Apenas se extendió a los países de Europa, circuló con mayor o menor éxito la tesis de que la cuarentena instauraba un régimen político de excepción. El llamado “estado de excepción” alude a un sistema de dominación que puede estar más acá o más allá de la democracia formal, porque hace referencia al desarrollo de una capacidad extraordinaria del Estado para tutelar la vida individual, con relativa independencia de las características de sus instituciones políticas. En la caracterización convergieron una izquierda que se define “plural” y una derecha que se reivindica liberal. En uno y otro andarivel se destacaron quienes convocaban a una “rebelión” contra las cuarentenas; en Argentina tuvimos una polémica en defensa de la cuarentena contra la posición contraria del FIT; más allá, encabezaron la insurgencia contra ella los Trump, Bolsonaro, el inglés Johnson, el italiano Salvini y Sebastián Piñera.
El ´estado de excepción´ estaba representado, en realidad, por el campo político crítico de lo que se dio en llamar el “aislamiento preventivo”. La defensa de la libertad individual o de circulación en una pandemia, puede convenir a las clases sociales pudientes, mientras representa una condena a muerte para los trabajadores o las masas más empobrecidas. Mucho más si se tiene en cuenta la desprotección sanitaria de las mayorías, en especial por la elevada privatización del sistema de salud y la destrucción del sistema público. La coacción estatal para contener una crisis sanitaria es relativamente progresista, en contraste al abandono del rol del estado, como representante de la “sociedad en general”, que está obligado a conservar, precisamente por el antagonismo de clases de esa sociedad. Otra cosa es, por supuesto, la capacidad real del estado para emprender una protección sanitaria real, en virtud de su carácter de clase y del monopolio de los medios de producción de parte de la burguesía. La crítica liberal al “aislamiento progresivo”, en una pandemia, pone de manifiesto su carácter reaccionario, al menos en la época de la decadencia capitalista. Como el “derecho al trabajo”, o sea el derecho a ser explotado, el derecho a la vida es uno de los derechos que se puede y se debe reclamar al Estado capitalista.
Tres o cuatro meses después de iniciada la pandemia, asistimos a rebeliones populares extendidas – no a un ‘estado de excepción’, que impone el encierro político generalizado, sino a un estado de rebelión. Esto pone de manifiesto otra ficción de la crítica liberal – la de que la historia se hace por arriba, por medio de las instituciones, y no por medio de la lucha de clases. El “decisionismo” estatal no puede ser caracterizado como reaccionario en términos abstractos, o sea con independencia de su contenido en cada época histórica. En ese caso se debería condenar la dictadura jacobina en la Revolución francesa o la dictadura proletaria encabezada por Lenin y Trotsky.
Si se mira con cuidado, se ve que no ha triunfado, sino que ha naufragado el intento de establecer un ´estado excepción´ en Estados Unidos, por parte de Donald Trump, que ha gobernado a fuerza de “órdenes ejecutivas” y de brutalidad policial. Tanto los intentos de Trump como Bolsonaro de establecer un estado policial se han arropado en la defensa de las libertades individuales. El liberalismo tiene una larga historia totalitaria en América Latina – la masacre de indígenas en nombre de la Ilustración. La rebelión popular en Estados Unidos ha arrancado una conquista que no por necesaria resultó inesperada: la derechista Corte Suprema acaba de dictar la ilegalidad de los despidos por causa de género. No es moco de pavo, porque la insidia más significativa contra este derecho a la diversidad sexual era que violentaba la conciencia de aquella parte del personal de un lugar de trabajo que rechazaba la diversidad. En medio de las advertencias de un avance del ´estado de excepción´, ha tenido lugar la rebelión contra la brutalidad policial y contra el racismo, más extendida de la historia.
Es claro que el estado de rebelión es una continuidad de las rebeliones populares anteriores a la pandemia, que tienen que ver con el proceso de disolución capitalista, que se manifiesta en crisis internacionales a repetición, cada vez más acentuadas, y con epicentro en las metrópolis del capital. Para usar la cuarentena como un arma del estado de excepción, habría sido necesario el establecimiento de un período de reacción política. Los intentos en este sentido han sido generalizados, pero no han prosperado como tendencia de conjunto. Un aspecto de la dialéctica es apreciar los fenómenos dentro de una totalidad diversificada; cuando esto no está a mano del doctrinario, se cae en el impresionismo. La pandemia ha caído como una catástrofe para el capitalismo, simplemente porque ha expuesto sus falencias insuperables y su tendencia disolutoria. Claramente impulsa una nueva época – la ´nueva normalidad´ serán las revoluciones; el distanciamiento social deberá rivalizar con la aglomeración política de las masas.
El estado de disolución se encuentra agrandado, como no debería sorprender a nadie, en Argentina. El estado se presenta como un “portador asintomático”, que va y viene entre la internación y la terapia intensiva – sin tests, respiradores u oxígeno. No tiene moneda, ni financiación, esta absorbido en un generalizado “concurso de acreedores”, y enfrenta resistencias populares, luchas y huelgas que, si se juntaran, entrarían en la categoría de la rebelión popular. Aunque gobierna por decreto, no constituye un “estado de excepción”, porque tendría que tener la capacidad de imponerlos en el tiempo. Para que el pueblo marche al son del gobierno, no son suficientes las formas jurídicas – es necesario el músculo político. Argentina está gobernada por una confederación, a punto de quebrarse, constituida por el oficialismo, que funciona como coalición; la oposición, donde la batuta la tienen los contemporizadores; los gobernadores de todos los signos. No es cierto que Alberto Fernández sea un árbitro, que no es lo mismo que un componedor; ni tampoco lo es la vicepresidenta, porque en política no existe el VAR. La posibilidad de un bonapartismo especial deberá esperar a que el equilibrio inestable vigente explote como consecuencia de una ruptura política.
Es claro que la pandemia limita las movilizaciones populares, pero los despidos, y las modalidades y protocolos de trabajo han desatado numerosos conflictos, incluso cuando el compromiso de la burocracia sindical con el estado y las patronales está funcionando a pleno. Hay una lucha, que es fundamental, por el control de los lugares de trabajo. La crisis que sufre la cuarentena ya desemboca en luchas crecientes, a medida que la ´reapertura de la actividad´ multiplica las reivindicaciones reprimidas, y las que surgirán como consecuencia de esa reapertura.
La crisis de la deuda externa; el impasse político que ha alcanzado la intervención estatal en el holding Vicentin; el concurso preventivo (despidos y bajas salariales) que reclama Latam; el rebrote de la pandemia y la necesidad de hacerle frente con recursos y medias de intervención social; todo esto anuncia una crisis de gobierno a corto plazo, que movilizará a todas las clases sociales.
Es necesaria la coordinación de todas las luchas, con métodos de deliberación clasista, para derrotar el intento del capital de volcar el costo de la crisis sobre los trabajadores.
De otro lado es necesario abordar la crisis de poder en desarrollo. En función de esto planteamos un congreso de delegados electos, por iniciativa de las corrientes combativas, con el objeto de presentar un plan económico de la clase obrera, y con ello la candidatura al poder. La nacionalización sin pago de la gran industria y la banca, bajo control obrero, es una necesidad inmediata para enfrentar la catástrofe en desarrollo.
Jorge Altamira
18/06/2020
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