lunes, 14 de octubre de 2013

El nacimiento del movimiento obrero



Las últimas décadas del siglo XIX fueron testigo de profundos cambios para las clases populares. Con el fortalecimiento del Estado central, la masiva privatización de la tierra, la repentina abundancia de mano de obra y la urbanización, las montoneras y el éxodo individual dejaron de ser opciones efectivas para defenderse frente a la opresión. Como de 1880 hasta 1916 la oligarquía conservadora se mantuvo en el poder mediante el fraude, durante esos largos años ni siquiera existió para la plebe urbana esa limitada forma de participación que todavía era posible en décadas previas a través de los partidos mitrista y alsinista. En el torbellino de la gran transformación, el territorio se inundó de nuevos habitantes de decenas de países diferentes que ni siquiera hablaban el mismo idioma. La fragmentación dejó al mundo plebeyo indefenso ante el avance irrefrenable del capitalismo. La clase dominante había logrado unificarse, tenía un proyecto político y el poder para imponerlo. Las clases bajas no.¿Qué hacer?: la pregunta se volvió acuciante. Era necesario inventar y poner a prueba nuevas estrategias para la acción.
Los que lideraron la recomposición política de las clases populares fueron los trabajadores urbanos con oficios de calificación. Eran ellos los que estaban en mejores condiciones: a diferencia de los del campo, estaban más cerca unos de otros. Al contrario de los peones, sus empleos tenían una cierta estabilidad que facilitaba la organización. Conocedores de su oficio, tenían mayor poder de negociación frente a la patronal. Fueron ellos, pues, los que comenzaron a adoptar formas de organización y de lucha de efectividad ya probada en Europa, de las que muchos inmigrantes traían experiencias de primera mano. Aunque el movimiento obrero no llegó a unificar a la totalidad de las clases populares, consiguió establecer lazos amplios y abarcativos e incluso tejer alianzas con algunos sectores medios. Con el correr de las décadas se fue transformando en un actor político de gran importancia.
En 1857 trabajadores tipográficos de Buenos Aires fundaron la Sociedad Tipográfica Bonaerense, inicialmente enfocada a la ayuda mutua. De esta primera entidad -que en 1871 había entablado vínculos con la Asociación Internacional de los Trabajadores, que desde el año siguiente tendría una representación en el país-, nació en 1877 la Unión Tipográfica, el primer sindicato propiamente dicho que existió en Argentina. A partir de comienzos de la década de 1880, se extendieron rápidamente los sindicatos por oficios, que en esta época asumían la forma de fraternidades de productores que resistían la lógica del trabajo industrial; funcionaban en general de manera asamblearia y carecían de activistas rentados y de reconocimiento legal. Se organizaron así los ferroviarios, obreros panaderos, trabajadores de astilleros, herreros, cigarreros y muchos otros, tanto en Buenos Aires como en ciudades como Córdoba y Rosario. En 1896 se produjo la huelga de los talleres ferroviarios porteños, la primera en la que participaron buena parte de los trabajadores de toda una rama contra el conjunto de sus patrones. Cinco años después los obreros panaderos protagonizaron allí mismo la primera huelga que abarcó a la totalidad de una rama. También en 1901 se produjo en Rosario la primera huelga general de los trabajadores de toda una ciudad, sin importar su rama, contra todos los patrones y el gobierno local. El 22 de noviembre del año siguiente, al fin, se convocó la primera huelga general de alcance nacional. Paralelamente se fueron dando pasos para la formación de federaciones sindicales. Aunque hubo intentos previos, la primera central obrera que alcanzó cierta solidez fue la Federación Obrera Argentina fundada en 1901, redenominada Federación Obrera Regional Argentina (FORA) tres años más tarde, para enfatizar la pertenencia internacional del movimiento. El internacionalismo era un valor fundamental para los obreros del país en esa época. En los actos que organizaban era común que hubiera discursos en varias lenguas y lo mismo sucedía con la prensa gremial.
De orientación claramente revolucionaria, el movimiento obrero utilizó desde comienzos del siglo el instrumento de la huelga en combinación con movilizaciones callejeras, que habitualmente eran objeto de una brutal represión. Las demandas usuales eran mejoras en los sueldos, la jornada de ocho horas y el fin de las medidas más represivas del Estado. La solidaridad sin embargo crecía y las luchas desbordaban los reclamos puramente laborales. En 1907, por ejemplo, hubo en Buenos Aires una inédita “huelga de inquilinos” contra las subas de alquileres. Poco después, una huelga general cosecharía en esa ciudad por primera vez un éxito importante, aunque con un alto costo. Durante el acto del Primero de Mayo de 1909, como era habitual, la policía disparó sobre la multitud sin motivo, dejando un saldo de cinco muertos y 105 heridos. Como toda medida, el presidente Figueroa Alcorta se limitó a hacer llegar al coronel Ramón Falcón sus felicitaciones por la masacre y lo mismo hicieron los representantes de las principales entidades empresarias. Los sindicatos respondieron indignados con una huelga general que paralizó la ciudad. Durante el sepelio de las víctimas y todavía en otro acto la policía volvió a disparar, produciendo más muertos. Pero aún así la fuerza de la huelga obligó al gobierno a hacer concesiones y el paro terminó tras una verdadera “Semana Roja”, como se la recordó desde entonces. Pocos meses después un joven obrero, Simón Radowitzky, vengó la muerte de tantos compañeros lanzando una bomba de mano que acabó con la vida del despiadado Falcón. Utilizando ese incidente como excusa, el Estado desató una nueva ola de detenciones, deportaciones y clausura de periódicos. Como la agitación obrera no cesaba, las celebraciones del primer Centenario tuvieron que realizarse bajo Estado de Sitio.
La intensidad de la represión consiguió detener durante un tiempo la conflictividad obrera, pero no por demasiado. En las elecciones de 1916 -las primeras organizadas por la nueva ley electoral que ofrecía mayores garantías contra el fraude- los conservadores fueron imprevistamente derrotados. Hipólito Yrigoyen, de la UCR, resultó electo Presidente. Se esperaba que su gobierno tuviera una actitud más benigna con las luchas obreras; y en efecto hubo un cambio, ya que el Estado comenzó tímidamente a mediar en los conflictos entre trabajadores y patrones, a veces incluso a favor de las demandas de aquellos. Pero ello no impidió que siguiera o incluso se intensificara la represión, como pronto quedó probado en los sucesos que pasaron a la historia como la Semana Trágica. Todo comenzó a principios de enero de 1919, con una huelga en la metalúrgica Vasena, en Buenos Aires. La patronal había respondido contratando “rompehuelgas” para que reemplazaran a los trabajadores en paro. Ante el malestar que su llegada produjo, la policía reaccionó abriendo fuego contra la multitud, lo que dejó un saldo de cuatro muertos y treinta heridos. Más sangre obrera fue derramada en la emboscada que los agentes de la ley prepararon para los que participaron del sepelio: doce muertos contó el Estado; más de 100 denunciaron los sindicatos. La indignación popular fue inmediata y dio lugar a una verdadera insurrección espontánea. Mientras la FORA decretaba la huelga general, hubo movilizaciones en varios barrios; los trabajadores asaltaron comisarías y armerías y levantaron barricadas. Durante una semana el Estado perdió control de la situación, a pesar de haberse militarizado la ciudad con más de 32.000 efectivos, con los que colaboraban brigadas de jóvenes de familias ricas, pronto conocidas como la Liga Patriótica, que se encargaron de incendiar locales sindicales y sinagogas. La huelga general concluyó tras una semana, con concesiones para los trabajadores. Para entonces los obreros muertos se contaban en cerca de 700 y los heridos en 4000. Ningún político ni agente del orden fue juzgado por esa masacre. Al contrario, las empresas más importantes organizaron una gran colecta para los policías porteños, en agradecimiento por los servicios prestados.
Lo de la Semana Trágica no fue un hecho aislado. Desde 1917 la conflictividad obrera venía en un rápido ascenso, que tuvo su pico más alto en 1919. Se trató también del momento de mayor extensión de los lazos de solidaridad entre diversos sectores del pueblo. Los actores de teatro, chacareros, telefonistas, empleados de comercio y bancarios de numerosas localidades y los maestros mendocinos, e incluso los estudiantes secundarios porteños y los policías rosarinos hicieron huelgas en esos años y se identificaron con la clase obrera oprimida.

Ezequiel Adamovsky.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. NB: Algunos de los datos de esta nota están tomados de investigaciones de Nicolás Iñigo Carrera y Julio Godio.

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