miércoles, 25 de marzo de 2009

Silencio tras la dictadura: Mendoza y sus historias jamás contadas

Los recuerdos reprimidos de la época de la dictadura. ¿Sabemos todo lo que pasó? ¿Todo el que tenía algo que contar, lo contó? Una opinión -la del autor de esta nota- en torno a que todavía no sabemos todo el dolor infringido por la última dictadura.
Cada uno de nosotros tiene una historia no contada en torno a lo que fue la última dictadura militar.
La diversidad de situaciones que nos acompañaron en aquella época son la prueba irrefutable de que no todo fue blanco o fue negro, sino que hubo un arco iris de situaciones y así lo ha registrado y archivado la memoria de cada uno.
Es increíble que, habiendo pasado tantos años, aun no podamos hacer un balance completo de cuán cruel fue realmente, la época señalada. La memoria funciona como un laberinto. Pero está claro que aún no salimos de él y más: no estamos solos en ese trayecto; hay personas y personajes arrinconados aun en los recodos.
La dictadura fue cruel con Mendoza. Lo fue en los centros clandestinos de detención, pero también en la esquina, en la calle, en los baldíos. El terror llenó, expansivamente, todos los espacios de la vida pública. El miedo cotidiano, las formas, el clima social, muchas situaciones quedaron sin ser contadas, relegadas por una memoria selectiva: una, seleccionada oficialmente; otras muchas, las de todos; que evitan sacar a la superficie los momentos de dolor; aquellas que sólo recuerdan el dolor; pero también las memorias de gente que se comió la versión ATC de las cosas y cree que todo fue al revés de como fue.
El Nunca Más recogió miles de testimonios sobre lo ocurrido en los años oscuros de nuestro país. Es la pauta de la versión más creíble de “lo que nos pasó”. Pero una duda quedará latente: ¿se dijo todo? ¿Acaso no hubo gente que tuvo miedo de hablar, recién iniciada la democracia? Treinta y tres años después del golpe, ¿hemos logrado reconstruir lo que realmente pasó en Mendoza?
Hablaron, escasamente, las víctimas del horror, pero no lo han hecho aun los vecinos que miraban por las ventanas lo que pasaba.
Un ejercicio familiar reslta, hoy, revelador. ¿Qué pasó por aquellos años alrededor de mi familia? Bajo esa consigna, nos propusimos recordar hechos que nunca antes habíamos revelado, ni siquiera en la mesa familiar. El resultado fue impresionante. Escalofriante. Y estamos hablando de una familia – la de mis padres- trabajadora, sin militancia política, que habitaba una humilde casa construida de adobes en San José, Guaymallén.
¿Cuántas otras historias sin registrar, como éstas, peores que éstas, hay en Mendoza?
Linyeras y las tapitas de gaseosas. La “limpieza social” era una de las premisas. ¿En qué consistía “el plan”? la peor parte la ejecutó el Comando Pío 12, encargado de liquidar prostitutas, homosexuales y ese tipo de “indeseables”. Entre estos últimos se encuadraban todos aquellos que no vivieran dentro de una casa, vale decir, los linyeras. Con mejor suerte que tantos asesinados por los comandos paraestatales de la muerte, una atracción diaria resultaba el espectáculo de indignidad que representaba ver a los linyeras, “los borrachos”, tales como se los llamaba, regando la vereda y el patio de la Comisaría 31, en Las Heras y Maipú de San José. “¡Vamos mierda, rieguen bien! ¡Basuras!”, se escuchaba a un gordo empotrado en un uniforme que le gritaba y pechaba, bajo las risas socarronas y cómplices de muchos vecinos. La faena consistía en obligarlos a sacar agua de la acequia con una tapita de botella y regar la vereda y el patio de la dependencia. Claro, para hacerlo, debían sostener un equilibrio con el que –por hambre o alcohol; por edad o enfermedad- no tenía: agacharse, recoger agua podrida, pararse, lograr que algo de agua quedara en el recipiente y, finalmente, conseguir que unas gotas se estamparan contra el piso. Si no lo lograban, siempre pensamos que eran víctimas de los más salvajes golpes y vejaciones, pero jamás pudimos comprobarlo. Nadie hablaba del asunto.
La mataron; la patearon. 13 de abril de 1977. En el Fiat 128, venían mis padres. Mi hermana que aun no tenía un año de edad, saltaba –violando las leyes de tránsito- en la falda de mi madre. Afuera había un peligro más grave que un choque, que un golpe en la cabeza. Un balazo dio de refilón en un costado del auto y la balacera se hizo insoportable. Transitaban por calle Alberdi, entre Uruguay y Olascoaga, a tres cuadras de nuestra casa que estaba sobre Ferrari. Miraron al frente: había un muchacho desangrándose, inmóvil, que supusieron sin vida. Junto a él, una chica muy joven, “de unos 18 años” –recuerda mi madre-, tenía una granada en una mano y un arma en la otra. Rápidamente, hizo señas, indicando que había que moverse del lugar. Pudo subirse al auto, pero prefirió quedarse. Que se fueran “ya”, fue la consigna mientras esgrimía el arma y el explosivo. La cosa era con otros. Sobre Olascoaga, Gendarmería le ofrecía disparos. El Fiat hizo marcha atrás, torpemente. La salida fue por calle Uruguay, dando la vuelta por 12 de Octubre. La nena lloraba; la madre lloraba. Una señora se asomó desde una casa y les hizo señas: “Rápido, rápido, métanse por acá”. Refugiados allí, la escena que surge a la memoria no incluye audio: nadie habla, solo hay recuerdos de estallidos y sangre. Sobre los techos de la casa –refugio, la chica, escapando, saltando de techo en techo. “El objetivo era hacer estallar la estación transformadora de la Costanera, parece”, es lo que dicta el acomodamiento de datos de la memoria, hoy. Gendarmería tomó los techos. Fusilaron a la chica. La tiraron al patio de esa casa y bajaron a cerciorarse de que estaba muerta. Lo estaba. No fue suficiente: “la agarraron a patadas y me descompuse cuando vi esa escena”, recuerda hoy mi madre.
Sospechosos. Cada día, había que medir los pasos y las horas. ¿Inseguridad? Inseguridad era aquella. No teníamos “nada que ver”: trabajar y llevar a sus chicos a la escuela era la única rutina familiar. Pero caminar las escasas cuadras que había entre un lugar y otro resultaba una osadía. De repente, cuando salíamos a jugar a la vereda, mi tía, mi abuela o mi madre corrían rápidamente ante cualquier ruido de frenadas o disparos. “Ahí están otra vez”, decían y nos tironeaban de un brazo a los apurones por el pasillo, hacia la casa. En una de esas ocasiones perdí mi pulsera de bautismo, que no vi nunca más. Hombres con y sin uniforme entraban a alguna casa. Nadie preguntaba al día siguiente qué había pasado. No se hablaba del tema en voz alta. No se hablaba. Todo era silencio. Hasta que un día nos tocó a nosotros. El allanamiento incluyó a toda la cuadra. Esa tarde, uniformados de quién sabe qué fuerza nos pusieron a todos contra la pared. Dijeron que no tuviéramos miedo y revisaron todas las casas, una por una, buscando no se sabe qué. Allí concluye la reconstrucción del recuerdo.
Pánico y sirenas. 1977. Los cordones de las veredas estaban pintados de blanco. Servían para hacer más divertidas las carreras con autitos “preparados” y para seguirlos con la vista mientras caminábamos los 150 metros que separan la casa de la de la abuela. Pero por las noches… Nos tomaba repentinamente en el camino el sonar de unas sirenas muy potentes y el vuelo rampante de unos aviones, acompañado por el oscurecimiento total de la vía pública. Eran los simulacros de guerra con Chile. ¡A la casa! ¡Bajo la cama! Sin sangre, llegábamos y aunque nada había pasado, para un niño lo ocurrido, había sido tan potente como una guerra.
Linyeras, el baldío de las penas y el auto anaranjado. En un terreno baldío ubicado en Ferrari casi Alberdi vivía un grupo de linyeras, entre los matorrales. Todo el barrio los reconocía. Eran borrachos, pero no malos. Vestían con blazer, pero con la misma ropa eternamente. Eran hombres desdichados, llenos de penas que se juntaban (hasta cinco recuerdo haber contado) a contarse las cuitas y a beber y llorar. El barrio los conocía. De vez en cuando pasaban por la casa con un tarro de leche nido pidiendo sobras de comida. Allí, se juntaban fideos con pedazos de pan y algún hueso en un reciclaje nutritivo que les servía para pasar un día o dos. Recibían visitas: uno era “El Lustre”, un negro –negro, negro africano- que recuerdo como enorme, que siempre estaba borracho y que lustraba los zapatos, casa por casa. No vivía en la zona, parece. A cien metros de distancia se escuchaba su anuncio: “¡Lustreeeee!”, gritaba y las señoras salían y dejanban los zapatos en el jardín para que el les pasara betún. Le teníamos miedo, pero por su estampa. Pasaba luego y visitaba a los del baldío y se refrescaba tomando algo. Una mañana, mi tía barría la vereda y yo jugaba con una pelota cuando un automóvil terriblemente color naranja (¿un Dodge?) llegó al baldío con las puertas abiertas, como en las películas, por donde asomaban los cañones de armas largas. Tomaron el baldío. Se los llevaron. Uno sólo volvió al barrio. Nadie supo qué paso. El Lustre siguió yendo por el barrio hasta no hace muchos años, pero ya no nos dejaban salir a la vereda a saludarlo y echarle bromas.
Revoleando el triciclo. Aceleraba en triciclo por la vereda de calle Alberdi, enfrente de “lo Amín”, el autoservicio. Mi madre vigilaba de cerca. A la vuelta, sobre Correa Saá vivía una de mis abuelas. Hacia allí íbamos. De repente, un hombre tomó a mi madre del hombro y mi madre me manoteó a mí, revoliando el triciclo por la vereda hasta caer a la acequia. Fue justo a tiempo que nos rescataba de la vereda. Treinta metros más allá, en la esquina, el caño de un arma asomaba por entre las persianas del primer piso de una casa alta, en donde luego se diría que funcionaba “una imprenta clandestina”. La policía los rodeó, disparó a discre, revolió el triciclo y nos metió en un pasillo. En la esquina había una imprenta. Desde la ventana sobresalía un arma y la tomaron los militares. “Esa gente no se vio nunca más”, recuerda hoy mi madre, sin saber la dimensión que asume esa afirmación hoy en día.
Bajo las balas, las monjas y la acequia. Íbamos a la escuela. Aun no se producía el golpe, pero los enfrentamientos aparecían en el escenario de la Ciudad sorpresivamente. Ya habíamos cruzado el zanjón por aquella pasarela que metía miedo por su endeblez en donde hoy hay un puente vial que une Alberto (en Ciudad) con Aristóbulo del Valle (Guaymallén). Pasamos la Feria. Cruzamos la antigua plaza Pedro del Castillo. Cuando nos arrimábamos a la escuela “Las Ruinas”, allí en donde están los restos de aquella iglesia que cayó en el terremoto de 1861, dos monjas, una de las cuales recuerdo, milagrosamente, 35 años después, por sus bellos sobre los labios, nos gritaron. “¡Cuidado, escóndanse!”. Una persecución con balas ocurría en las calles de la Cuarta Sección. Las monjas se acuclillaron al lado de la iglesia derrumbada y nosotros, mi madre y yo, de 4 años de edad, nos metimos a la acequia, cubriéndonos con el puente. No hubo clases. Nos volvimos raudamente a casa.
Nunca más.

Gabriel Conte (MDZOL)

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