martes, 10 de mayo de 2022

Capitalismo y cultura: los indignados críticos de Saccomanno


Titulares contra Saccomano.

 El discurso de Guillermo Saccomanno en la inauguración de la Feria del Libro, con críticas a la industria del libro existente y su trato leonino a los autores, a la Sociedad Rural y a funcionarios del macrismo y (en menor medida) del kirchnerismo, no tardó en despertar la indignación de columnistas de los principales diarios y de representantes del capital editorial. 
 Mientras que Clarín (28/4) lo caracterizó de “insólito”, en un titular que luego reescribió en su versión web, La Nación se despachó con una serie de encendidas columnas en defensa del capitalismo.
 Es el caso del escrito de Luciano Román (4/5), quien le atribuye a Saccomanno un “ideologismo simplón, anacrónico y demagógico que, inevitablemente, explica buena parte del fracaso argentino (…) una corriente de ideas anticuadas que combate la iniciativa privada, asocia calidad con elitismo y confunde desarrollo con explotación”. Román presenta a la Feria del Libro, sus stands y actividades como lo opuesto al discurso del escritor, como una muestra del paraíso cultural que sería Argentina, detrás del cual “hay empresas que arriesgan y apuestan”. Todo ello, sostiene, pese al kirchnerismo, al que pinta como un enemigo de “la globalización y la apertura al mundo”, sin reparar en que este constituye hoy el principal garante del pago al FMI. En un texto en que sostiene que “cultivar las antinomias (como hizo el ‘escritor iluminado’) es parte del fracaso argentino”, Román insiste con una de las antinomias más falsas y repetidas de la historia, la que opone tajantemente a las diversas alas de la política capitalista.
 Por su parte, Gustavo Noriega publicó en el diario de los Mitre (1/5) un artículo en el que acusa de “infantilismo” a Saccomanno. En primer lugar, morigera la crisis del papel, conformándose con señalar que el costo de 150 mil pesos por una tirada de 2.000 ejemplares no es nada comparado con su precio de venta, que “supera largamente los dos mil pesos” por ejemplar. 
El autor no solo omite el rol pernicioso de la concentración oligopólica de esa industria por parte de Ledesma y Celulosa Argentina, sino el hecho de que “lo poco que se fabrica de bookcel se lo dan a las multinacionales” editoriales, como señalan incluso desde los emprendimientos locales (Infobae, 12/2) que el propio Noriega toma como ejemplo de lo bien que anda todo. 
 Yendo más hondo, Noriega sostiene una suerte de tesis según la cual el capitalismo sería casi una precondición de la literatura. Según él, “la mayoría de los libros publicados generan menos plata que la que cuesta publicarlos. Son aquellos que venden cantidades descomunales de ejemplares los que permiten que la rueda de publicaciones, buscando al próximo exitoso, gire sin cesar”. Por tanto, Saccomanno no debería quejarse de que los autores reciban solo el 10%, ya que “lo honesto sería poner en la balanza que las editoriales no le cobran por cada vez que una edición provoca pérdidas”. Para Noriega, “lo cierto es que es muy difícil vivir de la escritura en cualquier país en general: para que eso sea sustentable se necesita que mucha gente esté interesada en lo que uno escribe y eso, necesariamente, se aplica a unos pocos que, por buenas o malas razones, llegaron al gran público”. 
 El argumento resulta asombroso, no solo porque el columnista no se esfuerza en respaldarlo con cifras, sino porque da por sentado aquello que debería explicar. Si el mecanismo es el descripto por Noriega, se trata de un síntoma evidente de que el capitalismo no es tan virtuoso, ya que: a) el mercado garantiza a muy pocos autores su supervivencia; b) las mayorías no acceden o acceden muy limitadamente a la literatura. 
 El columnista reconoce tangencialmente esto al decir que “esa dificultad se hace más evidente en Argentina, un país quebrado, con la economía fundida”. Pero la Argentina no es una excepcionalidad. Aquí se hacen patentes tendencias inherentes a todo el régimen social en el que vivimos.
 El aumento de la explotación de los trabajadores (entre muchas vías, por la degradación salarial) los obliga a trabajar jornadas extenuantes para sobrevivir; la contracara de esto es la desocupación creciente -todo lo cual alimenta la pauperización social. El capitalismo ha extremado asimismo la división entre el trabajo intelectual y el manual, condenando a una gran masa de operarios a tareas mecánicas; junto a ello, y como consecuencia de ello, aparece cada vez más despreocupado de una educación integral de esos operarios, como se ve en los ataques crecientes de los gobiernos a la educación pública. Todo ello se combina con el alto costo de los libros para atentar decisivamente contra la lectura popular. 
 El artículo de Noriega pone como condición de existencia de la literatura al mercado capitalista, cuando en verdad este se vuelve una traba creciente al desarrollo y acceso a esa literatura. Las experiencias de choques con el capital son ilustrativas al respecto. Los primeros años de la Revolución Rusa vinieron acompañados de un estallido intelectual que marcó a la historia, desde el montaje cinematográfico a las teorías pedagógicas y psicológicas y el diseño. La Revolución Cubana, incluso con sus límites políticos, llevó el analfabetismo de niveles masivos a su práctica erradicación en pocos años. Experiencias como esta muestran que una industria cultural no es inevitablemente capitalista, algo que da por sentado no solo Noriega sino también el editor kirchnerista Juan Carlos Manoukian, cuando se pregunta: “¿Hace falta explicarle a Saccomanno el concepto de ‘industria cultural’ y su trascendencia en la vida de los pueblos?” (La Señal Medios, 2/5).
 El mismo régimen que engrandece la distancia entre el trabajo manual y el intelectual tiende a proletarizar y precarizar a quienes realizan este último -y lo hace cada vez más en su decadencia, en la medida en que la producción “clásica” de mercancías rinde cada vez menos a los capitalistas. Esto, que señaló Saccomano en relación al trato leonino de editores con los escritores, es fácilmente observable al entrar a cualquier web de trabajo “freelance” o indagar en las condiciones del área creativa de la industria cultural. Para estos articulistas es inadmisible que tales “temas pedestres” sean mencionados en un “recinto del saber” como la Feria del Libro (ignorando los ríos de tinta escritos por la mejor teoría literaria sobre la importancia de las condiciones de producción para entender las obras). Son esas ilusiones platónicas las que explican la urticaria que produjo Saccomanno al reivindicar haber cobrado por su discurso, tanto a los columnistas como al expresidente y actual consejero de la Feria, Hugo Levín, que mentó a quienes lo hicieron de forma gratuita en ediciones anteriores para preguntarse si “habrán estado equivocadas mentes tan sabias e intelectualmente superiores que entendieron que no era un trabajo” (Infobae, 2/5). Una argucia retórica con la que busca apoyar su postura en figuras consagradas, pero sin el engorro de consultarles su opinión. 
 Tampoco fueron del gusto de estos comentadores los señalamientos sobre el vínculo de la Sociedad Rural con el genocidio indígena, el saqueo latifundista y la dictadura; aunque no hayan podido desmentir nada al respecto. Cuando Luciano Román sostiene contra Saccomano que la asociación Feria del Libro – Sociedad Rural debe ser festejada, y que “el campo y la cultura son partes inescindibles de nuestra identidad”, cabe preguntarle qué espacio para el disfrute de la cultura existe para el millón de trabajadores que los Señores de los tractorazos tienen trabajando en negro de sol a sol. 
 En 1925, el revolucionario José Carlos Mariátegui escribía que “el intelectual, como cualquier idiota, está sujeto a la influencia de su ambiente, de su educación y de su interés. Su inteligencia no funciona libremente. Tiene una natural inclinación a adaptarse a las ideas más cómodas; no a las ideas más justas. El reaccionarismo de un intelectual, en una palabra, nace de los mismos móviles y raíces que el reaccionarismo de un tendero”. Qué justas caen estas palabras para los escribas de las tiendas de ideas de nuestro quebrado país. 

 Tomás Eps

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