Cuando los gobiernos europeos levantaban las últimas restricciones que quedaban ante el coronavirus, el desarrollo de la mutación delta -una variante más contagiosa que procede de la India- vino a poner en entredicho las declaraciones entusiastas de los mandatarios, como Emmanuel Macron, que anunció que Francia vivía “un momento feliz” ante el fin del uso de barbijos en los espacios públicos.
De acuerdo al Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades, la variante delta se está expandiendo y para fines de agosto explicará el 90% de los contagios en el viejo continente. Es lo que ya ocurre en el Reino Unido; mientras que en Lisboa, la capital portuguesa, el 70% de los casos corresponden a la nueva variante, a la vez que han aumentado las infecciones. A raíz de ello, ambos países debieron dar marcha atrás en sus planes de desconfinamiento.
Desde el comienzo de la pandemia, esa ha sido la dinámica: gobiernos empecinados en levantar y relajar medidas, en función de los lobbys empresarios (turismo, industria, etc.), y nuevas olas y recaídas que los obligaron a volver atrás.
A la falta de una política seria de prevención, se sumó la descoordinación entre los Estados. Cada uno actuó y actúa por su cuenta, tratando de salvar a su clase capitalista local. Ahora, por ejemplo, mientras la canciller alemana Angela Merkel y Macron han hecho un llamado a realizar esfuerzos comunes, algunos países imponen restricciones a los viajantes británicos y otros no (Portugal España), debido a que no quieren perder turistas.
Se estima que la variante delta progresará en el curso de las vacaciones de verano. Las vacunas, que han permitido un drástico descenso global de los casos en las últimas semanas, serían efectivas también ante esta contagiosa mutación, en caso de que haya dos dosis. Pero aquí entra en juego la demora en los calendarios de inmunización. El 30% de las personas mayores de 80 años y cerca del 40% de quienes tienen más de 60 “aún no han recibido un ciclo completo de vacunación” (Euronews, 23/6). La juventud se encuentra aún más desprotegida.
Los ritmos de las inyecciones se han visto condicionados por las disputas geopolíticas y de los laboratorios. La Unión Europea está enfrascada en una batalla legal con la británica AstraZeneca, que incumplió los plazos de entrega de 300 millones de dosis; en medio de las tensiones por las demoras, en un depósito italiano de la firma se encontraron vacunas con destino al Reino Unido. Dentro de la propia UE, también se cuecen habas. Berlín acusó a Francia de presionar a la Comisión Europea para incrementar las compras de la vacuna de la farmacéutica gala Sanofi, en detrimento de la de Pfizer (Clarín, 9/1).
Y, mientras tanto, el club de los 27 demora la aprobación de la Sputnik, debido a su rivalidad con Rusia. Por cuenta propia, algunos países (Serbia, Hungría, Eslovaquia) anudaron acuerdos de abastecimiento con Moscú.
El crecimiento de la variante delta nos advierte que el Covid no terminará de un día para otro, como fantaseaban Boris Johnson o Joe Biden, el primero con su “día de la libertad” (que, como ya vimos, debió ser postergado), y el segundo con su plan de declarar la victoria frente al Covid-19 el 4 de julio, en un nuevo aniversario de la independencia norteamericana; el virus seguirá presente, a lo sumo con menor intensidad, durante un largo tiempo, en buena medida debido al obstáculo que supone el abordaje capitalista de la crisis sanitaria, que antepone el lucro privado a la salud de las masas.
Frente a la negligencia de los gobiernos capitalistas, la clase trabajadora necesita dotarse de un programa para defender su salud y sus condiciones de vida: centralización del sistema de salud; comisiones obreras de seguridad e higiene en barrios y lugares de trabajo; abolición de patentes y estatización de la industria farmacéutica bajo control de sus trabajadores; prohibición de despidos y seguro al parado.
Gustavo Montenegro
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