domingo, 12 de enero de 2020
Antes y después del ataque imperialista a Irán
Durante la semana que pasó, los ojos del mundo estuvieron puestos en Medio Oriente luego del ataque imperialista que asesinó al general iraní Qasem Soleimani el pasado 3 de enero. Al momento de cerrar este artículo, una nueva crisis está en ciernes. Este sábado 11 de enero, el régimen iraní reconoció oficialmente haber derribado “por error humano” un avión comercial ucraniano provocando la muerte de 176 personas, entre las cuales 82 eran iraníes y 63 con nacionalidad canadiense (Canadá es el destino de muchos emigrados iraníes), además de ucranianos, suecos, afganos, alemanes y británicos. La misma viene a hacer sinergia con la delicada situación geopolítica y militar, y la crisis interna del régimen iraní en una situación atravesada por importantes movilizaciones. En el presente artículo abordaremos los contornos principales de este complejo escenario.
El asesinato de Soleimani y la respuesta Iraní
El asesinato de Soleimani había abierto la posibilidad de una escalada militar de consecuencias impredecibles. Si la acción de Trump tuvo mucho de aventura y poco de estrategia, la respuesta militar iraní atacando las bases estadounidenses de Ayn Al Asad y Erbil en Irak fue una medida calculada para evitar la escalada hacia una guerra abierta. Sin embargo, la respuesta principal de Irán no fue esta, sino el anuncio del abandono de los acuerdos sobre energía nuclear firmados en 2015 bajo la presidencia de Obama y que fueron abandonados por Trump en 2018 (con toda una serie de sanciones económicas contra el país persa) pero que hasta el momento Irán sostenía igualmente con las otras potencias firmantes: Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia y China. Es una forma de decir “no claudicamos” pese al ataque y las sanciones.
En su conferencia de prensa del pasado miércoles 8 de enero Trump optó por presentar como una victoria la respuesta medida de los bombardeos iraníes y la ausencia de bajas, y desistió de una escalada militar planteando, en su lugar, la profundización de las sanciones imperialistas y el llamado al resto de las potencias, que plantean salvar el acuerdo nuclear con Irán, a abandonarlo. Cabe mencionar que previamente El Pentágono había hecho circular una carta, según la explicación oficial “por error”, donde EEUU anunciaba que se retiraba de Irak, en lo que podría ser interpretado como un “mensaje” para Trump de que el aumento de tropas en Medio Oriente contaría con resistencia. Previamente una parte mayoritaria del parlamento irakí se había reunido para denunciar la violación de soberanía y votar una resolución exigiendo el retiro de las tropas norteamericanas estacionadas en el país. La sesión, que se llevó adelante a pedido del primer ministro interino Adel Abdul Mahdi, contó con la presencia de 168 legisladores (solo tres más que el quórum), todos ellos chiitas [1], mientras que los parlamentarios sunitas y kurdos la boicotearon. [2]
El hecho es que la escalada que podía haber ocurrido la semana que pasó no sucedió. Una delgada línea separó un escenario de otro, como lo muestra la voladura del avión comercial ucraniano. Sin embargo, las causas que llevaron al asesinato de Soleimani y la crisis militar, tanto las más coyunturales como las más profundas, no solo se mantienen intactas sino que se han profundizado.
Medio Oriente y la decadencia del imperialismo yanky
El historiador griego, Diodoro Sículo, contemporáneo de Julio César, escribió en relación al imperio romano, que: “Quienes desean alcanzar la hegemonía la adquieren con valor e inteligencia, la aumentan con moderación y benevolencia y la mantienen con temor y terror paralizante (phobos kai kataplêxis)”. Esta última, decía Perry Anderson en su libro La palabra H, podía describir el tipo de hegemonía desplegada por EE.UU. durante la llamada “guerra contra el terrorismo”. Así, después de los ataques a las Torres Gemelas del 11S de 2001 George W. Bush largó la invasión de Afganistán y la segunda guerra de Irak (2003). De esta forma, el imperialismo norteamericano se propuso administrar la relativa decadencia de su hegemonía mediante el terror.
Con la invasión a Irak tenía el arrogante objetivo de destruir un Estado y crear otro según sus intereses (lo que se dio en llamar nation-building). La primera parte de la ecuación la logró (con un costo humano que según los cálculos conservadores asciende a 600 mil muertos), la segunda no. El efecto indeseado de esta operación fue el fortalecimiento de Irán, que era uno de sus principales contrincantes regionales desde la revolución de 1979. Una revolución que terminó encabezada por la dirección teocrática del ayatola Jomeini pero que tuvo un origen mucho más radical, que dio lugar entre otras cosas al desarrollo de los Shoras, proto-consejos de trabajadores y soldados, y cuyos sectores radicales –incluido el movimiento kurdo- tuvieron que ser derrotados para imponer el Estado teocrático. En aquel entonces el Irak dirigido por Saddam Hussein fue utilizado como plataforma del imperialismo para “contener” la revolución.
Para “enmendar” aquel error de la segunda guerra del golfo, que terminó fortaleciendo a los sectores chiitas de la burguesía iraquí y la influencia del régimen iraní sobre Irak, el imperialismo norteamericano, a través de sus aliados, en primer lugar Arabia Saudita, apoyó el desarrollo del llamado “Estado Islámico” (ISIS) para contrarrestar la influencia chiita en la región. El Estado Islámico tomó fuerza esencialmente en base a la “mano de obra desocupada” de decenas de miles de exfuncionarios sunitas del derrocado Gobierno de Saddam Hussein, que habían sido humillados y despedidos de sus puestos en los aparatos de seguridad y el Ejército por la ocupación estadounidense, y se radicalizaron al calor de la mayor influencia iraní sobre el gobierno de Bagdad y del empantanamiento de los objetivos del imperialismo en la región. Como siempre sucede (al igual que con Saddam Hussein o los talibanes) una vez que el ISIS cobró demasiada fuerza estableciendo el control territorial de toda un parte de Irak y Siria en 2014 sobrevino “la lucha contra el ISIS”, para la cual Obama se tuvo que asociar con Irán. Nuevamente el resultado de conjunto de esta operación fue desfavorable al imperialismo norteamericano, al contrario de los objetivos iniciales, terminó aumentando nuevamente la influencia del régimen iraní en la región (tanto en Irak como en Siria).
El giro trumpista
De aquella época (2015) datan los acuerdos con EE.UU. y otras potencias en los que Irán se comprometía a congelar su programa nuclear a cambio de evitar sanciones económicas. Los mismos eran parte de una estrategia de “contención” respecto a Irán en el marco del caos generado por la propia política imperialista de opresión, intervención militar y fomento de la lucha interreligiosa. El abandono de Trump de aquellos acuerdos en 2018 y la aplicación de nuevas y duras sanciones económicas es parte del giro de la política del imperialismo norteamericano y de la vuelta del nacionalismo de las grandes potencias que tiñe crecientemente el escenario internacional actual y que vino a sustituir el anterior “globalismo” imperialista. Las sanciones económicas contra Irán, a las que se sumaron nuevas este pasado viernes 10, están en la base de la importante crisis económica que atraviesa el país.
La estrategia adoptada por Trump de “presión extrema” ha motivado una serie de hechos, la mayoría atribuidos extraoficialmente a Irán o a sus aliados, y que terminó en la escalada de tensiones de la última semana. Entre mayo y junio fueron atacados buques petroleros en el estrecho de Ormuz, que es controlado por Irán; en junio fue derribado un drone estadounidense que sobrevolaba espacio aéreo iraní (cuestión que EE.UU. niega); en septiembre tuvo lugar un ataque con drones, que hizo peligrar la capacidad de las refinerías de Arabia Saudita y fue atribuido a aliados de Irán en Yemen; mientras que en diciembre un ataque atribuido a la organización iraquí proiraní Kataeb Hezbolá, terminó con la muerte de un mercenario estadounidense. A este último hecho respondió Estados Unidos con un bombardeo que dejó al menos 25 muertos de esa milicia iraquí, lo que provocó una oleada de repudio entre las distintas milicias que responden a Irán dentro de Irak y terminó en el asalto y la toma de la Embajada de Estados Unidos en Bagdad, en la “zona verde” (supuestamente la más segura del país) por lo que Estados Unidos tuvo que evacuar de emergencia a todos sus funcionarios, y concluyó tres días después con el asesinato del general Soleimani, la segunda figura del régimen iraní después del ayatola Alí Khamenei.
En última instancia lo que está en el trasfondo de los hechos que vimos los últimos días es la disputa por la subordinación de Irán y el control de Medio Oriente por parte del imperialismo. Lejos de haberse resuelto luego de la presente crisis, esto se ha agudizado. Es que al calor de la decadencia hegemónica estadounidense, y los fracasos de sus intervenciones en la región, Irán logró sobreextenderse militar y políticamente -mediante una serie de organizaciones que le son afines- a un territorio que incluye Irak, Yemen, Siria y Líbano, lo que le permite tener un corredor para llegar hasta el Mediterráneo, emulando lo que fue el viejo imperio persa. Esto, junto a la permanente amenaza de avanzar en su plan nuclear, es lo que le permite de alguna manera contrapesar la hostilidad de los agentes directos de Estados Unidos en la región, Israel y Arabia Saudita.
Sin embargo, por su posición geopolítica y los recursos hidrocarburíferos, que siguen siendo la principal fuente de energía del mundo, Medio Oriente tiene un carácter estratégico que el imperialismo no se puede dar el lujo de abandonar sin degradar al mismo tiempo su peso ante las potencias rivales. A pesar del discurso de Trump, que llegó a decir que se podía retirar de Medio Oriente porque no dependía de su petróleo (EE.UU. actualmente produce más de lo que consume), hoy no existe autarquía en ese plano como lo muestran las bajas abruptas de las bolsas o los aumentos de los precios del petróleo, con cada uno de los episodios que ocurren en la región.
Este ABC de la geopolítica lo han entendido a la perfección Rusia y China que a la inversa del pretendido aislacionismo trumpista, cada vez extienden más sus tentáculos en Medio Oriente. No se trata solo de infraestructura, proyectos petroleros comunes, o comercio, que efectivamente existe, sino de desembarcar políticamente en la región y ocupar cada uno de los espacios que va dejando vacante Estados Unidos. La imagen más palpable de este escenario fue la del presidente ruso, Vladimir Putin, viajando por sorpresa a Siria en medio de las tensiones entre Estados Unidos e Irán, para enviar un claro mensaje a ambos países de que no iba a permitir que una guerra arruine el poderío que el Kremlin conquistó en Siria en los últimos años, haciendo acuerdos con prácticamente todos los actores regionales.
Irak entre dos fuegos
Irak ha sido el escenario del enfrentamiento entre Estados Unidos e Irán. Al contrario de lo que se podría pensar, ambos países trabajaron en común tras el derrocamiento de Saddam Hussein y la ocupación militar para moldear lo que sería el nuevo régimen iraquí. La “nueva democracia” imperialista buscó equilibrar los distintos componentes étnico-religiosos con cuotas de poder para cada uno, dándole zonas de control y desmembrando en los hechos al país entre un noroeste y centro con mayoría sunita, un centro y sur del territorio controlado por los chiitas, y el noreste controlado por los kurdos. En ese proceso de “normalización”, Estados Unidos no pudo evitar que, teniendo en cuenta la mayoría chiita de la población y el peso político-ideológico de sus principales clérigos, Irán fuera un factor clave, que finalmente se convirtió en determinante por su influencia no solo religiosa y política, sino mediante milicias que están integradas al Estado iraquí, pero que responden a los intereses iraníes.
En este sentido el periodista Patrick Cockburn, señala en un reciente artículo que la historia real de las relaciones entre Estados Unidos e Irán ha sido una extraña mezcla de rivalidad y cooperación: “Esto no es obvio porque la cooperación fue en gran medida encubierta y la rivalidad explícita”, y sigue “ambos países querían un gobierno chiita estable en el poder en Bagdad y se dieron cuenta de que esto solo podría suceder si Estados Unidos e Irán se ponían de acuerdo respecto a quiénes serían los líderes iraquíes aceptables para ambos”. Es así que desde la constitución de 2005, redactada por Estados Unidos y en la que se define un presidente kurdo, un primer ministro chiita (quien verdaderamente tiene el poder) y un presidente del Parlamento sunita, EE.UU. e Irán eligieron por consenso al primer ministro durante todos estos años.
Sin embargo, el escenario en Irak se estaba convirtiendo en un polvorín social antes de la escalada militar entre EE.UU. e Irán. El último primer ministro elegido entre ambos, Adel Abdul Mahdi, tuvo que renunciar en noviembre en medio de las protestas callejeras más masivas que se vivieron en los últimos años. Solo se quedó como primer ministro interino, porque en medio de la crisis no había forma de encontrar a un sucesor de consenso.
El ciclo de revueltas y la crisis de la teocracia iraní
Ahora bien, la extensión –o “sobreextensión”– de la influencia regional de Irán es altamente contradictoria con la crisis que atraviesa a la teocracia gobernante, la situación de profunda crisis económica y social -en gran medida producto de la dura política de sanciones norteamericanas- y de las importantes revueltas que enfrenta en su zona de influencia y, en primer lugar, en el propio Irán.
Las sanciones imperialistas vienen golpeando fuerte a la economía iraní. Sus exportaciones de petróleo se desplomaron de 2.4 millones de barriles por día en abril de 2018 a menos de 500.000 en septiembre de 2019. En ese período la inflación se disparó, su moneda se devaluó un 60% y la economía entró en recesión. Solo parcialmente el sector no petrolero logró amortiguar un poco el golpe (el 57% de las exportaciones iraníes no son petroleras). Según las estimaciones del FMI la contracción del PBI en 2019 asciende a más 9%. En esta situación, el 15 de noviembre pasado el Alto Consejo de Coordinación Económica de Irán anunció el racionamiento de los combustibles y aumentos de hasta un 300%. Mientras gran parte de la economía (y de sus beneficios) está concentrada en manos de la teocracia y fundaciones religiosas, el presidente Rouhani argumentaba que era necesario el retiro de los subsidios al combustible para “trasladarlos” a los más pobres. Aquel aumento fue un catalizador que hizo estallar la revuelta.
Las protestas comenzaron ese mismo día. Inicialmente fueron contra el aumento de los combustibles en la capital pero rápidamente se extendieron a más de 21 ciudades del país y comenzaron a cuestionar al gobierno y al régimen. Si bien no hay datos oficiales y el gobierno restringió el acceso a internet para evitar la extensión de las manifestaciones, diversas fuentes elevan la cantidad de muertos durante las protestas a 300 o más según la fuente, sin que pueda saberse con certeza. En cualquier caso, la brutal represión provocó la profundización de la revuelta. Se destruyeron alrededor de 700 bancos gubernamentales, incluido el banco central de Irán, centros religiosos islámicos, se derribaron tanto estatuas del ayatola Ali Khamenei como carteles antiestadounidenses. Esta serie de protestas han sido calificadas como las más violentas desde la revolución de 1979.
Pero el ciclo de revueltas no se limita a las fronteras de Irán sino que se extiende a su zona de influencia. En el Líbano las movilizaciones masivas vienen de forzar la renuncia del primer ministro Saad Hariri. Las protestas en Irak expresaron el hartazgo con las condiciones sociales, económicas, políticas y militares que vive el país. Tras años de ocupación y guerra, que provocaron cientos de miles de muertos y otros tantos de refugiados, hoy el 60% de la población iraquí tiene menos de 25 años y 40% de esos jóvenes están desempleados. La mayoría vivió toda su vida bajo ocupación y guerra, y la imagen que tienen de los políticos es de una casta de corruptos que negociaron los recursos naturales y económicos del país con las potencias imperialistas dejando a Irak en la miseria. Por eso, las recientes protestas, que estuvieron protagonizadas por una juventud mayoritariamente chiita, pusieron el eje tanto en el cuestionamiento al régimen político como en la presencia de las tropas militares estadounidenses y el creciente peso político-militar de Irán en el país.
El ataque de Trump, abrió un paréntesis en el ciclo de protestas con los funerales de Soleimani. Sin embargo, el pasado viernes 10 de enero ya hubo nuevas movilizaciones en Irak, y el derribo del avión comercial ucraniano, con la gran mayoría de sus pasajeros iraníes, que el gobierno de Rouhani negó durante días y ahora reconoce producto de un “error humano”, amenaza con ser el catalizador de un nuevo capítulo de la profunda crisis interna que atraviesa el Irán.
La decadencia norteamericana y el juego de potencias
En última instancia el “legado” del fracasado plan de Estados Unidos de construir un nuevo Estado iraquí según sus intereses, terminó bajo el trumpismo en la quimera actual de un país ingobernable que puede ser ya no solo el terreno en disputa con Irán, sino que plantea también la posibilidad de avance de otras potencias. Este viernes 10 de enero, la agencia Rusa RIA Novosti informó que tras los ataques estadounidenses se habían reanudado las conversaciones para que Irak adquiera los sistemas de defensa rusos de misiles tierra-aire S-300. Esto se suma a parte de los acuerdos que Putin acaba de negociar con el presidente turco, Recep Erdogan, en su viaje relámpago, que incluyen la compra por parte de Turquía de los sistemas de misiles de defensa anti-aérea de largo alcance, el S-400 Triumf, que reemplazarían al sistema Patriot de EE. UU. Es decir, un escenario de pesadilla para el imperialismo norteamericano, que se agudiza con la política de Trump, dando lugar al avance de otras potencias, y en el marco de la disputa geopolítica global con China, que supera con creces lo “comercial”.
La maltrecha hegemonía estadounidense parece retroceder incluso más allá de aquel “phobos kai kataplêxis” (temor y terror paralizante) del que hablaba Sículo y con el que EE.UU. enfrentó su decadencia desde comienzos del siglo XXI. Esto, sin embargo, no la hace una potencia imperialista más moderada sino más inestable y agresiva. La crisis militar que se desarrolló en estos días fue una muestra de ello. No puede separarse del cuadro de conjunto marcado por la crisis histórica del capitalismo actual, una crisis económica rastrera y la imposibilidad del capitalismo de encontrar nuevos motores de la economía mundial, la vuelta del nacionalismo de las grandes potencias, la proliferación y profundización de “crisis orgánicas”, o elementos de las mismas, en múltiples países (tanto imperialistas como periféricos), y la irrupción de un nuevo ciclo de la lucha de clases a nivel internacional, todo lo cual de conjunto configura un nuevo escenario internacional.
Juan Andrés Gallardo
Matías Maiello
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