El proyecto nonato de los Fernández para declarar de “utilidad pública” a Vicentin y proceder a su expropiación, ha dado lugar a lo que quiere parecerse a un debate sobre la “seguridad alimentaria”. Una mínima dosis de picardía sería suficiente, sin embargo, para advertir que estamos ante una cortina de humo, para que la mirada no se pose sobre el costo que implicaría para el estado la nacionalización de Vicentin, tal como la plantea el proyecto oficial. La expropiación por utilidad pública implicaría que el estado se hace cargo de un pasivo de u$s1.500 millones y del pago del resarcimiento que establezcan los tasadores del estado, sin contar las deudas ocultas que hayan dejado las maniobras de esta patronal. El concurso de acreedores busca legalizar un vaciamiento patronal, y habilitar el copamiento del Family Group por parte de algún cuervo internacional. También pone en evidencia la complicidad funcional de los bancos públicos con los vaciamientos empresariales. El relato oficial que incorpora a YPF a una reestructuración del comercio agrícola, tiene el inconveniente que la misma YPF es objetivamente una empresa vaciada.
A seguro lo llevaron preso
El tema de la seguridad alimentaria hizo su ingreso en la literatura económica y también política, como consecuencia de la internacionalización acentuada de la producción de alimentos en la década del 70 del siglo pasado. Países con población numerosa, como India o México, vieron derrumbarse su producción interna frente a la competencia internacional. El NAFTA, por ejemplo, puso fin al autoabastecimiento de maíz que tenía México, que pasó a importarlo de Estados Unidos. De esta crisis nació un movimiento que reivindica un regreso a la producción interna y a la pequeña producción y, más allá de esto, a la lucha contra la modificación genética de las semillas y el uso de agrotóxicos.
La victoria descontada de la producción en gran escala arruinó vastas poblaciones locales, provocó migraciones internas masivas y aumentó considerablemente la pobreza. México perdió el maíz, pero ‘ganó’ las ‘maquiladoras’: el armado de automóviles, a un precio de ganga de la mano de obra, por parte de compañías alemanas, norteamericanas o chinas, con destino a la exportación a Europa, Estados Unidos y Canadá. El país que entró con mayor decisión en la internacionalización de la producción de alimentos fue Argentina, bajo el gobierno de Menem (Duhalde y Kirchner), al punto de reconocer el índice más alto de incorporación (90%) de semilla transgénica. Hasta ahora no se ha escuchado a ningún ‘fan’ de la seguridad alimentaria alentar el cese de las aplicaciones genéticas y diversos pesticidas a la producción argentina. Bajo los doce años del kirchnerismo, el avance de la química en el agro no cesó en ningún momento. El oficialismo no ha hecho siquiera un fugaz comentario al festejo a la reciente legalización, por parte de China, a la importación de alimentos genéticamente modificados.
Como exportador neto de alimentos, Argentina se jacta de poseer una elevada seguridad alimentaria. Lo mismo decía Chávez de la seguridad energética de Venezuela, o Perón con referencia al trigo, que terminó en una aguda escasez de pan hacia fines de los 50. La ‘seguridad’ en materia económica, sin que importe la rama de que se trate, no existe, porque el capitalismo es un sistema de anarquía económica, donde lo que sobra en un momento falta en el otro, transitando por crisis cada vez más severas. Argentina también exporta automotores y eso no la convierte en ‘rodado seguro’, porque lo que tiene que importar para armarlos representa un valor muy superior a los ingresos de exportación del producto terminado. En el rubro agrario, es cierto, todavía existe un excedente entre los insumos que importa y los productos que vende al exterior, pero esto podría modificarse en breve tiempo dado el crecimiento de precios de la industria química internacional, por un lado, y el decrecimiento de los precios y del valor agregado de la exportación.
Varios especialistas en temas agrarios han comenzado a hablar de “capacidad excedente” en la industria agroindustrial. El campo argentino pierde fertilidad debido al monocultivo, falta de rotación y exceso de química. Bien mirado, funciona como una ‘maquiladora’ agraria de la química internacional, o sea que metaboliza la genética y el agrotóxico. Los intentos de añadir el biodiesel a la producción refuerzan esta tendencia, aunque han fracasado por el proteccionismo de Europa y Estados Unidos.
La ‘inseguridad’ capitalista ha crecido con la pandemia y la bancarrota capitalista internacional. Nadie puede conseguir barbijos si no pasa por China, que domina la cadena de producción de la máscara o tapaboca; los demás países deben importar partes del producto o insumos, lo que en la actualidad resulta casi imposible. Por otro lado, todos los gobiernos de los países desarrollados han tomado medidas para evitar que sus ´campeones´ estratégicos sean absorbidos por rivales internacionales, especialmente, ahora, en el rubro farmacéutico, en función del Covid-19 y sus secuelas. El capitalismo es incompatible, históricamente, con cualquier seguridad social. Por eso quiebran los sistemas previsionales y de salud – incluido el más relevante, el de Gran Bretaña. En el capitalismo, para asegurarse hay que comprar un seguro a una compañía de seguros, que seguramente habrá de quebrar, como ya ocurrió con AIG, en 2008, la más importante del mundo.
El turno de una ‘nueva izquierda’
En este marco, la izquierda se ha metido en la polémica esgrimiendo lo evidente: en el país de la seguridad alimentaria la pobreza crece sin parar e incluso, agregamos, la desnutrición. No atribuye, sin embargo, esta pauperización a la decadencia capitalista y las crisis violentas y cada vez más próximas entre sí de las últimas décadas, sino, dice Gabriel Solano (ver Infobae, “La soberanía alimentaria le queda grande al kirchnerismo”), a que los alimentos se encuentran dolarizados y los salarios pesificados. Repite, probablemente sin saberlo, las tesis de los desarrollistas hace sesenta años, cuando iniciaron el ciclo de devaluar el peso y poner retenciones a las exportaciones agrarias. Denunciaban el ´modelo exportador´ porque encarecía lo que llamaban “bienes-salario”, es decir los alimentos y, como consecuencia, los salarios. Era necesario, sostenían, para la industrialización de Argentina, desdoblar el salario local del salario internacional. El intento del desarrollismo, que el peronismo luego intentó hacer suyo, terminó en un completo fracaso. Retomado por el gobierno de Onganía, se hundió con la devaluación de 1969 y el Cordobazo.
Que la izquierda haya retrocedido de un pretendido marxismo al desarrollismo es un salto histórico insuperable, claro que hacia atrás. “Esta contradicción”, dice Solano en Infobae, (“alimentos en dólares y salarios devaluados en pesos”), “es la fuente principal (¡principal!) de creación de pobreza en el país”. No es siquiera un planteo original sino un refrito de Raúl Prebisch, un economista que recorrió todos los intentos de desarrollo de Argentina, desde el derrocamiento de Yrigoyen.
Si el sistema de precios es la ´causa principal´ de la pobreza, el mundo entero debería nadar en la abundancia, desde Estados Unidos hacia abajo. Tres grandes exportadores de cereales, Canadá, Nueva Zelanda y Australia, deberían estar hundidos en la desnutrición. El hambre y la desnutrición existe en todo el mundo capitalista, en especial en Estados Unidos, donde más de 20 millones de personas viven del ‘stamp’, una tarjeta para comida. Es obvio que la pobreza no es el resultado de una contradicción de las estructuras comerciales, sino del capital y, sobre todo, de las crisis capitalistas.
Para resolver esa contradicción de precios, a Solano no se le ocurre otra cosa que la nacionalización del comercio exterior, gran parte o todo el agro, etc. Propone expropiar el capital para resolver una anomalía del mercado. Es matar un mosquito con un misil. Es obvio, sin embargo, que una vez nacionalizado todo el complejo exportador, la tijera de precios, determinada por el mercado mundial, seguirá intacta. La expropiación del capital y el socialismo no tienen el propósito de estatizar los precios relativos, sino de modificar las condiciones históricas del trabajo por medio de una planificación gestionada por la clase obrera. Si los salarios altos perjudican la industrialización, eso seguirá sucediendo en un sistema estatal. La tesis de Solano, como la de los desarrollistas, es que la industrialización requiere una fuerza de trabajo desvalorizada y un salario inferior a la media internacional. Es eso mismo lo que están haciendo los Fernández.
Solano lo confirma a pleno. Dice: “Se podría conjeturar que una vía distinta para lograr la soberanía alimentaria del pueblo no sería abaratar los alimentos dentro del país, sino aumentar los salarios de toda la población para que pudieran comprarlos a precio dólar. La objeción a este planteo es muy simple: Argentina no puede pagar salarios de ese nivel, porque llevaría a la quiebra a buena parte de su aparato industrial, que no podría sobrevivir con un costo de capital variable tan elevado. Después de todo, el nivel salarial depende de la distribución de la plusvalía entre capitalistas y trabajadores, es decir, de la lucha de clases, pero jamás puede superar el total de la creación de valor en un país”.
Lo transcripto lo suscribiría cualquier directivo de la UIA (y la burocracia cegetista). Obviamente, “el nivel salarial” NO “depende de la distribución de la plusvalía entre trabajadores y capitalistas”, sino que depende del reparto del valor de la producción entre plusvalía, de un lado, y salarios, del otro. Como la tasa de plusvalía en Argentina no ha desaparecido, sino que es, por el contrario, muy elevada, los salarios pueden subir todavía mucho sin quedarse con el valor total del producto, ni provocando la quiebra de nadie. El planteo de Solano es la teoría del ajuste.
El planteo de que un comercio estatizado repartiría de otro modo la renta agraria y la renta extraordinaria de exportación, no beneficia a los trabajadores sino a la burguesía industrial, que se quedaría con una parte de esa renta como consecuencia del abaratamiento relativo de la fuerza de trabajo. Es lo que han hecho todos los gobiernos hasta ahora, en cien años, con instituciones de control o con retenciones. El socialismo no se identifica con políticas de retenciones, IAPI’s, Junta de Granos, o una Corporación de Productores de Carne. Es en particular lo que hizo el kirchnerismo, reforzado incluso por otra pesificación - la de las tarifas. En aquel momento, el Partido Obrero denunciaba que la pesificación de alimentos y tarifas era un subsidio a la burguesía nacional, que lograba el abaratamiento de la fuerza de trabajo. Ahora Solano pide la pesificación porque "la industria (sic) no puede pagar salarios altos". La distancia entre el Partido Obrero de 2008 y el oficialismo del PO actual es, como se ve, cada vez mayor. En Argentina no solamente cae el Producto Bruto por persona – también cae la participación de los ingresos de los trabajadores en ese producto. Cae la parte del capital dedicado a la fuerza de trabajo y sube la plusvalía. También retrocede tendencialmente la participación de la fuerza de trabajo en el PBI, en Estados Unidos. Crece además la miseria social, que es la suma de pobreza, precarización laboral, condiciones de hábitat y la destrucción del medio ambiente. En resumen, es el capital y el estadio histórico de su decadencia.
Recuperar el desarrollismo en una etapa de crisis excepcionales de la economía capitalista, supone una regresión teórica y por lo tanto política. La tendencia democratizante en la izquierda opera como un tumor, es decir que se va apoderando de todo el organismo. Va alumbrando con mayor claridad las delimitaciones políticas que tienen lugar en el campo de la izquierda.
Jorge Altamira
26/06/2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario