“Hoy, nadie se atreve a decir en Brasil si Bolsonaro logrará terminar su mandato”, relata un corresponsal brasileño a La Nación (25/4). “Por otro lado”, agrega, “pensar que el jefe de Estado puede sobrevivir a las diversas crisis que sacuden a su gobierno ... parece casi imposible. Bolsonaro está acorralado”. El Financial Times observa algo parecido: “existe preocupación acerca de la estabilidad de la Administración” (24/4). El ex presidente brasileño, Fernando Henrique Cardoso, por su lado, pide, lisa y llanamente, el reemplazo de Bolsonaro por el general Hamilton Mourão, el vicepresidente, en lo que constituye el llamado a un golpe de palacio inmediato, para evitar el largo proceso de un juicio político a cargo del Congreso. De confirmarse estas perspectivas, el fascistoide brasileño caería en medio de una ofensiva capitalista contra los trabajadores y una todavía débil resistencia de las masas - una consecuencia de las contradicciones insalvables de su gobierno y del impacto de la bancarrota capitalista internacional. Los señalamientos de nuestra Tendencia en la fatigosa polémica entablada en la izquierda han sido confirmados sin atenuantes.
El gobierno de Bolsonaro ha estado envuelto en numerosas crisis, pero la que lo ha enfrentado al ministro de Justicia y Seguridad, Sergio Moro, en estos días, es la más decisiva de todas, porque involucra a quien jugó un papel fundamental en la destitución de Dilma Rousseff, primero, y en la anulación de la candidatura de Lula, con posterioridad, para las elecciones a presidente. Como fiscal del llamado Lava Jato, Moro ayudó a desmantelar a poderosas corporaciones brasileñas y a abrir el mercado de la construcción y del petróleo a las compañías internacionales. Moro trabajó con informaciones que le proveyó el Departamento de Justicia de Estados Unidos; una investigación del portal Intercept reveló hace poco que usó su posición judicial para conspirar políticamente contra el partido de los Trabajadores. Muchos observadores suponen que Bolsonaro no hubiera podido llegar a la presidencia sin Moro, lo que resume la enorme fractura de poder que ha causado su renuncia.
El choque Bolsonaro-Moro constituye una radiografía del régimen político de Brasil. Bolsonaro se planteó poner tropa propia en la jefatura de la policía federal, y singularmente en Río de Janeiro y Pernambuco. Reclamó incluso la posibilidad de manejar de este modo operaciones de inteligencia interna, algo que la policía federal tiene prohibido, al menos formalmente. En su declaración de renuncia, Moro reveló que Bolsonaro pretende crear un ministerio de Seguridad, separado de Justicia, para mejor concentrar el espionaje político. El propósito de esta panoplia de medidas es proteger a las pandillas que dirigen sus hijos, comprometidos en actos de corrupción, pero especialmente en la organización de milicias, involucradas en acciones criminales y en el asesinato de la concejal y militante de derechos humanos, Marielle Franco.
Carente de un partido o aparato político propio a escala nacional, Bolsonaro ha intentado crearlo desde arriba, bajo el control de una camarilla familiar. Esto explica sus constantes crisis con aquellos aliados en el Parlamento, que defienden sus propios apetitos. Este es el camino que han recorrido algunos gobiernos de derecha en Europa, que han sido caracterizados como ‘proto-fascistas’ o ‘pre-fascistas’, a pesar de carecer de lo fundamental del fascismo, que es una base de masas para destruir a la clase obrera como clase independiente. El sistema político brasileño se ha convertido, como resultado de sucesivas crisis, en un régimen de sellos, con excepción del partido de los Trabajadores, dejando un vacío que el bolsonarismo ha buscado colmar.
La irrupción de la pandemia Covid-19, por un lado, y el desplome económico internacional, por el otro, han alterado radicalmente el escenario de esta crisis política. Bolsonaro ha chocado con los gobernadores de los principales estados de Brasil en torno a la aplicación de la cuarentena o distanciamiento social, a los que considera, sin más, una forma del comunismo. Como jefe de un régimen de camarilla en desarrollo, le ha escapado a una concertación nacional con otros jefes políticos, declarando su oposición a cualquier forma de reglamentación de la economía. Esto llevó a la renuncia del ministro de Salud, un bolsonarista de primera hora, partidario decidido de la cuarentena. Según observa el Financial Times, estos choques políticos han alimentado una enorme “tensión” a la crisis sanitaria; en Manaos (estado Amazonia) se cavan fosas comunes. Bolsonaro ha respondido a estos desafíos con bravuconadas que desprecian la protección de la salud, u otras que alientan la militarización política de Brasil. Bolsonaro despliega una confianza desmedida en que el temor a un vacío político disuadiría a sus rivales a asestarle un golpe de estado. En tanto distintas voces, incluso de izquierda, califican a la cuarentena como un “estado de excepción”, Bolsonaro, figura emblemática de ese “estado”, la denuncia como “comunista”.
Los cruces políticos que culminan con la renuncia de Moro se producen cuando Brasil, como la mayoría de los llamados países emergentes (¿no sería más adecuado denominarlos ‘submergentes’?), sufren una salida masiva de capitales. En cuatro semanas el real brasileño pasó de 3,80 a 5,40 el dólar; el jueves 23, el Banco Central vendió u$s3 mil millones. Bajo Bolsonaro la economía no salió en ningún momento del estancamiento – ahora se viene una depresión. En respuesta a esta crisis, un sector del gabinete aprobó, sin la presencia del ministro de Economía, el ‘caputista’ Julio Guedes, un operador financiero, un aumento del gasto público del orden de los u$s5 mil millones para obras de infraestructura. Guedes lo denunció de inmediato como un refrito del gasto público de los gobiernos lulistas, lo que ha llevado a una mayoría de observadores a descontar que Guedes será el próximo renunciante. En cualquier caso, el derrumbe internacional ha puesto fin a las posibilidades de financiamiento internacional de Brasil, como impulsa el ministro. Una crisis de la política económica es un golpe en la línea de flotación del gobierno, que no puede ser separada de los reclamos para echar a Bolsonaro por sus operaciones clandestinas de gobierno.
El silencio del PT, en la crisis, es ensordecedor. Ha tomado la decisión consciente de no postularse como alternativa de gobierno, por lo que tampoco moviliza políticamente. A último momento, Lula se ha pronunciado por el debate parlamentario del impeachment, “y que Bolsonaro se defienda” (Página/12, 24/4), lo que significa una dilación y una justificación del inmovilismo del PT, dejando deliberadamente la iniciativa en manos del presidente de la Cámara, Rodrigo Maia.
El escenario está ocupado por una cofradía de gobernadores sin articulación entre ellos, y un Congreso dividido en innumerables bancadas. La iniciativa se encuentra entonces en las manos de los militares, que deberán improvisar políticamente frente a la pandemia y la estampida financiera, en el caso de fuercen el reemplazo de Bolsonaro por su vice. El tablero internacional de América Latina se modificaría en términos por ahora imprevisibles.
La izquierda y las organizaciones sindicales de Brasil no han ofrecido aún una caracterización de conjunto de este giro enorme de la situación política.
Jorge Altamira
25/04/2020
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