lunes, 14 de octubre de 2013
El trabajo rural en las primeras décadas del siglo XX
En el ámbito rural la novedad más importante fue el desarrollo de la producción cerealera en la región pampeana.
La pampa, vaciada por la élite de indios, se pobló en estos años de chacareros “gringos” que debieron pagarle a los terratenientes ganaderos para poder utilizar una porción de tierra. Los contratos de arriendo eran habitualmente de muy corto plazo, lo que generaba gran inestabilidad y condiciones muy desfavorables para los agricultores. Recién en la década de 1920 comenzaría un proceso de adquisición de lotes mediante préstamos hipotecarios que de a poco fue convirtiendo a los chacareros en propietarios. Pero todavía en 1937 más del 58% de las explotaciones rurales eran arrendadas o en aparcería.
Mientras tanto, el 41% de la tierra se concentraba en un porcentaje ínfimo de propiedades –2,6% del total– de gran extensión. En general predominaba en todo el país un paisaje de grandes latifundios al lado de una enorme cantidad de minifundios. Para los que no habían conseguido convertirse en propietarios, la vida en la “pampa gringa” era habitualmente dura y bastante modesta. El pago del arriendo y/o la manipulación de los precios por las empresas comercializadoras les dejaba habitualmente poco dinero en sus bolsillos. Sequías o granizos inesperados podían llevarlos rápidamente a la ruina. Por su dependencia frente a los terratenientes, por su origen social y por sus condiciones de vida, a principios del siglo XX los chacareros formaban parte de las clases populares, pertenencia que con el correr de los años irían perdiendo.
Fuera de la zona agroexportadora la situación solía ser todavía más dura. Aunque el crecimiento de la industria azucarera en el noroeste –otra de las novedades del período– en general benefició a grandes latifundistas, en Tucumán tuvieron importancia también los pequeños y medianos cañeros independientes, muchas veces enfrentados a los intereses de los ingenios. Aunque los había de todo tamaño, cerca de un tercio eran verdaderos campesinos, con explotaciones que no superaban las cinco hectáreas y a menudo tenían menos de dos.
En los llanos de La Rioja, en los Valles Calchaquíes en Salta y en varias zonas en Jujuy, Catamarca y otras provincias continuaba en vigor el sistema tradicional de grandes haciendas en vinculación con comunidades campesinas indígenas o mestizas que cultivaban para su propia subsistencia y comercializaban un pequeño excedente. La presencia de un campesinado con escasa capacidad de acumulación se hacía notar por entonces en otras regiones, como la de Cuyo y el Nordeste. A diferencia de los chacareros, este campesinado –cuyo peso social se iría reduciendo con el correr de los años– siguió perteneciendo por derecho propio al mundo de las clases populares.
De sur a norte del país, el campo era también lugar de trabajo para innumerable cantidad de peones. En la región pampeana y luego también en la Patagonia, desempeñaron un lugar central en la expansión de la crianza de ovejas lanares y por supuesto, siguieron siendo requeridos en la de vacas. Las estancias, de enorme extensión, contrataban peones y puesteros permanentes para cuidar los animales. De origen tanto criollo como inmigrante –especialmente vascos e irlandeses–, llevaban una vida dura. Junto a estos empleados permanentes, se contrataba estacionalmente a muchos más para los meses de esquila, pagaderos por jornal o a destajo.
Hacia 1885 había en las estancias de Buenos Aires 47.000 trabajadores permanentes más 31.000 que se sumaban para la esquila. El desarrollo agrícola de fines de siglo también los requirió en gran número. En tiempo de las cosechas una enorme cantidad de inmigrantes de ultramar y migrantes internos inundaba el campo para ocuparse de las tareas de siega, trilla, transporte y acopio. En los meses intermedios los trabajadores temporarios se marchaban, y sólo quedaban en el campo un número mucho menor de peones permanentes, dedicados al mantenimiento, la preparación de la tierra y la siembra. El trabajo era con frecuencia inhumano: un horquillero, por ejemplo, trabajaba hasta 14 horas por día bajo el sol del verano; a los hombreadores de los galpones les arrojaban bolsas de hasta 70kg desde tres o cuatro metros de altura, que luego de atrapar en el aire debían transportar 30 metros al hombro. Las jornadas de trabajo solían extenderse desde antes del amanecer hasta bien pasada la puesta del sol, y la alimentación y alojamiento que recibían eran muy malos.
Hasta 1914 los salarios para peones de la región pampeana fueron relativamente altos y muchos se las arreglaban para ahorrar algo de dinero. Pero el panorama general, especialmente luego de esa fecha, fue el de la pobreza y el desempleo crónico. A ello contribuyeron no sólo las dificultades europeas y la caída de los precios internacionales del cereal, sino también la creciente mecanización de las labores. Desde los primeros años de la década de 1920 se extendió el uso de las cosechadoras, capaces de realizar las labores de siega y trilla del cereal de manera más rápida y barata. A fines de esa década y en los años treinta el transporte en camión y a granel eliminó miles de puestos de trabajo de carreros, estibadores, cargadores y embolsadores. En los años cuarenta la mecanización llegaría también a la recolección del maíz, de modo que la economía de la región pampeana tuvo una tendencia estructural a la disminución del empleo de peones. La introducción de maquinaria, a diferencia de lo ocurrido en el mundo urbano, no contribuyó a “descalificar” las labores (que ya eran muy poco calificadas), pero sí a debilitar el poder de los trabajadores de negociar buenos salarios en un contexto de relativa escasez de brazos.
Peor aún era la situación de los peones fuera del área de la economía exportadora. El explosivo crecimiento de la producción azucarera en el noroeste luego de la llegada del ferrocarril a Tucumán en 1876 los empleó por millares. Para comienzos de la segunda década del siglo XX había ya 43 ingenios y refinerías de azúcar, 30 de ellos en Tucumán. Ocupaban por entonces más de 42.000 trabajadores, dos tercios de los cuales eran temporarios, contratados sólo para la zafra. Mujeres y niños trabajaban en cantidades importantes. La enorme mayoría eran nativos, muchos de ellos indígenas. Buena parte de los peones eran campesinos de las zonas lindantes, que se contrataban para engrosar un poco sus magros ingresos o que habían quedado desplazados de sus tierras por la imparable expansión del cultivo de caña.
Los niveles de explotación y de miseria en la industria azucarera eran espantosos. En el Nordeste la situación no era mejor. Los peones que trabajaban en los obrajes madereros, en las fábricas de tanino o en los grandes yerbatales estaban a la merced del despotismo y la violencia patronal. Era famoso allí el sistema de pago con “vales” para canjear en las proveedurías del propio patrón (muchas veces las únicas que había en la zona), que cobraban precios exorbitantes, además de engañar a sus clientes en el pesaje de la mercadería. Las oscilaciones del mercado de trabajo les imponían con frecuencia largos períodos de desocupación y miseria. Las enfermedades y la mortalidad hacían estragos.
Cercano al mundo de los peones hay que mencionar a los miles de linyeras o “crotos” que vagabundeaban a lo largo de las vías del ferrocarril, alimentándose de la generosidad de la gente del campo, robando comida o haciendo “changas”. Se calcula que en la década de 1930 había circulando más de 200.000. Muchos de ellos ingresaban esporádicamente –a veces definitivamente– al mundo laboral contratándose como peones o incluso como obreros en la ciudad.
Ezequiel Adamovsky
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
Algunos de los datos de esta nota están tomados de investigaciones de Adrián Ascolani y Javier Balsa.
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