viernes, 13 de noviembre de 2020

“Carmel: ¿Quién mató a María Marta?”: la vida sucia


Herencias del policial, personajes fascinantes y la pestilencia de la mediana burguesía, en la serie documental sobre el caso García Belsunce. 

 Como si fuera cierto aquello de que “Veinte años no es nada”, el estreno de Carmel: Quién mató a María Marta ha hecho renacer la furibunda atracción desatada en 2002 y en los años venideros por el caso del asesinato de María Marta García Belsunce. 
 Desde los que siguieron en aquel entonces los detalles en las secciones policiales hasta quienes se encuentran por primera vez con la maraña de elementos alrededor del crimen, pasando por aquellos que solo leyeron los titulares, encuentran en la miniserie documental el aguijón para ir en busca de la solución del enigma, tomar posición sobre sus protagonistas y contraponer sus hipótesis con las decisiones del equipo creador del relato, encabezado por la showrunner Vannesa Ragone y el director Alejandro Hartmann. 
 Como podrá suponer quien no la haya visto y confirmar el que lo haya hecho, la miniserie se inscribe en el género en boga del true crime (crimen verdadero), recogiendo el crisol de voces de una gran parte de los implicados, archivo fílmico y fotográfico y breves fragmentos de reconstrucción ficcional para poner vívidamente en escena las hipótesis sobre este asesinato cometido en el country Carmel de Pilar y los bemoles judiciales, policíacos y mediáticos que lo continuaron. 
 Mientras recoge los testimonios y rearma una y otra vez la línea horaria de los hechos, la propia serie tematiza algunos de los motivos del furor por el caso. Con el cisma del Argentinazo aún abierto, y a pocos meses de que Eduardo Duhalde y varios de los que hoy gobiernan buscasen cerrar la eclosión piquetera con el asesinato de Darío Santillán y Maxi Kosteki, el homicidio de García Belsunce venía a poner la lupa sobre la vida de esa mediana burguesía recluida en los countries, en muchos casos beneficiaria –como el propio marido de la víctima, Carlos Carrascosa- de los chanchullos bursátiles (y de otros tipos) que tenían su contracara en la miseria popular.
 Los grandes medios se hicieron una panzada inédita y, como ya es costumbre, tal profusión mediática es vista por unos como artificiosa y distraccionista, y por otros como un síntoma de un fenómeno social preexistente. Pero una mirada atenta a la serie da razón a ambas visiones, aparentemente contrapuestas. Si los dos meses corridos que Clarín puso en tapa la causa, mientras se multiplicaban los nenes muertos por desnutrición en el país, no pueden más que causar arcadas, para pensar por qué vendían hay que rechazar cualquier condescendencia para con lectores y espectadores. Seguir el caso tendría su cuota de distracción, tras meses de corralito, pero había allí un verdadero instinto popular, que veía en los griteríos televisivos que esta pseudoaristocracia carecía de cualquier “discreto encanto”. Y que sospechaba con agudeza que sus posibilidades de huir de la Justicia, en el caso de ser culpables, eran ampliamente superiores a las de las multitudes de detenidos sin condena firme por delitos menores. 
 Con un atento trabajo de entrevistas, la miniserie llega a una lograda construcción de estos y otros personajes, que aparecen ante los ojos de los espectadores a la vez en su complejidad y como arquetipos casi al borde del ridículo. Allí está el hermano de la víctima, Horacio García Belsunce (h), con la prepotencia de los letrados y famosos; el fiscal Diego Molina Pico, ex integrante de tribunales militares, que se dice inspirado por un justiciero como El Zorro; y la productora periodistíca Jorgelina Fernández Tosar, amiga de Horacio, que lleva a una médium a hablar con los fantasmas de la casa del crimen, promueve junto con una bloguera la liberación de la familia y se autotitula como su “ángel de la guarda”. 
 Ragone y Hartmann señalan como inspiración a esa obra maestra que es The thin blue line (La delgada línea azul), del documentalista Errol Morris, que fundó el género del true crime al tiempo que demostraba la inocencia de un preso y exponía el carácter criminal de la policía. Como en este film, en Carmel… los personajes reales duplican su potencia por ser casi inverosímiles, mientras que los hechos parecen ir y venir del terreno de la ficción.

 El cuarto… ¿cerrado?

 Otro de los motivos que apunta Carmel… sobre la pasión por el caso aparece en boca de la escritora Claudia Piñeiro, para quien el cercado y la seguridad del country convierten a este crimen en uno típico del policial clásico, “a puertas cerradas”, con todos los sospechosos más o menos a la vista. La propia serie se inspira para su construcción –como reconocen sus autores- de este modelo “Agatha Christie”.
 Pero difícilmente puede reducirse la serie y su atracción al juego de la deducción de alguien que fuma pipa, a ese subgénero que, al decir de Piglia, “separa el crimen de su motivación social” y lo trata “como un problema matemático” y en el cual “las relaciones sociales aparecen sublimadas” y “los crímenes tienden a ser gratuitos”. Se abone a la teoría que se abone sobre los agentes y motivos de los balazos contra García Belsunce, Carmel… aporta una enorme cantidad de elementos que indican la existencia de un encubrimiento por parte de la familia. La impunidad con la que se manejan los ricos aparece incluso en el accionar inicial del fiscal que luego los llevaría a juicio, Molina Pico, que ante unas pocas presiones de la familia y –según declaró- del fiscal general Romero Victorica, se iría de la escena del crimen tan rápido como llegó. Hasta en una nota cuyo eje son las ausencias de la serie, el periodista Raúl Kollman abona la visión popular sobre la podredumbre de la justicia, al señalar que nadie frenó a Molina Pico cuando avanzó contra la familia por el contexto de internas y guerras de camarillas del tercer poder. La otra hipótesis que se baraja, la de un robo a la casa de García Belsunce-Carrascosa en búsqueda de un botín, deja abierta la pregunta sobre el origen de esa fortuna escondida. En un país plagado de movilizaciones populares por justicia para las víctimas del poder, el pueblo ve su contraste radical con las familias patricias, que -asesinas o no- prefieren “no hacer olas” en lo que hace a sus propios muertos. 
 Con estos condimentos, entramos en el terreno del policial negro, en el que (de nuevo Piglia) “el crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen” y “se ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones personales hasta reducirlas a simples relaciones de interés, convirtiendo a la moral y a la dignidad en un simple valor de cambio”. La miniserie encuentra su jugo en este cruce, en la tensión entre estos dos subgéneros, presente también en la citada The thin blue line. 
 Si la podredumbre de la burguesía y de su Estado, extendida en todo el mundo, ha inspirado policiales cada vez más “sucios”, ¿cómo no habría de hacerlo en Argentina, donde el atraso productivo y las disputas interburguesas –así como el desafío de la resistencia popular- producen sistemáticamente crisis políticas y de camarillas que se sacan los trapitos al sol?
 En los intersticios de su relato, y sin necesidad de narradores omniscientes y juicios sumarios, Carmel… trae consigo un retrato de la decadencia. 

 Tomás Eps

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