"Cuando los imperios caen, no lo hacen con un estruendo, sino con un gemido" Rudyard Kipling
El apologista del imperio británico y brillante escritor sabía lo que decía.
Todo imperio, así como nace también desaparece. Unas veces de manera violenta; otras se desvanece como la neblina, de manera casi imperceptible.
Para muchos que no creen en la desaparición de los imperios, que los consideran un fenómeno eterno, la sorpresa es grande e inexplicables las causas. Entonces incurren en explicaciones banales.
Lo que ocurre con la crisis financiera de Estados Unidos -cuyos efectos recorren el mundo-, necesariamente no significa, por ahora, el colapso del imperio norteamericano.
Sería temerario afirmarlo. Pero sí hay que ubicarlo en la perspectiva de una fatalidad que tarde o temprano se cumplirá. Es algo equivalente a la luz roja que se enciende en el tablero. Que en esta oportunidad parece tener signos más definitorios y concretos que aquellos que acompañaron a anteriores premoniciones.
Por ahora la base especulativa del sistema económico norteamericano está hecha polvo.
Lo admiten los pontífices de la economía neoliberal y lo confirman los empavorecidos mercados internacionales. También se desploma la superchería ideológica que soportó durante décadas la arquitectura financiera imperial: la teologización del mercado, la teoría sobre la hegemonía y la unilateralidad de EEUU. Fracasa un modelo basado en la euforia especulativa de que hablara Galbraith. Un modelo apuntalado en la estrecha relación entre clanes políticos y mafias empresariales. Modelo que revirtió contra todos, contra el propio establecimiento inmoral, contra los ahorristas, la clase media, los trabajadores y el pueblo norteamericano en general.
Pero el imperio aún cuenta con suficientes recursos para sobrevivir, entre otros, su inmenso poder militar y tecnológico. Sin embargo, ahora quedó al desnudo. Con el agravante de que carece de un liderazgo que le permita reflotar como lo hizo en anteriores episodios críticos. Con la menguada conducción de un Bush que cree conjurar la crisis echando a la hoguera 700 mil millones de dólares que le arrebata a los contribuyentes, con lo cual beneficia a la banca responsable del desastre y confirma la inmoralidad del poder que rige el destino de la nación. Igual pasa con los dos candidatos que disputan la presidencia, Obama y McCain, cuya confusión ante lo que sucede y lo que hoy es el mundo se palpa en los mediocres debates que ambos han protagonizado. Lo demuestra la caída en picada de las bolsas del mundo; la incapacidad del sistema para reaccionar con el "paquete del robo" -como algunos llaman al plan Bush-; el lenguaje enmascarador de lo que sucede; la súbita reducción de las tasas de interés y otros tantos artilugios que nada significan para los pequeños empresarios sin perspectivas de créditos, para las víctimas del creciente desempleo, para los que pierden sus casas, en fin, para los millones y millones de ciudadanos confundidos ante un futuro incierto.
¿Vivimos el momento del gemido de que habló el autor de Kim o la terrible desolación que plasmó el pintor Edvard Munch en su emblemático cuadro El grito? El tiempo lo dirà.
José Vicente Rangel
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