcleo “sojera” del país (bases históricas del radicalismo o de peronismos conservadores); sino el sustento que le otorgan, por ahora, ciertos sectores populares.
Un interrogante espantoso angustia al progresismo que respaldó a la administración anterior: ¿Cómo puede ser que una parte de la población empobrecida no perciba el cambio abominable de sus condiciones de vida bajo la “dictadura” del macrismo y la transformación aberrante que vino a sepultar todas las conquistas de la “revolución” kirchnerista?
Es verdad, la pregunta está formulada de una manera un tanto exagerada, pero a veces -como decía Chesterton- la exageración es el análisis, es el microscopio, es la balanza de precisión sensible a lo inefable. Una lupa sobre los hechos.
El de Cambiemos continúa siendo un gobierno condicionado por la relación de fuerzas y sobredimensionado por la debilidad y dispersión de la oposición tradicional, es decir, del peronismo. El “gradualismo” es -hasta cierto punto- un “homenaje” a esa relación de fuerzas y la crisis todavía abierta por la desaparición forzada de Santiago Maldonado, un emergente de las imposibilidades para asentar algo parecido a una hegemonía.
Pero hay tres aspectos de continuidad con cambios que la teoría del “cisne negro” o la presunta sorpresa de la irrupción macrista no explica o no quiere reconocer, por el simple hecho de que conduce a revisar críticamente todo el periodo anterior. En primer lugar, lo que se podría llamar la “arquitectura institucional” que fue base de la gobernabilidad kirchnerista y que hoy es -en gran parte- sostén del macrismo. Esto es, el pejotismo y la burocracia sindical como columna vertebral: de Gerardo Martínez a Miguel Pichetto. En segundo lugar, las condiciones sociales y estructurales que experimentaron los sectores populares con núcleos duros de continuidad como la pobreza estructural, la crisis habitacional o la precarización laboral que se mantuvieron esencialmente inalterados. Y en tercer lugar, los relatos ideológicos que se montaron sobre esas bases e implicaron el capilar tránsito de la estadolatría a la meritocracia.
Los sospechosos de siempre
El grueso del personal político que hoy es garante de la gobernabilidad de Macri fue parte de las distintas variantes de coaliciones kirchneristas.
En su larga marcha, como movimiento restaurador de la autoridad estatal del convulsivo país que dejó el 2001, el kirchnerismo fue moderando su discurso y avalando la vuelta de todos los que nunca se fueron.
Luego del fracaso de las concertaciones plurales y las transversalidades varias, el pejotismo puro y duro retornó al centro de la escena y el proyecto se cerró con todos adentro. Esto incluyó a los intendentes, a los gobernadores (desde Gildo Insfrán a Juan Manuel Urtubey, pasando por el “Gringo” Schiaretti) y a los diputados mano de yeso de las leyes cambiemitas. Miguel Pichetto, hoy ubicado a la derecha de la pared, no fue un legislador perdido en alguna lista de quinta, fue y es jefe del bloque del Frente para la Victoria en el Senado. Cuando ganó Macri siguió el consejo bíblico que le dio a Julio Cobos en la larga noche de la 125: lo que hubo que hacer, lo hizo muy rápido y en la hora cero del triunfo de Cambiemos fue corriendo en auxilio del vencedor.
Con la dirigencia sindical burocrática sucedió más o menos lo mismo. Más allá de las peleas que el kirchnerismo protagonizó con distintas fracciones sindicales, como la ruptura con el moyanismo que expresó distorsionadamente un enfrentamiento con un sector del movimiento obrero en el segundo gobierno de Cristina Fernández, sostuvo desde arriba y en el mismo acto se apoyó en el aparato conservador y quietista de la burocracia sindical. Hoy, el macrismo y su arsenal mediático hacen mucho ruido con la detención del “Pata” Medina, mientras el Gobierno sostiene una sólida alianza con el que alguna vez fue calificado como “el sindicalista preferido de Cristina”: Gerardo “Batallón 601” Martínez (Uocra). Lo mismo puede afirmarse de Guillermo “el Caballo” Pereyra (petroleros) o el “Centauro” Andrés Rodríguez (estatales) y siguen las firmas.
Con este amplio “bajo clero” político y sindical que anidó al amparo del “proyecto”, no es tan sorprendente -y menos novedosa- la situación actual.
Sin ir más lejos, a la provincia de Buenos Aires la gobernó un conservador como Daniel Scioli, antes de su fallida conversión de última hora hacia la centroizquierda, ponele. En el año 2009, había triunfado Francisco de Narváez y en 2013, el candidato oficialista fue Martín Insaurralde que compitió en relato punitivista con Sergio Massa y perdió: se votó al original.
Cuestión de mérito
En términos de la subjetividad popular, mucho se ha discutido o teorizado luego de las recientes PASO sobre el nuevo sujeto meritocrático que, para unos cuántos, pareciera que nació de ese repollo fatídico llamado 2015. No se refieren a los clásicos entrepreneurs de la clase media alta, sino el emprendedor individualista de los sectores populares. Al trabajador autónomo que tiene una ideología que, ay! es la de la clase dominante.
Pero ese sujeto -que existe- no fue el producto de una especie de huracán Irma que pasó por los conurbanos argentinos y dejó un tendal de individuos aspiracionales que odian a sus vecinos tanto como al Estado. Fue una consecuencia de la destrucción de las viejas solidaridades de clase y la meticulosa construcción de la precariedad laboral. Una deconstrucción histórica con responsables con nombre y apellido: los sospechosos de siempre analizados más arriba.
La pobreza estructural que rondó siempre el 30 por ciento, la aguda crisis habitacional o la flexibilización y precarización laboral que no variaron en esencia durante los años de expansión, fueron dejando a muchos sujetos “en libre disponibilidad” cuando la economía entró en declive. El Estado se redujo a lo mínimo: evitar que una porción importante de la población se muera de hambre. Los sindicatos, por su parte, se retiraron de la escena en la que pasa sus penosos días el trabajador precario. De esa viciosa combinación, a la emergencia de un sujeto que sienta que no le debe nada ni al Estado ni a los sindicatos, hay un solo paso. Para terminar de armar el combo, para muchos trabajadores convencionados, el Estado se convirtió en ese odioso ente que le arrancaba una parte de su salario y lo transformaba mágicamente en “ganancia”.
La óptica del análisis no es menor: no se trató de novedosas habilidades del cambiemismo para interpelar exitosamente a una nueva subjetividad emergente de emprendedores “libres”, sino de la defección de los que se autoerigieron como representantes de los trabajadores y los pobres y dejaron a amplios sectores servidos en bandeja para la narrativa de la nueva derecha.
No fue magia
Por último, last but not least, un digresión general y si se quiere teórica sobre la mecánica de todos los reformismos que a lo largo de la historia respetaron a rajatabla una ley de hierro que está en su ADN: allanar el camino a la derecha.
En el contexto de una polémica en el ocaso de los gobiernos latinoamericanos llamados “posneoliberales” rescatamos una crítica de Massimo Modonesi: “Al aprovechar, controlar, limitar y, en el fondo, obstaculizar cualquier despliegue de participación, de conquista de espacios de ejercicio de autodeterminación, de conformación de poder popular o de contrapoderes desde abajo –u otras denominaciones que se prefieran– se estaría no sólo negando un elemento sustancial de cualquier hipótesis emancipatoria sino además debilitando la posible continuidad de iniciativas de reformas –ni hablar de una radicalización en clave revolucionaria– en la medida en que se desperfilaría o sencillamente desaparecería de la escena un recurso político fundamental para la historia de las clases subalternas: la iniciativa desde abajo, la capacidad de organización, de movilización y de lucha.”
En el mismo sentido, en un interesante debate que se produjo entre la intelectualidad de izquierda en Alemania a principio de la década del ’70 del siglo pasado y que se conoció como el debate “de la derivación del Estado”, los intelectuales Wolfgang Müller y Christel Neusüb aseveraban: “Si estos críticos intelectuales se lamentan hoy de que el estado socialista se ve amenazado de convertirse en un estado autoritario debido a la ‘pasividad de la clase obrera’, entonces no deberían olvidar que desde la Revolución de Noviembre [de 1918 NdR], por última vez, los obreros fueron dirigidos hacia el estado por el SPD (y también, desde que fue legalizado, cada vez más por un partido que se concibe a sí mismo como comunista). Deberían recordar que el SPD presentó al estado burgués ante los obreros como el principal destinatario de sus demandas y que la iniciativa de los obreros fue desalentada una y otra vez por el SPD y los sindicatos, a menudo en colaboración con la burguesía. Por último, aunque no de menor importancia, deberían tener en cuenta que esa conciencia de clase obrera (si la descripción se aplica en los hechos) es el resultado de esta experiencia histórica y de su afirmación teórica por parte de los teóricos socialdemócratas desde Bernstein en adelante. La ideología del estado social está así conectada en última instancia con la supresión de la clase obrera como un sujeto activo de la historia conducido por sus organizaciones.” (“Estado y capital. El debate alemán sobre la derivación del Estado”. Revista Herramienta, junio 2017).
Son procesos históricos y sociopolíticos muy diferentes, pero lo que queremos destacar es la lógica incurable de los reformismos: ascienden al poder, generalmente, como producto de desvíos o contenciones de procesos de movilización, con su práctica política y discurso ideológico abren el camino a las derechas y luego se preguntan con mirada inocente: ¿Cómo pudo suceder?
En el debate alemán, la ideología dominante y el interrogante era sobre la adhesión obrera al “estado social” (o “de bienestar”), en la actualidad y luego del vendaval neoliberal, es en torno a la ideología meritocrática de sectores populares.
Bajo el kirchnerismo puede graficarse como el tránsito discursivo que fue de Néstor Kirchner y “los piquetes como tensiones del crecimiento” a Cristina Fernández y el cuestionamiento rabioso a las huelgas o a cualquier proceso de movilización desde abajo. En sintonía fina con esta orientación, una parte de la intelectualidad amalgamaba todo (desde los piquetes de la patronal agraria a los paros nacionales) dentro del su one hit wonder: clima destituyente. No sólo se controló, limitó u obstaculizó el despliegue de la movilización (con excepción de los que rendían pleitesía al Estado), sino que, aunque muchos hoy prefieran olvidarlo, se las reprimió y en algunos casos salvajemente: desde las luchas del Casino Flotante de Buenos Aires (siete represiones prolijamente ocultadas bajo el blindaje mediático), hasta la autopartista Lear (trece represiones desprolijamente llevadas adelante por Sergio Berni y la Gendarmería), pasando por el desalojo violento de la textil Mafissa en La Plata o la lucha de los tercerizados del ferrocarril Roca que terminó con el asesinato de Mariano Ferreyra. No por casualidad, todos conflictos protagonizados por la izquierda.
Si se tiene en cuenta este “desaliento” al despliegue de la movilización o el pacto con las dirigencias sindicales (dos formas distintas de decir exactamente lo mismo) no puede manifestarse sorpresa hoy por la “pasividad de los trabajadores” ante los embates de la nueva derecha.
***
En síntesis, tanto desde el punto de vista político como ideológico, mucho de “lo nuevo” que hoy se atribuye al engendro cambiemita vino germinando en el seno del viejo proyecto kirchnerista. El Martín Fierro sentencia que "olvidar lo malo, también es tener memoria”. Puede ser válido para la itinerario de una vida individual, pero para al balance político colectivo significa no aprender de la historia y en ese mismo acto condenarse a repetirla.
Fernando Ross
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