En un mundo atravesado por antagonismos sociales colosales, las perspectivas optimistas y pesimistas se condicionan dialécticamente. Añadamos a ellos los antagonismos nacionales, raciales, de género. La lista de muertes diarias sigue computando a los centenares de miles de personas que ven cercenadas sus expectativas en las aguas del Mediterráneo, huyendo de guerras a repetición fomentadas por las grandes potencias. Un economista londinense juguetón acaba de describir su visión para 2021 bajo la forma de una K: el vector superior refiere a las expectativas de ganancias en las bolsas internacionales, en especial Wall Street, el inferior a las condiciones de vida de la población trabajadora. La crisis humanitaria ha obligado a las consultoras a reclutar nuevas letras del abecedario y a reconocer algo inusitado para ellas, las perspectivas contradictorias entre las clases.
La irrupción de la pandemia ha puesto de nuevo en evidencia el agotamiento histórico del capitalismo, aunque, claro, en dimensiones más catastróficas. Los estudios científicos abundan en señalar que la catarata de epidemias de las últimas décadas se encuentra asociada al violentamiento de la naturaleza, que ha trastornado el hábitat de infinitas especies. El sistema de mercado se caracteriza por anunciar las catástrofes con posterioridad. El sacrosanto incentivo del lucro ha acentuado la tendencia a la destrucción de las fuerzas productivas sociales, que no sólo tienen lugar en ocasión de las crisis sino, por sobre todo, en las guerras de rapiñas y en la agresión al medio ambiente. El mantenimiento del régimen social presente y la aspiración a un retorno a una ‘normalidad’ que nadie conoce, se ha convertido en una contradicción en términos.
Es innegable que los estados y los gobiernos han eludido el cuidado de la salud en la pandemia, como lo prueba la ausencia universal de testeos. Más allá de la inverosímil insuficiencia de medios, como alegaron sociedades opulentas, esa desatención obedece a que la evidencia del nivel de contagios hubiera requerido una atención sanitaria que no existe o es inabordable económicamente. Son décadas de privatizaciones, de un lado, y de abandono del sistema público, del otro. Las larguísimas horas de atención dedicadas por el personal de salud, no solamente dejaron al desnudo la insuficiencia de su número sino también un régimen de trabajo esclavizante. La apuesta desesperada al mantenimiento de unidades de terapia intensiva, oculta los daños y fallecimientos ocasionados por la exclusión sufrida por otras dolencias relevantes.
El “retorno a la normalidad” es un oxímoron, porque de lo que se trata es de abandonarla por completo y de superarla históricamente. Una modificación radical capital-naturaleza es inviable, por razones prácticas y metodológicas. Las prácticas es que debería financiarla una masa de contribuyentes desposeída; las metodológicas es que debiera atender a las personas y a la vida, no al lucro privado. La humanidad asiste a una disputa por ese lucro privado entre las farmacéuticas rivales y los estados que las respaldan, en el momento más crucial de la pandemia. La extensión y el abaratamiento, e incluso la gratuidad de la atención sanitaria, no se encuentra en el horizonte de ningún agente ‘normalizador’ – ocurre lo contrario. No es el combate al hacinamiento lo que mueve al capital inmobiliario sino los proyectos en torre y los barrios privados.
La violencia de las contradicciones que dejó expuesta la pandemia se ha manifestado por sobre todo en la economía. En el día de ayer, republicanos y demócratas se han puesto de acuerdo, en Estados Unidos, para votar un paquete de u$s900 mil millones, para socorrer a las pymes, extender subsidios a desocupados y hacer frente a la pobreza y el hambre. Una migaja. Entre el gasto fiscal y los préstamos y garantías de la Reserva Federal, Estados Unidos ha oblado u$s10 billones. El salvataje al capital muy por delante de cualquier consideración social. Ese rescate monumental ha dejado en evidencia la precariedad financiera de la economía capitalista en su conjunto. Un ‘retorno a la normalidad’ significaría desnudar el estado de bancarrota de numerosos capitales. Es lo que confiesa la Bolsa, que cae cuando disminuye la desocupación y sube cuando el infortunio crece, porque con él crece el subsidio estatal.
En este cuadro, la obsesión del gobierno y sus opositores es cómo levantan la cotización de la deuda pública. Es, por otra parte, el objetivo de la renegociación con los fondos, de la dolarización de la deuda pesificada y de las tratativas con el FMI. Para eso atropella contra salarios y jubilaciones – paritarias a la baja, impuesto al salario, aumento de la desocupación. El empeoramiento social dantesco de las grandes masas, lo quiere arreglar con bonos, que no se compadecen con los regalos aeroportuarios al grupo Eurnekian, ni los subsidios gasíferos a Techint y a Black Rock (accionista de YPF), ni el rescate a Pescarmona y el apoyo a la patronal agroexportadora en la guerra que libra contra los aceiteros y recibidores de grano, sin importarle las divisas que esos grupos retienen en el exterior. La excepcionalidad del 2020, en Argentina, ha sido ‘normal’.
Entonces: ¿pesimismo u optimismo? Librada a las fuerzas elementales de la economía y de la política, la perspectiva se presenta excepcionalmente negativa. Por el contrario, si la experiencia concreta desarrolla una comprensión universal de lo que se encuentra históricamente en juego, el horizonte cambia. Las rebeliones populares que recorren el mundo, abren esta perspectiva.
Jorge Altamira
22/12/2020
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