domingo, 20 de octubre de 2013

El calvario de una mujer



Una trabajadora detenida por las hordas de la Operación Independencia fue esclavizada sexualmente por el grupo de tareas de la cárcel tucumana de Villa Urquiza. El calvario de la mujer comenzó a mediados de 1975, durante el gobierno de Isabel Perón y se prolongó hasta fines de 1976, ya en tiempos de la dictadura. Martirizada salvajemente, violada diariamente, dio a luz una criatura apropiada por los represores. Tras su liberación, fue internada en un hospital neurosiquiátrico.

Una noche de mediados de 1975 S.A.N., empleada de un hotel, terminó su tarea alrededor de las dos de la mañana. Tomó un taxi y al llegar a la esquina de su domicilio se encontró con un operativo policial. Desde hacía un par de meses la provincia estaba totalmente militarizada por el lanzamiento de la Operación Independencia.
S.A.N. fue detenida por los policías apenas descendió del taxi. En el interior de un carro de asalto fue interrogada sobre cosas que no sabía ni había escuchado hablar.
Los policías le dijeron que iba a tener que acompañarlos para averiguación de antecedentes. S.A.N. imploró que al menos le permitieran llegar a su casa “para ir con una de mis hijas, porque tomaba el pecho”. Los hombres le informaron que regresaría antes del amanecer y se la llevaron.
S.A.N. fue conducida a una comisaría de las inmediaciones. Allí la retuvieron un rato y nuevamente la introdujeron al carro de asalto. La condujeron a un lugar que no identificó al llegar. Ese viaje lo hizo con otras personas que estaban en su misma situación, detenidas por la policía. La dejaron sola, en una habitación. Al rato entró un hombre vestido de civil pero con un arma en la cintura. Comenzó a interrogarla y a pegarle. Dejó de golpearla cuando sonó un teléfono y una voz contestó “Jefatura de Policía”. Así supo donde estaba detenida. Otro policía de civil le ató las manos a la espalda y le vendó los ojos. La mujer lloraba e imploraba por volver a su casa. “No seas cagona que nada te va a pasar –le dijeron–, o es que estás ocultando algo?”
Le sacaron los cordones de las zapatillas, el cinto del pantalón, los anillos y el reloj. S.A.N. preguntó por qué le hacían eso y le contestaron que era para llevarla a su casa. “Déjenme ir sola”, atinó a pedir. Al rato percibió que entraban otras personas, incluso escuchó a una mujer que pedía que le curaran las heridas y se asustó con los gritos de un hombre al que torturaban.
S.A.N. fue llevada de la Jefatura a la Cárcel de Villa Urquiza. En ese lugar había comenzado a operar el grupo de tareas integrado por policías, guardiacárceles y presos comunes. A ese lugar fue a dar S.A.N. Allí escuchaba como a diario “venía un montón de gente y se abrían puertas y yo sentía que les pegaban, gritaban hombres y mujeres”. Se dio cuenta entonces que estaba empezando a vivir una pesadilla: “Yo lloraba, nadie entraba a verme, no tenía noción de la hora ni cuánto tiempo estuve allí, me parecía un siglo”.
Un día, S.A.N. fue sorprendida por la visita de varios hombres a su calabozo. La sacaron y la llevaron a una habitación. Allí la arrojaron al piso y la golpearon. Cuando estaba tirada escuchó que se cerraba la puerta y comenzaba a ladrar un perro. “Grité –recuerda– y el perro más ladraba; sentí que unas manos me tocaban y un hombre me pegó una trompada en el estómago y me mordió la cara. Yo temblaba, uno de los hombres me desnudó completamente, mientras los perros me olfateaban. Yo estaba tirada y sentía que había un hombre al lado de mi cabeza y otro a la altura de mis pies. Se me subió encima un hombre gordo, medio pelado y me obligó a que lo tocara. Me violó y cuando se bajó me dijo que eso era porque no decía la verdad. Luego se subió otro, era el que tenía los perros y me dijo que le diera los nombres de los líderes, si es que sabía de los prófugos que se habían escapado”.
El primero que la violó fue Marcos Hidalgo, director de la cárcel, y el de los perros era el cabo Carrizo, un depravado que organizaba orgías con algunos presos a cambio de un trato menos cruel. Vivía en concubinato con un prisionero en una especie de “suite nupcial” dentro del penal. Sus recorridas con los perros por los pabellones de la cárcel sembraban el terror entre los presos. Los hacía morder hasta que, lastimados, desgarrados, debían ser llevados la enfermería.
Del cabo Carrizo, S.A.N. recuerda: “A la mañana, cuando me sacaban para bañarme, me manoseaban; cuando me llevaba el hombre de los perros me hacía que lo tocara por entero, especialmente la cola. Yo me di cuenta que era afeminado”.
La mujer rememora su estadía en la cárcel: “Así era todos los días hasta que dejaron de pegarme pero abusaban de mí hasta el cansancio. Uno tras otro me violaban. Primero era ese gordo pelado y después los otros y me volvían a meter al cuartito”.
“Después de unos meses quedé embarazada”, dice S.A.N. y agrega: “Ya no era mucho el maltrato pero siempre venía ése con los perros a que yo lo manoseara”. El suplicio de la mujer no tenía límites: “A veces ni siquiera me llevaban comida y si la llevaban era muy mala. Estaba con la misma ropa, ya no me entraba el pantalón porque por el embarazo engordé mucho, lo tenía casi cubriéndome las piernas, no lo prendía”.
“Creo que quedé embarazada en setiembre (1975) y la criatura nació en mayo (1976)” afirma S.A.N. y precisa: “Cuando estuve con dolores de parto me sacaron y me llevaron a un salón. Me acostaron en un colchón y me sacaron la venda de los ojos. No los pude ver porque ellos tenían colocadas capuchas en sus cabezas. Apenas nació la criatura se la llevaron, yo sentí cómo se iba llorando. Después me pusieron una inyección y me llevaron de vuelta a mi lugar de siempre”.
S.A.N. fue liberada “cuando ya no hacía frío”, probablemente en octubre o noviembre. Le dijeron que la sacaban a dar una vuelta. Ella creyó que iban a matarla. Junto a otros prisioneros los hicieron tirarse en el piso de un camión y los taparon con una lona, siempre con los ojos vendados. “En un momento en que el vehículo se detuvo –dice– me ramiaron (arrastraron), me empujaron y rodé. Yo esperaba el tiro de gracia. Me dijeron que nadie tenía que saber nada de lo que había pasado, que conocían mi casa, que todos los días me seguirían y que si contaba algo me iban a matar”.
Después que el camión se fue, S.A.N. se sacó las vendas de los ojos y vio que estaba tirada en un camino de tierra, con cañaverales a los dos lados. Estaba pelada, sucia y descalza. Caminó sin rumbo hasta que la recogió una ambulancia que la llevó el Hospicio Nuestra Señora del Carmen, un neurosiquiátrico de la capital tucumana.
La mujer fue depositada en una sala de mujeres donde la acostaron, le sacaron la ropa y le pusieron un batón. “Yo lloraba y lloraba –dice– porque no podía creer que estuviera con vida y mirando a las personas, que eran todas mujeres. Me dormí no sé cuánto, pero dormí en una cama. Cuando desperté me preguntaron de dónde venía porque en ese lugar no figuraba. Yo no quería hablar nada, ni que me preguntaran nada, ni en dónde estuve ni quiénes me tuvieron. Cuando veía a los policías del Hospicio me tapaba la cara con la colcha”.
Con tristeza y dolor, S.A.N. nos dice que “éste es el relato del calvario que sufrí. A pesar de los años que pasaron, yo lo recuerdo como si hubiera sido ayer, porque tengo en mi corazón el odio, como no pensé tener jamás, por los asesinos de mi vida, porque estoy viva pero muerta por dentro”.

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