sábado, 31 de octubre de 2009

Justo en la crisis


LIBORIO JUSTO: UN ARGENTINO EN LA GRAN DEPRESION NORTEAMERICANA

Fundó partidos de izquierda, fue trotskista y luego un durísimo crítico del revolucionario soviético exiliado en México, se ofreció como voluntario para trabajar de obrero en la URSS, fue marinero en balleneros finlandeses, vivió doce años como ermitaño en las islas del Ibicuy, usó seudónimos para no quedar encasillado como el hijo rebelde del máximo representante de la Década Infame y hasta le hizo un escándalo público a su padre –el general Agustín P. Justo– delante del presidente Roosevelt. Pero, como si fuera poco, entre 1926 y 1934 Liborio Justo viajó a Nueva York, donde retrató sin partidismos los estragos que causaban el crac del ’29 y la Gran Depresión en la capital del capitalismo.

El ojo de Quebracho y de Lobodón se adivina, inquieto, tras la lente minuciosa que captura las grietas en la capital imperial del siglo XX. Liborio Justo tendría alrededor de 30 años cuando tomó las fotografías de Nueva York, en distintos viajes entre 1926 y 1934, desde poco antes, durante y después de la crisis del ‘29 de Wall Street. Sus imágenes no son financistas y empresarios lanzándose de los rascacielos sino los nuevos desocupados, los contrastes, los trabajadores en huelga, la protesta roja, el estupor de una sociedad que ya se anunciaba como la más poderosa del planeta y que asistía, paralizada, al derrumbe de su economía.
Las fotografías realizadas por Liborio Justo –que se exhiben en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco (Suipacha 1422) hasta el 22 de mayo– tienen el vigor de la paradoja, aun en un planeta donde las distancias se achicaron tanto desde entonces. No son las imágenes de un fotógrafo norteamericano sobre la pobreza en América latina sino las del ojo inquieto de un argentino que hurga bajo la alfombra de la sociedad neoyorquina de los años ‘30.
En las imágenes de Lobodón Garra, que junto con el de Quebracho eran los seudónimos que usaba Liborio, no hay jactancia ni complejo chauvinista sino la gloriosa convicción de la decadencia definitiva del capitalismo y la poderosa irrupción de una nueva sociedad igualitaria de trabajadores. Liborio es hijo del general Agustín P. Justo cuando llega en su primer viaje a Nueva York en 1926. Y en 1930, otra vez de visita en Manhattan, se convierte en el hijo del presidente golpista tras el derrocamiento de Yrigoyen.
Es la oveja negra de una familia de militares, porque su madre también es hija de un general. Ser hijo del presidente lo descoloca, reniega de esa condición que nunca hubiera elegido, recuerda con desilusión a su padre cuando desechaba cualquier intervención en política, se aferra a su cámara de fotógrafo aficionado y se lanza a las calles de la latente capital del mundo. Ser hijo del presidente argentino en aquellos años era algo así como ser ahora un príncipe saudita. Pero este príncipe argentino no tira la manteca al techo, se integra al mundo bohemio, es asiduo concurrente a las reuniones de intelectuales de izquierda en una época, probablemente la última en Estados Unidos, donde ser comunista estaba de moda, como lo cuenta el mismo Liborio en sus memorias.
Liborio descree de los intelectuales, pero se deslumbra con los luchadores obreros. No hay fotos de reuniones ni con gente famosa, sus protagonistas son anónimos, decenas de desocupados durmiendo en los bancos de una plaza con el fondo simbólico de los grandes rascacielos. El poderío del capitalismo norteamericano y la expresión de sus límites, los cimientos huecos, sus dos extremos y el anuncio de su inevitable derrumbe. Allí está la irracionalidad de un sistema bárbaro, el poder y la miseria, los pies de barro del gigante.
Después de 70 años, el capitalismo norteamericano goza de buena salud, aunque la crisis del ‘29 fue como la del 2001 en la Argentina, pero en una de las economías más fuertes del planeta. Las contradicciones estallaban y el mundo se llenaba de presagios. La cámara de Lobodón es ultrarracionalista con la pasión religiosa de los revolucionarios. No se deja seducir por la cartelería de la propaganda de izquierda de aquellos años, no hay obreros heroicos ni banderas rojas flameando. Están las largas colas de las ollas populares y el obrero luchador es un hombre prolijo, con su overol y de pelo corto, que distribuye un periódico comunista. El worker está parado con firmeza ante la cámara con una especie de casaca piquetera con la hoz y el martillo, que anuncia su visión científica de la sociedad y la lucha de clases. Es el trabajador y la fuerza ascética, superior, del pensamiento. Un obrero en estado puro.
Y están también los paisajes urbanos, el centro vacío de la ciudad, el hospital abandonado, el templo masón en venta, los locales del Ejército de Salvación para colored men y la cartelera de un teatro céntrico que anuncia la presentación de la declamadora argentina Berta Singerman, que recitaba poesías envuelta en tules y con profunda entonación dramática, adorada por la izquierda y los intelectuales de Buenos Aires. Y pone el ojo en otro cartel inmenso que dice “Déle una mano, vecino”, y se ve una mano paternalista que se apoya en el hombro de alguien desconsolado, supuestamente un desocupado.
Había comenzado la Década Infame en la Argentina y el papá de Liborio era su emblema, el general presidente de la República. El gobierno de Agustín P. Justo fue conservador en lo político y social, y liberal en lo económico. Y Liborio fue opositor furioso desde la izquierda. Sus seudónimos fueron un intento de evitar ser encasillado como el hijo rebelde del presidente, buscó su propia identidad en ese debate furioso que irremisiblemente llegaba a la mesa familiar. Participó en la agitación social en la Argentina y también en Estados Unidos, donde al mismo tiempo ejerció con gran altura este ejercicio de fotógrafo aficionado.
Fundó partidos de izquierda, fue trotskista y luego un durísimo crítico del revolucionario soviético exiliado en México, se ofreció como voluntario para trabajar de obrero en la URSS, fue marinero en balleneros finlandeses y vivió doce años como ermitaño en las islas del Ibicuy. Esa experiencia norteamericana dejó su huella en estas fotografías y en el acto de rebeldía que marcó a una generación, cuando se infiltró en el solemne agasajo del Congreso al presidente Franklin Delano Roosevelt, que se encontraba de visita. Entre tanta gente copetuda se escuchó el grito del hijo rebelde: “¡Muera el imperialismo yanqui!”, justo cuando su padre, el general, saludaba al mandatario norteamericano.

LUIS BRUSCHTEIN

Domingo, 3 de abril de 2005

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