Lo sorprendente del discurso de Cristina Fernández de Kirchner es que ella presentó esta realidad no como una autocrítica suya y de su fuerza política, sino como parte de un ejercicio de reivindicación de sus gobiernos. Se trata de un hecho al menos curioso si se tiene en cuenta que desde la gran crisis del 2001 hasta la fecha, el peronismo y la actual vicepresidenta y su fallecido esposo estuvieron en el poder 16 de los 20 años transcurridos. Esta omisión central no solo le quita seriedad a su discurso, sino que lo convierte en un relato. Los relatos se diferencian de los análisis en que tienen un interés preconcebido. No persiguen la verdad, sino que acomodan los hechos según la conveniencia de su autor, destacan unilateralmente ciertas cuestiones por sobre otras y recortan u ocultan aquellas que contradicen o refutan las afirmaciones que se nos quiere presentar como verdaderas. Fue exactamente esto lo que hizo la ex presidenta motivada por el afán de eludir sus propias responsabilidades ante el fracaso del gobierno que ella misma impulsó e integra.
La tesis desarrollada por Cristina Fernández de Kirchner puede resumirse del siguiente modo: la base de la desilusión democrática radica en que el Estado carece de los medios para controlar a los factores de poder. La solución radicaría en cubrir esas falencias otorgándole más instrumentos al estado para llevar adelante dicho control. Siempre siguiendo su discurso, esos instrumentos sí habían sido creados bajo sus gobiernos, pero fueron desmantelados luego por el macrismo y el pecado original de Alberto Fernández fue no volverlos a poner en pie. El principal instrumento sería una Secretaría de Comercio Interior empoderada, con capacidad de controlar los precios y los márgenes de ganancia de las empresas. Así se lograría evitar la inflación y también mejorar la distribución del ingreso. La pregunta obvia es por qué ese tipo de medidas bajo su gobierno no evitó que la inflación esté entre las más altas del mundo, que la pobreza creciera al punto que terminaron fraguando las estadísticas, que el tipo de cambio se les dispare con la fuerte devaluación ejecutada por Axel Kicillof en el 2014, que la deuda pública siguiera en ascenso a un ritmo vertiginoso (en 8 años CFK casi duplica el stock de deuda pública) y que se profundice el vaciamiento energético mientras las empresas que operaban en el sector se embolsaban subsidios millonarios. ¿No será acaso que este fracaso de su política explica el triunfo de Mauricio Macri en el 2015, un hecho inédito por donde se lo mire, ya que la derecha nunca había llegado al gobierno por vía electoral sino solo por golpes militares?
La política de control de precios o de márgenes de rentabilidad nunca puede modificar las tendencias de fondo del capital y sus crisis de acumulación y valorización. Son solo parches, que aplicados por una burocracia del estado entrelazada con el propio capital terminan incentivando la desorganización económica y favoreciendo la corruptela. Un ejemplo de eso lo tenemos en materia energética. Los subsidios millonarios entregados bajo los gobiernos kirchneristas a las empresas de servicios públicos se hicieron en nombre de evitar los aumentos de tarifas, pero terminaron siendo un gran negocio para las privatizadas que se embolsaban enormes sumas de dinero sin que hubiera como correlato inversiones significativas. Esos subsidios agravaron la crisis fiscal del Estado, por un lado, y la de la infraestructura por el otro. Ocurrió otro tanto con el sistema del transporte público, con la energía y distintas áreas de la economía. En política monetaria y cambiaria el resultado fue similar. Las restricciones a la compra de divisas bajo el gobierno de Cristina Kirchner tuvieron como objetivo principal reunir los dólares para el pago de deuda en detrimento de la actividad económica en general. El fracaso de estas medidas derivó en negociados como la venta del dólar futuro a fines del 2015 que fue luego pagado por Macri en el 2016.
La regulación que la Vicepresidenta reivindica como modelo se aplica especialmente sobre los salarios, ya que el nivel de éstos determina también la ganancia empresarial. Esta regulación de los salarios es claramente perjudicial a los trabajadores. El punto de partida es admitir un salario mínimo que no llega a cubrir ni la canasta de indigencia y formas de contratación que violan los convenios colectivos de trabajo. Para llevar adelante esta regulación el gobierno se apoya en la burocracia de los sindicatos, que firman paritarias a la baja sin consultar en ningún caso a los trabajadores. Esta burocracia desarrolla sus propios intereses y se opone a los trabajadores con todos los medios despóticos que tiene a su disposición, empezando por las proscripciones avaladas por el Ministerio de Trabajo y cuando éstas no alcanzan, las patotas. Y, ni hablar de la regulación de las jubilaciones, un sistema al cual el kirchnerismo nunca les devolvió los aportes patronales que Menem puso en los bolsillos del capital en una desfinanciación histórica que hasta hoy los jubilados pagan con la indigencia. Pero esas regulaciones no alcanzaron al trabajo en negro que creció aún en los momentos de oro de la reactivación económica 2003/2007, lo mismo que el flagelo de la tercerización laboral.
La vicepresidenta podría dar con las razones del fracaso de esta política de control del capital si se hubiese tomado en serio una frase que ayer formuló, pero no profundizó. “El capital solo busca ganancias” dijo, y es verdad. El tema es que el capitalismo de estado que ella defendió como modelo, incluyendo a China dentro de esa categoría, debe entonces poner al Estado en función de garantizar la ganancia del capital. De otro modo el capital no invertirá sus beneficios, en tanto no obtiene una tasa de ganancia adecuada. Bien visto eso es lo que pasa en la Argentina bajo todos los gobiernos democráticos y que se visualiza en la gran fuga de capitales que hemos tenido bajo todos los gobiernos sin excepción. Esa fuga de capitales hace posible que Argentina tenga llamativamente una posición acreedora en el mercado mundial, ya que los fondos en el exterior que tiene su clase capitalista son mayores a las deudas contraídas. Esta fuga de capitales es la otra cara de la huelga de inversiones de una clase capitalista que no obtiene la tasa de beneficio requerida y que chantajea al país con ello. O hay una reforma laboral que baje el costo de contratación de los trabajadores o no hay inversiones; o reducimos las jubilaciones aun más o no hay inversiones. O habilitamos una destrucción del ambiente por los monopolios mineros o no hay inversiones.
El capitalismo de Estado que defendió Cristina Fernández de Kirchner es apoyado por los propios capitalistas cuando, por el tenor que alcanzan ciertas crisis, el capital necesita de una salvaguarda de los gobiernos. Fue así como la mayoría de los grupos económicos que hicieron grandes negocios bajo el menemismo luego se hicieron furiosamente kirchneristas para que el Estado use sus propios fondos para salvarlos luego de la crisis del 2001. La ex presidenta no puede quejarse de semejante genuflexión porque ella misma recorrió esos caminos en su vida política. ¿O acaso Néstor y ella misma no apoyaron activamente las privatizaciones empezando por la del petróleo y el gas?
El fracaso de estas regulaciones que terminan beneficiando al capital está en la base del crecimiento de experiencias fascistoides como la de Javier Milei. Aunque se trata de un fenómeno internacional, no caben dudas que en Argentina la crisis social y económica que han producido estos gobiernos es explotada hábilmente por esta derecha reaccionaria para conquistar a un sector de las clases medias y también de los trabajadores. Su discurso se basa en prometer que la eliminación de esas regulaciones augurará un ciclo inusitado de crecimiento económico. Pero aquí el error de los Milei es comparable al de Cristina Fernández de Kirchner. A nivel mundial es el capital el que reclama la intervención del Estado ante una crisis, como se vio de modo patente luego del 2008 en los EEUU y en el mundo y más cerca en el tiempo con la pandemia. Aunque se presenten como opuestos, Milei y Cristina son las dos caras de la misma moneda.
La desilusión con esta democracia semicolonial es un hecho positivo, que marca el realismo de la población y el balance lapidario que sacó sobre los responsables de la actual situación. La función de la izquierda no es querer salvar un régimen que cae en el merecido descrédito ante los ojos de los trabajadores, sino ayudar a sacar conclusiones y ofrecer una salida. La primera conclusión es que se trata de la crisis de la democracia capitalista, no de la democracia política a secas. Y que la superación de esta situación requiere desarrollar un programa de reorganización social integral del país a partir de los intereses de los trabajadores.
Gabriel Solano
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