Sobre el discurso de Milei acerca de la situación del país hacia fines del siglo XIX y principios del XX.
Uno de los caballitos de batalla del discurso de Milei y su ejército de trolles en las redes sociales es que Argentina habría conocido una época de esplendor cuando tuvo gobiernos liberales, hacia fines de siglo XIX y principios del siglo XX, tiempo en que habría sido el país “más rico del mundo” y hasta una “superpotencia”. El declive posterior sería obra de una sucesión de gobiernos populistas, estatistas e incluso socialistas. ¿Hay algo de cierto en esto?
En un spot de campaña de La Libertad Avanza hacia las Paso presidenciales de agosto, se afirmaba que “hubo un tiempo en el que la Argentina era el país más rico del mundo, un punto de atracción, una potencia mundial. Por eso, millones de inmigrantes llegaban a nuestro puerto buscando oportunidades; éramos la envidia de todos”. ¿Qué pasó? “Hace 100 años hubo un punto de quiebre: los políticos decidieron que la riqueza no podía ser más de los argentinos, sino que tenía que ser de ellos”.
La realidad está muy lejos de lo que afirman Milei y los suyos. Según sus respuestas en entrevistas y posteos en redes sociales, esos dichos se fundamentan en que nuestro país se ubicaba para los albores del siglo pasado entre los primeros puestos del ránking mundial en cuanto a PBI per cápita. La cuestión que nos interesa no es refutar si Argentina logró llegar al primer puesto, ni si tiene sentido usar una medición realizada un siglo después con información parcial. La falsedad no está en los datos sino, antes que eso, en la premisa.
Aún si la estadística fuera válida, la afirmación no sería cierta. Tener un PBI per cápita alto no convierte a un país en una potencia, y menos que menos hace de la riqueza un patrimonio de “los argentinos”. La actividad económica predominante era la exportación de productos agropecuarios, y -como ocurre hoy- toda la infraestructura productiva tenía bastante poco de argentina: los ferrocarriles eran ingleses, los frigoríficos ingleses y franceses, las casas comerciales también extranjeras, y el naciente Estado argentino se endeudaba con el exterior a un ritmo que estalló con la crisis de 1890.
Las potencias realmente existentes eran las que exportaban capital (con inversiones directas o indirectas -créditos-) y se quedaban con la mayor parte de la ganancia de la economía criolla. Argentina era entonces una economía que se insertaba en el mercado mundial como una semicolonia, subordinada a los intereses de las potencias capitalistas a las cuales vendía la producción agroganadera.
La generación del ’80 y los gobiernos de inicios del siglo XX, que endiosan hoy los “libertarios”, eran promotores de un liberalismo que en estas latitudes solo beneficiaba a la oligarquía terrateniente, y hacía de nuestro país un receptáculo de capitales y mercancías europeas. La riqueza, como ahora, se iba entonces por los puertos y por los giros de dividendos; y lo que quedaba era propiedad de un puñado de estancieros y comerciantes que habían acumulado sus fortunas en los años finales de la colonia o con la guerra civil que siguió a la independencia… siempre con el recurso de la fuerza del Estado: el mayor ejemplo son las campañas militares para expulsar de sus tierras a los pueblos indígenas, que permitieron la concentración de latifundios en manos de una casta de financistas y generales.
Quienes realmente producían lo que se exportaba eran los trabajadores rurales, entonces sometidos a la persecución estatal para imponer una mayor sujeción a sus patrones (la folclóricas historias sobre el sometimiento del gaucho, al estilo Martín Fierro); los obreros de los frigoríficos, los ferrocarriles y el puerto, que en aquella época protagonizaban las primeras grandes huelgas y conformarían los primeros sindicatos junto a la mano de obra de los talleres textiles, panaderos o en la construcción. Es sobre estas luchas, y las grandes batallas por derechos políticos básicos como el voto universal, que en 1896 se funda el primer partido obrero de América Latina, el Partido Socialista.
Es que el Estado “liberal” era abiertamente despótico, gobernado por una verdadera casta de oligarcas, que se opuso a sangre y fuego a conceder derechos que hoy asociamos de manera inseparable con la ciudadanía. Esta clase de estancieros se dedicó de hecho a consolidar al Estado como herramienta del avance de grandes plantaciones capitalistas o haciendas a costa de desplazar a los pequeños productores y comunidades, como ocurrió en el Chaco, La Pampa y la Patagonia; y participó con la Triple Alianza contra el Paraguay en una guerra infame al servicio de Inglaterra, que destruyó la industria guaraní e hizo de ese país uno de los más pobres en todo el período posterior. La época idílica del “libre mercado”.
Todo esto es una ilustración de los tiempos en que se consolidaba el mercado mundial capitalista, copado por grandes potencias, dando lugar a la era de los imperios que se repartían el mundo en zonas de influencia. Argentina, con su economía semicolonial, encajaba entonces como complemento perfecto de la hegemonía británica, que se aseguraba el abastecimiento de materias primas para su industria y un destino para sus productos y la inversión de sus capitales. Como esta era una relación de dependencia, la economía nacional se vino a pique junto con el predominio inglés y el ascenso de una potencia como Estados Unidos, que era en cambio competidor de las exportaciones argentas.
Mientras duró aquella asociación semicolonial hubo quienes hicieron grandes riquezas. Pero, claro, era una realidad muy desigual, como esas que suelen ocultar las mediciones del PBI per cápita. Mientras Buenos Aires celebraba en 1910 el centenario nacional haciendo alarde de sus fachadas de ciudad europea, con luminaria eléctrica y el Teatro Colón, a la vez eran sangrientamente reprimidas las huelgas que reclamaban por mejores condiciones de trabajo y derechos de sindicalización. Así los “millones de inmigrantes llegaban buscando oportunidades” eran recibidos con una Ley de Residencia que deportaba a activistas y militantes. Eran también los años de la huelga de inquilinos, ya que los migrantes vivían hacinados sin poder costear una vivienda, y del Grito de Alcorta, una masiva rebelión de pequeños arrendatarios. La prosperidad capitalista nunca fue otra cosa que la expoliación del pueblo.
Excede a este artículo analizar qué fue realmente lo que vino después, pero basta dejar sentado que fueron los gobiernos capitalistas de diferente signo los que, con mayor o menor apertura económica e intervención estatal, fueron hundiendo en la pobreza a un país extraordinariamente rico en bienes naturales y con una población laboriosa en crecimiento. Los socialistas, en cambio, participaron en las grandes gestas que marcaron a fuego la historia argentina, desde la Reforma Universitaria de 1918 que echó al clero de la educación superior hasta las luchas obreras que conquistaron derechos elementales como las vacaciones pagas, la cobertura de obras sociales o la potestad de organización; desde el Cordobazo o las coordinadoras interfabriles que echaron al ministro del Rodrigazo hasta el Argentinazo que expulsó a los que quebraron al país en 2001.
En conclusión, los socialistas y los trabajadores son quienes enfrentaron al Estado capitalista para terminar con el empobrecimiento del pueblo y el saqueo de las riquezas de Argentina. La falsificación histórica de Milei y los “libertarios” es el pretexto de un mayor sometimiento colonial al servicio del imperialismo y el capital financiero internacional.
Iván Hirsch