“Cada año llegan, como los peregrinos de un santuario, largas caravanas que se forman en los rincones más opuestos del país. Mar del Plata es, así, la ciudad-imán hacia la cual convergen los grupos dispares pero que, sin embargo, en su conjunto son los que van fundiendo el crisol de la nacionalidad”, decía el director de cine Josué Quesada hacia 1951.
Mar del Plata lleva –aún entre los girones que fueron dejando las históricas crisis- el mote de “la Feliz”. Es el eterno balneario que condensó las transformaciones del país y que movilizó a millones, año tras año, en una irrefrenable pasión por la equidad social. A pesar de los golpes y contragolpes de la historia hubo quienes se empeñaron en sentirse felices por un rato, por tres o cuatro días, una semana, un viaje de bodas, un pedacito de suerte desde cualquier esquina que pague las vacaciones merecidas después del yugo de un año entero o de toda una vida.
Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre la definieron como “un sueño de los argentinos” a esa playa que “como sobre un lienzo en blanco” fue dibujando “los cambios sociales de la Argentina moderna que fueron dejando su marca en Mar del Plata”.
No siempre fue así. La burguesía creciente que proliferaba en tiempo del boom de las exportaciones agropecuarias fue haciendo gala de esos veraneos en una playa para su exclusivo consumo. En donde la vida era ocio y el disfrute, para esa clase social, eterno.
El diario “El censor”, nacido a la vida en diciembre de 1885, reflejaba en una crónica del 6 de febrero de 1889, que “el gerente del Bristol Hotel no transige en cuanto a la calidad de las familias que solicitan albergue en el vasto establecimiento. La sociedad congregada allí está a salvo de encuentros desagradables. El mundo del Bristol Hotel es uniforme, pertenecen sus componentes a una misma categoría y se halla exento de contrastes inconvenientes”.
Pasaron desde entonces muchos otros países dentro de un mismo país. Generaciones enteras tienen su fotografía en blanco y negro con los lobos marinos como testigos silenciosos, dejando las huellas de un veraneo sindical o de un matrimonio recién celebrado. Mar del Plata era, ni más ni menos, que la promesa para la inclusión.
Tras esa vana ofrenda llegaron Juan o Raquel. Decididos a ganarse el premio de las vacaciones pagas con el sudor de unos cuantos días de limpiar vidrios, cuidar coches o vender un manojo de bijouterie que brilla como un talismán de la buena fortuna. Si tienen suerte –decía Juan al cronista del Diario Hoy- “aprovecho y me quedo una semana”. Juan tendrá que cruzar los dedos y encomendarse a todos los dioses de los vulnerados de la historia para que lo protejan de los inspectores que labran de 15 a 20 actas diarias. Es que en “la Feliz”, hay límites muy tajantes y precisos para la felicidad de unos cuantos. Una ordenanza municipal prohíbe el trabajo de los limpiavidrios. Y “esto se traduce en el secuestro de los baldes, los cepillos y todos los elementos. Sin embargo, no dan abasto: el número de personas que realizan esta actividad es exponencialmente superior. El funcionario marplatense señala que un 80% de la gente que detectan no es de Mar del Plata”, declaró Eduardo Bruzetta, titular de Inspección General, al diario Hoy.
Para Raquel las cosas serán más duras, en cambio, si los inspectores se topan con ella. Es que no será sólo el balde y los cepillos el botín de los inspectores. Le decomisarán la ropa, la bijouterie, las herramientas y todo aquello que cargue en sus bolsos en ese afán por ganarse un poquito de cielo al que aspira año tras año mientras deja a los chicos corretear por la arena y sentir que la playa y el mar son un universo que por derecho les pertenece.
Pero no sólo Mar del Plata es la meca de los vendedores ambulantes y los limpiavidrios. El océano Atlántico cobija a infinitos trabajadores precarios que buscan hacerle zancadillas al sistema -el mismo cruel sistema que los sacó de todo círculo de supervivencia- y pujar por sobrevivir.
Pinamar no sólo es el destino de los yabranes de la historia. También puede soñarse por un rato horizonte para muchos desarrapados de todo destino. Y allí, la especialidad es otra: cuidar coches. “Las autoridades de esta ciudad resolvieron reglamentar una nueva ordenanza para regular la actividad. Cada persona debe registrarse y se le entrega un chaleco amarillo para poder trabajar. Eso sí: la norma establece que el pago de la gente es `a voluntad´. Muchas veces, ocurre todo lo contrario, los `franelitas´ -como se los identifica aquí- piden hasta veinte pesos por cuidar los autos. Los turistas tienen la posibilidad de denunciar este tipo de acciones, pero, más allá de irse mascullando bronca, ninguno extiende la queja”. Y la rueda sigue girando para unos y otros. Para los cuidacoches, que logran hacerse de un plus en los bolsillos y zanjar la diferencia entre comer y no comer. Y a los que pagan, no les duele demasiado si, después de todo, los mayores niveles de evasión impositiva entre turistas se encuentran en lugares como Cariló o Pinamar.
Eso sí: ni los limpiavidrios de “la Feliz” ni los cuidacoches de Pinamar saben que si se aprueba el nuevo Código de Faltas y los multan, deberán pagar de diez a veinte sueldos de un oficial de policía como sanción. Es decir, de 18.000 a 36.000 pesos. En donde el Estado, el mismo Estado que primero los expulsó, los vuelve a condenar una y mil veces por salir a pelear por un trozo de pan cotidiano. Y les cercena cada uno de los peldaños de acceso a la dignidad.
Claudia Rafael (APE)
No hay comentarios:
Publicar un comentario