martes, 10 de diciembre de 2013

Territorialidad-gobernabilidad, paradigmas y tensión



El partido narco-policial, instalado como un actor político central y con enorme poder de desestabilización, aprendió la fórmula. Los recientes acuartelamientos son un pase de facturas y marcada de cancha para la clase política en particular y para la sociedad en general.

Bajo el pretexto de aumento salarial y de condiciones laborales, la función de garante del orden del aparato represivo quedó relegitimada.
Ese significado cobra un sentido aún más preocupante para una agenda popular cuando se lo enmarca en la cuestión de la seguridad. Entendiendo que este último es uno de los reclamos sobre el que se pone mayor enfásis, a la vez de significados más laxos, desde las cajas de resonancia de los grandes medios de comunicación.
La avanzada represiva va en aumento con la decisión del gobierno nacional de enviar gendarmes a los distintos "puntos calientes" del país. Esto es querer apagar un incendio con más fuego. En esta técnica de contrafuego, que puede dejar tierra arrasada, la lógica que prevalece es la más perversa: las disputas y negociaciones de la narcopolítica lo van a pagar los de abajo. Nuestro pueblo es quien más sufrirá la militarización de sus territorios, producto de la estigmatización que ya se padece en las barriadas populares de todo el país.
Plantear el problema de los saqueos sin señalar los nichos que desde el poder garantizan e institucionalizan la violencia y la corrupción, es abonar un discurso vacío y encubrir, ya que lo que no está en escena es la relación íntima entre crimen organizado y policía.
En todo el país, en cada provincia, y a nivel de fuerzas federales -Gendarmería, Prefectura, PFA-, la situación es la misma. Las cajas del autogobierno de las fuerzas son la trata, los secuestros, el robo de automotores y el narcotráfico.
La complicidad entre los sectores judiciales, políticos y represivos es totalmente funcional: necesitan el control territorial que ofrecen las fuerzas, ya que ahí reside la verdadera garantía de gobernabilidad en la situación excepcional y no en la política partidaria.
La militancia política pone en jaque ese paradigma de poder. Esto queda demostrado en cada hecho de asesinato, persecución y ataque a las organizaciones populares que construyen y organizan desde los diferentes territorios. La militancia social y política permite el despliegue de la territorialidad del poder, a la vez que contiene y propone identidades disruptivas respecto de lo que ofrecen las fuerzas represivas pero también los estamentos narcos. Ese elemento es perseguido desde la dinámica del poder hegemónico.
La sanción en diciembre de 2011 de la Ley Antiterrorista, que abrió la puerta al disciplinamiento más directo para intervenir frente a la protesta social, fue un punto de inflexión.
También casos como el de las recientes condenas a Raúl Boli Lescano y Fernando Esteche son ejemplares. Mientras el asesino de Carlos Fuentealba camina libre, este juicio irregular terminó con la condena a más de 3 años de prisión para los militantes. O como lo sucedido con la toma del Parque Indoamericano, cuando la necesidad habitacional arrojó a miles de familias a la conquista de un derecho básico, y la respuesta fue represión y criminalización, como lo muestra el procesamiento de los militantes del Frente Popular Darío Santillán y de la Corriente Clasista y Combativa, Diosnel Pérez y el Tano Nardulli.
Luego de las extorsivas jugadas del partido narco policial, y los premios obtenidos, queda preguntarse qué respuesta habrá para otros reclamos, quizás más sentidos, por el conjunto del pueblo. Hoy se cumplen 30 años de democracia y las necesidades sociales siguen insatisfechas o en condiciones precarias: alimentación, tierra y vivienda, salud, educación y trabajo. Solo el paradigma de una militancia por el cambio puede dar resolución a estos grandes temas.

Mario Ortega

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