El economista Alfredo Zaiat publicó, en Página 12, un artículo titulado “El Estado y la relación con los privados: ¿es o se hace?”, en el cual pone en discusión el rol estatal en la economía partiendo de criticar que los empresarios reclamen y reciban una intervención pública en su auxilio en momentos de crisis, pero que en tiempos de bonanza demanden “el apartamiento casi total (del Estado) en el funcionamiento de la actividad, y mucho más cuando contabiliza ganancias extraordinarias, como las anotadas en los años de la pandemia y de la guerra en Ucrania”. Parte en realidad de una premisa falsa, y llega por supuesto a una conclusión errónea.
Zaiat empieza cuestionando que quienes se dedican a los negocios agropecuarios, tan celosos de la intervención estatal, hayan salido a exigir beneficios para afrontar la sequía que está castigando a los cultivos en amplias zonas del país. No se opone a lo que denomina el “ATP Agro”, una subvención directa por la cual le devuelven a los empresarios el 40% de la inversión en semillas y fertilizantes, entre otros ejemplos de beneficios fiscales al sector, pero se queja de que no se haya incorporado una “contraprestación del sector privado” (como liquidar la cosecha retenida o no fugar capitales). Según él, esa sería una llave para que luego en momentos de alza el Estado perciba parte de la ganancia y pueda dirigir la economía. Lo que no quiere ver es que la cuestión no es una presencia o ausencia del Estado, sino al servicio de qué intereses interviene.
¿O no han hecho fortunas los sojeros con la reciente aplicación del llamado “dólar soja”, tras un año en que se disparó el precio de las commodities fruto de la guerra en Ucrania? Zaiat solo habla de los “auxilios estatales” pero casualmente se olvidó de esta medida, que significó una transferencia extra de casi medio billón de pesos a los capitalistas del agro que acopiaron los granos para presionar por una devaluación y una baja de retenciones. No es cierto entonces que el Estado no esté presente en las épocas de bonanza. De hecho, el boom exportador bajo el gobierno de Néstor Kirchner fue estimulado por un “dólar recontraalto”, una política precisa de mantener la moneda nacional devaluada para acrecentar la rentabilidad del capital agrario (en un cuadro internacional favorable caracterizado por el llamado acople chino-norteamericano), dilapidando las divisas -para evitar que la acumulación de reservas encareciera al peso-, al punto que cuando el ciclo se revirtió Argentina volvió a caer en otra crisis de deuda y en la escasez de dólares.
Más todavía, este año vimos como el “Estado presente” del Frente de Todos intervino en las negociaciones paritarias del sector privado, aunque para intentar contener los reclamos salariales. Este es un punto clave a tener en cuenta cuando se habla de que las empresas incrementaron fuertemente sus márgenes de ganancia. El caso emblemático es el del Sutna, donde el gobierno desplegó todo tipo de presiones en favor de los pulpos empresarios, que si fueron derrotados por la lucha de los obreros del neumático fue gracias a la organización clasista del gremio. Lo mismo hace el Estado ante diversos conflictos, por ejemplo mediante la conciliación obligatoria para quebrar huelgas o avalando preventivos de crisis fraudulentos para legalizar los ataques de los capitalistas.
Incluso el gobierno incide en la variación salarial con acuerdos paritarios a la baja para los trabajadores estatales, así como el monto del salario mínimo de indigencia es utilizado por las patronales del sector informal como vara de referencia para los sueldos que pagan. Es una política salarial al servicio de tensar hacia abajo la remuneración de la fuerza de trabajo. Nadie que pretenda entender cómo con este nuevo mandato peronista se hundió la participación de los salarios en la economía nacional puede ignorar este aspecto sustancial. Tal vez en este punto el paradigma es Toyota, la multinacional automotriz que contó con apoyo presidencial en persona para implementar una reforma laboral que le permitió batir récords de producción y ventas sin tener que incrementar la mano de obra, es decir, con una superexplotación de los trabajadores.
El propio Zaiat menciona que existen además beneficios impositivos a favor de los empresarios, como reducciones de las contribuciones patronales, devoluciones del IVA y Ganancias o los reintegros sobre exportaciones. Ya no son solo “auxilios”, sino directamente regímenes a medida de grandes multinacionales, especialmente automotrices, mineras, petroleras, entre otras. Ahora bien, antes de proponer que estos privilegios tengan alguna contraprestación, hay que preguntarse a quién le pasan la factura. El economista evita a propósito interrogarse sobre este punto, porque lo colocaría ante un callejón sin salida.
Resulta que el Estado se financia en primer lugar confiscando el bolsillo del pueblo trabajador, que por ejemplo debe pagar gravámenes por consumir productos esenciales para vivir en los que gasta la mayor parte de sus ingresos; sin embargo a la hora de achicar el gasto público se ajusta sobre las partidas que más afectan a las familias populares como educación, salud, vivienda, asistencia social, salarios, jubilaciones. De hecho, en este último caso es directamente confiscatorio que se exima a numerosas ramas empresarias de la mayor parte de las cargas patronales, porque se paga con los aportes previsionales de los trabajadores e incide a la baja en el cálculo de la movilidad jubilatoria. Vemos que por más que Zaiat intente poner al Estado en el centro para eludir el problema de la lucha de clases, no se puede hacer abstracción de que en definitiva la economía se dirime en intereses sociales antagónicos, de los cuales el Estado no puede sustraerse en absoluto.
Por eso, incluso cuando la intervención estatal apunta a contrarrestar los efectos de las crisis, no estamos más que ante una política de rescate del capital socializando sus pérdidas. Agreguemos que todas las exenciones tributarias y los subsidios que reciben las empresas se otorgan a libro cerrado, sin constatar ni el estado de las cuentas patronales, ni la desinversión, ni el vaciamiento intencional, etc. El Estado respeta a rajatablas el secreto comercial capitalista, lo cual convierte en papel mojado toda negociación para que estos beneficios sean retribuidos. De nuevo, el límite es de clase: la defensa sacrosanta de la propiedad del capital sobre los medios de producción, y por ende su dominio sobre la economía.
Precisamente por estos motivos los recursos públicos y toda la legislación en general están sometidos a lobbies cruzados de diferentes sectores patronales. El vigente acuerdo con el FMI puso el dedo en la llaga al advertir sobre el gasto tributario, porque coloca en agenda qué ramas del propio capital también pagan parte del ajuste para cumplir con el repago de la deuda. Enorme es la vigencia de la caracterización de Marx del Estado como una “junta de negocios de los capitalistas”, porque debe arbitrar entre los intereses a menudo contrapuestos de estos -que persiguen únicamente su ganancia individual a costa de sus competidores-, pero siempre en aras de preservar el funcionamiento de la economía capitalista y en ocasiones actuar en nombre del interés colectivo de la clase explotadora por sobre esas mezquindades individuales que le son inherentes.
Cuando más el Estado se muestra como un guardián de los intereses capitalistas es en aquellos momentos en los que utiliza el monopolio de la violencia para reprimir a los trabajadores. La represión a los mapuches en una Patagonia donde se afincan latifundios de magnates extranjeros y se promocionan negocios turísticos y de multinacionales mineras y petroleras, es el ejemplo más reciente de esto.
Zaiat reivindica un paper realizado por economistas del Plan Fénix de investigadores de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA en que se dice que “el rol del Estado consiste en promover el desarrollo de las fuerzas productivas y hacer efectiva una justa distribución del ingreso y la riqueza”. En una etapa histórica en la que el capital da muestras constantes de su agotamiento como régimen social, es una quimera reaccionaria. Se trata de un modo de producción que tiende a la concentración cada vez mayor de la riqueza en un polo y de la miseria en el otro, pero que además se encuentra en su fase decadente signada por recesiones y guerras. La ilusión de atenuar las contradicciones sociales mediante la intervención estatal solo apunta, en estas condiciones, contra el desarrollo de toda perspectiva revolucionaria de terminar con el capitalismo.
Solo un gobierno de trabajadores podrá terminar con el parasitismo capitalista y desarrollar verdaderamente las fuerzas productivas del país.
Iván Hirsch
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