La masacre de 19 alumnos y dos maestras en una escuela primaria de Texas ha vuelto a poner en primer plano el horror de las matanzas masivas en Estados Unidos. El atacante, Salvador Ramos, un joven que acababa de cumplir 18 años, abrió fuego dentro de la institución con un rifle de asalto AR-15, poco después de asesinar a su abuela. Antes de ejecutar a los niños, se tiroteó con personal de seguridad. Finalmente, fue abatido él mismo por uno de los agentes.
Casi en forma inmediata, el gobierno texano -dominado por los republicanos- y el gobierno federal -en manos de los demócratas- montaron un circo político que tiene el propósito de encubrir el fracaso y la responsabilidad de todo el régimen en este tipo de masacres que se han vuelto recurrentes, a tal punto de hablarse ya de una “generación Columbine” -en referencia a la icónica matanza en un colegio de Colorado en 1999 en que murieron 12 adolescentes y un profesor- que ha crecido en un ambiente en que estos hechos son parte del paisaje cotidiano. “Lo estamos naturalizando, y es la nueva normalidad”, ha reconocido ahora el senador Chris Murphy de Connecticut. En 2018, miles de jóvenes ganaron las calles hartos de esta situación.
Además de reñir y echarse la culpa entre sí, pensando en las elecciones legislativas y de gobernadores que vienen, demócratas y republicanos han salido a formular los mismos planteos que en ocasión de las matanzas anteriores. Así, el senador texano Ted Cruz (republicano) pide más despliegue de seguridad en los campus educativos, pese a que ya existe un proyecto llamado “Policías en escuelas” que ha diseminado efectivos en 30 mil establecimientos, al igual que detectores de metales, videovigilancia, etcétera, sin ningún resultado. La propia escuela de la última desgracia en Uvalde, Texas, estaba custodiada. Con planteos semejantes a los de Cruz, Trump se prepara para asistir a una cumbre de la Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés) en Houston.
Del lado demócrata, cada vez que hay una masacre se resucitan los mismos planteos anodinos de control de armas que se olvidan al día siguiente. Estos llevan largo tiempo empantanados en el Congreso debido a la presión del NRA, que financia campañas de legisladores de ambos partidos. Biden cuestiona con gran hipocresía este lobby, mientras abre las puertas al fortalecimiento de esa misma industria armamentística para agredir a otras naciones, y ha dejado intacto el aparato represivo que se ensaña sobre todo con negros y latinos, y que fuera puesto en tela de juicio por la rebelión popular de 2020, ante el crimen de George Floyd.
Demócratas y republicanos se han trenzado también en un debate sobre la segunda enmienda constitucional, que establece el “derecho del pueblo a poseer y portar armas”, una cláusula que es herencia de la lucha anticolonial y por la independencia frente a Inglaterra. Biden dice que “no es absoluta”, en tanto que muchos republicanos hacen una invocación bastarda de ella para justificar sus planteos fascistas y su apoyo a la industria armamentística.
En cualquier caso, el humo político alrededor de los hechos de Texas omite ir a las raíces del problema, que están en la creciente descomposición social que atraviesa Estados Unidos. Hace solo diez días, un tirador hizo 300 kilómetros en su auto hasta Buffalo para asesinar afroamericanos en nombre de una teoría conspirativa del supremacismo blanco que tiene partidarios en las propias filas del Partido Republicano. Más atrás, en 2016, el ataque homofóbico a una disco en Orlando dejó decenas de víctimas.
El imperialismo, con su guerra contra los pueblos del mundo y su militarización interna, genera el escenario propicio para que los elementos como Ramos -un desequilibrado con problemas familiares y de bullying que quería ser marine para matar gente- se multipliquen. Y, en ausencia de rifles automáticos, actuarán con cuchillos, bates de baseball, o lo que tengan a mano.
La única salida de fondo pasa por una profunda reorganización del país sobre nuevas bases sociales, a través de un gobierno de los trabajadores que ponga fin al militarismo y el capitalismo.
Gustavo Montenegro
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