domingo, 16 de noviembre de 2014
No ser, para estar OK
A modo de crítica, la modelo Katie Halchishick muestra para la revista ‘O’ lo que tendría que hacer para lucir como Barbie.
“Reducí la celulitis. Adiós a la piel seca. Hacé desaparecer ese vello facial no deseado. Disminuí las estrías. Atenuá las manchas de la edad. Eliminá el olor femenino. Perdé peso. Disolvé la grasa del abdomen. Borrá las arrugas. Reducir, disminuir, atenuar, eliminar, perder, disolver, borrar... Creo que alguien quiere hacerme desaparecer.” El afiche de las mujeres de Guerrilla Girls on Tour, causa impacto.
Lo mismo que el video de Jacky O’Shaughnessy que circula en YouTube, donde una hermosa mujer de más de 50 años relata, en primer plano, frente a una cámara y mientras se va quitando la ropa, cómo intentó cumplir durante toda su vida con los mandatos sociales acerca de la belleza femenina. Pero, en medio del relato se quiebra y con lágrimas en los ojos exclama: “Un día me pregunté: ‘¿Cuándo vas a estar OK? Has gastado casi 50 años tratando de ser lo suficientemente delgada, tratando de no tener celulitis, ¿cuánto más falta para estar OK?’”
Tanto el afiche como el video causan gran impresión, al menos en las mujeres. Pero no tanto porque digan algo que no supiéramos sobre las publicidades destinadas al consumo femenino. Sino porque dicho así –todo junto en el cartel de Guerrilla Girls on Tour o poniendo en contraste el testimonio con la imagen de esta mujer madura desnudándose en cámara- se evidencia de manera efectiva que los patrones de consumo de productos de belleza, reservados a las mujeres, son del orden del ser. Algo muy distinto de las publicidades de productos de aseo y cuidado personal para hombres –como las de crema de afeitar, perfumes o desodorantes, incluso hasta la de adhesivo para prótesis dentales-, que no les ordenan lo que deben ser, sino que les ofrecen los medios que necesitan utilizar para tener. ¿Tener qué? Mujeres.
Estos mensajes sobre las formas, texturas, tamaños, olores y colores que NO debieran tener nuestros cuerpos son los acompañantes perfectos de todos los demás mensajes que taladran la cabeza de las mujeres. Porque para ser una mujer “como se debe ser”, no alcanza sólo con desprenderte de tu cuerpo real, a fuerza de dietas, pastillas, desodorantes, cremas, depilaciones, perfumes, cirugías, liposucciones. Para ser una verdadera mujer tenes que ser madre, tenes que trabajar pero también cuidar a los chicos, limpiar la casa y ser creativa a la hora del sexo matrimonial, tenes que estar informada pero mostrarte ingenua y necesitada de protección. Ser princesa, para que ellos, al “tenerte”, puedan sentirse campeones. Porque los "verdaderos" hombres son los que poseen, los propietarios.
¿Cómo se configura la personalidad de las mujeres sometidas, de por vida, a estos mandatos que repiten los medios de comunicación, la familia, la escuela, las amigas, las parejas, las empresas, hasta el infinito, hasta el hartazgo, hasta enfermar, hasta matarnos inclusive? La inseguridad, la angustia, la frustración y la depresión parecen un final inevitable cuando la obligación es alcanzar un objetivo que, por definición y de antemano, es imposible lograr. Por más que se cumplan todas las prescripciones del mercado, nunca se estará lo suficientemente OK.
Una mujer puede creer que, teniendo claro en su pensamiento cuáles son las oscuras razones del mercado capitalista, puede vivir libre de estas presiones, sin relacionarse con su cuerpo como si se tratara de un enemigo al que hay que presentarle constante batalla. Sin embargo, el mensaje misógino atraviesa los relatos, perfora las clases sociales, inunda los barrios cerrados y los asentamientos, impregna el aire de las oficinas, los talleres y las escuelas, no se retrae ante culturas ni ideologías. Cuando una se cree libre de sus garras, lo encontrará nuevamente merodeando en la vuelta de la esquina. Está aquí y allá, en el afiche publicitario, agazapado en la voz de mamá, en la tanda del noticiero, atemorizando en el sermón del púlpito, en el jingle pegadizo de la radio, irrumpiendo en la mirada torva del superior, en los auspiciantes de la novela, en el murmullo de las vecinas a tu espalda, en el insulto del tipo por la calle. Es invisible de tan presente. Es monstruoso y atormentador de tan invisibilizado.
El cuerpo de la mujer adolescente, de la mujer joven, de la mujer adulta, de la mujer madura, de la mujer vieja debe dejar de ser lo que es, debe desaparecer en su realidad, para ser lo que debiera en el mandato. Una siniestra e imperceptible violencia que, como la gota que cae persistentemente sobre la piedra, horada, desintegra.
Quizás, sabernos conspirando contra este régimen social que a las mujeres sólo nos destina más muerte, miseria e injusticias, es la forma que encontramos para sacar la cabeza del agua –cada tanto-, respirar hondo y seguir buceando en las aguas oscuras de la explotación y la misoginia. Cada pelea contra los mandatos, cada crítica artera contra aquello que está naturalizado, cada palabra dicha donde se esperaba un silencio, cada combate contra las imposiciones para que se impongan un poco menos, es una bocanada de aire, que nos permite mantenernos a flote. Una forma de seguir nadando, sin flaquear, hasta la otra orilla, donde consigamos desanudar estos lazos que nos aprietan y dejan marcas.
Andrea D’Atri
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