Confesiones sueltas sobre un equipo que cambió la historia.
La humedad de los pómulos es un mensaje sincero. Messí, como hace ocho años, también en Estados Unidos, también en una final complicada sin goles, llora. Llora de impotencia. De sentir que esta noche no es su noche. Lunes por la madrugada, yo cierro los ojos y veo tu cara, que no sonríe cómplice de nada. Pero el mejor jugador de la historia de la selección argentina, todavía, desconoce algo: no tiene por qué ser su partido.
El relator dice lo que en ese momento pensamos todos: “Lo van a hacer por vos, Leo”. Es fácil caer en un pecado, si de la selección argentina de los últimos años hablamos: pensar que la preponderancia de Messi y Di María (a entender de quien escribe, dos de los seis mejores players de todos los tiempos albicelestes) omite una esencia general. Es un equipo de laburantes del deporte, de pibes que vienen corriendo desde los clubes de barrio y que no necesitan director de iluminación para poder brillar. Un guión extraordinario puede ser interpretado por actores secundarios. Los compañeros, más que nadie, lo entendieron.
Nicolás González, ese del gol contra Gimnasia de Jujuy para el ascenso de Argentinos Juniors se dedicó, por momentos, a hacer todo: saltar, cabecear, correr, gambetear, definir. Faltó el gol, puede ser, la gloria no. Un amigo, promediando el segundo tiempo, me dijo “lo ganamos con ascenso”. No es la primera vez ni será la última.
Enzo Fernández se puso a repartir pases del mismo modo que un crupier reparte las cartas en partes iguales, como si estuviera jugando en el baby del club La Recova, de donde salió, en San Martín (PBA). Porque los pibes, presidente, salen de los clubes de barrio, no de las empresas.
Alguna vez Tom Holland, famoso actor de Spiderman e hincha del Tottenham inglés, comparó a Cristian Romero con Hulk por su fortaleza. También podemos hacerlo por su capacidad de mutación: Cuti se transformó, en cuatro años, en el mejor zaguero central de la historia argentina de los últimos 40 años. Licha Martínez, su ladero, decidió que había que armar un muro para, entre los dos, empezar a reemplazar al general Nicolás Otamendi, ya en sus últimas batallas. A Montiel y a Tagliafico no los gambetean. Pueden venir Mbappé, Neymar, Vinicius, Alphonso Davies, Luis Díaz. No pasan. No pasarán.
Emiliano Martínez siempre espera la llamada. Si en Ciudad Gótica hay problemas se apela a la Dibu-señal y todo vuelve a la normalidad. Mira, encara al arco, le hace un gesto a la gente con las manos moviéndose hacia arriba, como el guitarrista que pide que le suban el volumen en la prueba de sonido. Sonríe, siempre sonríe, y cambia ilusiones que pueden perderse por penales que pueden ganarse. Salta, agarra los centros, aparece. Un gol en seis partidos para el mejor arquero del mundo.
Julián Álvarez presiona hasta al juez de línea. Alexis Mac Allister juega en patines. Algunos analistas dicen no entender la importancia que De Paul tiene para lo que Marcelo Bielsa, DT de Uruguay, definió como “un equipo de autor”. Es sencillo: Rodrigo somos nosotros ahí. Cierren los ojos e imagínense ustedes, mortales, si tuvieran esa camiseta y jugaran una final. Correrían, meterían, se tirarían al piso, chamuyarían al árbitro, sacarían de quicio al rival, dejarían el alma en cada cruce, en cada pase. El esfuerzo, muchas veces, es más que el talento. Se puede opinar sobre los cortes de pelo, es cierto. Pero respeten los rangos.
Alguien tendrá que decirle al pibe ese que, recién entrada la década del noventa, viajaba en el canasto de la bicicleta de su mamá cerca del Río Paraná. Al que estuvo a un año de dejar el fútbol para dedicarse a laburar, porque otra no quedaba. Al que lloraba porque Argentina no salía campeón de absolutamente nada. Alguien tiene que decirle que va a hacer trueques de gambetas por sonrisas. Que nunca va a abandonar. Que va a terminar ganando un Mundial y dos Copas Américas y, encima, se va a ir como capitán. Te quiero mucho, Ángel Di María. Para siempre.
Ya es, como decía Miguel Abuelo, lunes por la madrugada. El partido está picado. Leandro Paredes decide hacer todo lo que sabe en pocos segundos: calcula el tiempo, traba, recupera y tira una pared. Giovani Lo Celso dice que es tiempo de cambiar la historia y dejarse de joder: mete con la parte externa del botín algo que no puede ser solo un pase. Una caricia. Lautaro Matínez, goleador de la Copa América 2024 y de nuestra vida, llena la red de eternidad. Ya nada cambia.
En la jugada, una paradoja: son tres jugadores convocados por la primera lista de Scaloni, allá en agosto del 2018, cuando él y Pablo Aimar se tuvieron que hacer cargo de un equipo acéfalo.
-Vos estás re loco – dijo el ayudante de campo
-Ah porque vos sos re cuerdo – respondió el DT
Vale la pena la memoria porque eran días en los que algunos voceros mediáticos maquillados como especialistas vestidos de traje se indignaban por la presencia de ellos en la dirección técnica. Scalonismo línea fundadora.
Los eventos de estas características y los equipos que generan tanta adhesión popular producen un fenómeno cultural sin alcance: la llegada al fútbol de un momento de nuevos hinchas, muchos de ellos temporarios, dispuestos a vivir la pasión pero lejos de ir a la cancha o seguir a un equipo todos los domingos. Es algo asombroso, poco habitual: una suerte de extraordinaria rutina de un mes.
A quienes sigan por ese camino, si es que no lo saben, vale la pena recordarlo: no vamos a ganar siempre. Cuatro trofeos en tres años no es normal. Argentina estuvo veintiocho sin ganar ninguno (1993-2021). De hecho, con un análisis frío, lejos de las campanas de la noche, es evidente que el rendimiento del equipo se resintió con respecto a años anteriores, por lógico desgaste colectivo y algunos deterioros individuales. Nada fuera de lo común.
Cuando eso ocurra, hay que rememorar lo que tiene relevancia. Lo que importa no son las victorias, ni las copas. Valen las sonrisas y los llantos, los abrazos, las colillas de cigarrillo de los nervios del pucho que te dio tu amigo, las anécdotas, los amores y dolores que el camino transita emparentado a una competición, las juntadas, las cervezas, las angustias, los retorcijones en el pecho por el miedo, la liberación por el logro conseguido.
Ya el rostro de Messi cambió. Como también dijo Miguel Abuelo: “La emoción de haber dejado lo mejor”. No podremos olvidar, más que las victorias, las costumbres. Aquí no hay luces de escena. Algo en nosotros no se serena.
Y no, ni hoy ni cuando perdamos, no es ni será en vano este amor.
Santi Nuñez
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