El anuncio que circula por estos momentos sobre una vuelta a clases presenciales en la universidad requiere un análisis.
En primer lugar, por lo apresurado de la medida. La universidad se encuentra en su último trayecto del año; las cursadas están terminando y apenas quedan los llamados a examen de noviembre y diciembre. Prácticamente en todos lados se da por descontado terminar el año virtualmente, e incluso las demandas por el acceso a una educación virtualizada siguen vigentes. Es evidente que lo que ordena es la línea aperturista general, no la realidad universitaria.
La baja de contagios que el gobierno celebra no es suficiente para garantizar una vuelta a clases segura, por el contrario, esa vuelta podría meternos en otro pico de contagios. El sistema universitario argentino incluye a más de un millón de estudiantes, a los que hay que sumar varios miles de trabajadores docentes y no docentes.
La virtualización del “sálvese quien pueda” expulsó de la universidad alrededor del 30% del estudiantado, según algunos datos oficiales. La UNESCO calcula la deserción en el 50%. Ahora, una vuelta a la presencialidad improvisada y sin condiciones podría expulsar o complicarle la vida a otro tanto, porque muchos estudiantes que se mudan para estudiar han vuelto a sus ciudades.
El gobierno recortó los salarios docentes (aumento por debajo de la inflación), no garantizó su conectividad ni la de los estudiantes, aprobó un presupuesto 2021 con un recorte para educación y a todo esto le sumaría ahora una exposición forzosa al virus, en las vísperas de la supuesta llegada de la vacuna y del fin del calendario académico 2020.
Por si fuera poco, el protocolo aprobado para la vuelta a clases es absolutamente incumplible para la universidad pública en su inmensa mayoría. El sistema universitario público no cuenta ni con los espacios edilicios ni con los recursos materiales ni humanos para garantizar una cursada segura.
Dado este escenario, a nadie se le ocurriría plantear seriamente que están dadas las condiciones para una vuelta a la presencialidad de las clases. Es imposible que el gobierno desconozca esta situación.
El anuncio de la vuelta a clases responde por lo tanto a otros elementos. En primer lugar, la apertura a la posibilidad de movilizar un capital que se reproduce en la educación (privada y también pública) que está semi-parado producto de la cuarentena. Probablemente algunas universidades privadas estén exigiendo esta vuelta a clases porque pueden sostener ciertos protocolos y sobre todo porque necesitan fundamentar las altas cuotas que cobran por su servicio. Ocurre lo mismo con el inmenso sistema de postgrados pagos, que por ejemplo en la UNLP cuenta con su propia “escuela de verano”.
El gobierno y las autoridades no quieren perderse ese ingreso de fondos a sus cajas paralelas. Otro tanto ocurre con las investigaciones y extensiones ligadas a capitales nacionales, internacionales o locales, algunas de ellas paralizadas durante la cuarentena.
En segundo lugar, una señal más general al mercado: la vuelta a la presencialidad implica inyectar 1,5 millones de consumidores en la calle – transporte, alimento, fotocopias. La población universitaria es la principal consumidora de empresas pequeñas y no tan pequeñas, como ocurre con los proveedores de fotocopiadoras y buffets.
El gobierno y las autoridades se han reservado el poder de decisión en detrimento de quienes vamos a trabajar y estudiar en la universidad exponiendo nuestra vida.
El movimiento estudiantil y docente debe abrir una amplia deliberación y organizarse. Es necesaria la convocatoria a asambleas por facultad y universidad para rechazar la presencialidad inmediata, discutir los términos de la vuelta a clases y poner en pie un pliego de nuestros principales reclamos ante la enorme crisis que atraviesa la educación pública y el país en su conjunto.
Matías Solanilla
07/11/2020
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