100.000 personas representan la mitad de los nacimientos vivos anuales en el país – es decir que se ha operado una liquidación de vidas humanas y fuerzas creativas equiparables a las de una guerra.
Al referirse a los “cien mil”, la oposición derechista ha batido el parche sobre el tercer lugar que Argentina detenta en América Latina en términos de muertes por millón de habitantes. Olvidan señalar, sin embargo, que los dos que la superan en el podio son dos exponentes del macrismo continental -Brasil y Perú- donde el aperturismo y el desdén sanitario condujeron a la liquidación de poblaciones enteras, a crisis políticas, cimbronazos electorales y rebeliones populares.
La derecha también denuncia al gobierno sobre la “inutilidad” de la pretendida “cuarentena interminable”. Pero engañan y se engañan: el aislamiento más o menos riguroso no superó los cuarenta días; luego, la presión de las grandes patronales comerciales e industriales impuso el retorno al trabajo cuando no existían vacunas ni, mucho menos, una política de testeos masivos. Argentina, es uno de los países con menores testeos por millón de habitantes. De este modo, la población trabajadora fue devuelta a ciegas a sus fábricas, supermercados o reparticiones. Argentina registra, además, una condición particular: estrictamente, el país nunca superó la “primera ola”. Los casos diarios no perforaron el piso de los 5000, y sobre esta base elevada se montaron los rebrotes y “segundas olas”, ligadas a las nuevas cepas. Desde la primavera de 2020, la política oficial se caracterizó por el aperturismo feroz. En el manejo “consensuado” del área metropolitana entre Larreta, Fernández y Kicillof, fue la política del intendente macrista la que marcó el compás.
Colapso sanitario y vacunas
Alberto Fernández ha recibido la noticia de los 100.000 muertos con otra enorme falacia - el sistema sanitario “no colapsó”. Para el caso, los muertos podrían llegar al millón, siempre que no se desborde la terapia intensiva. Es la mirada del burócrata, que además se debe estar consolando con que su gobierno y el capitalismo tampoco colapsaron. Mientras el sistema aguante, los muertos no cuentan. Los trabajadores de la salud saben muy bien que el colapso fue disimulado extendiendo la capacidad del sistema hospitalario por encima de sus posibilidades, por caso, brindando cuidados intensivos en salas de internación común, o simplemente en las guardias o salas de espera. Y por sobre todo sacrificando la atención de otras enfermedades graves, como lo muestran los muertos por cáncer. Pero principalmente, esa “flexibilidad” tuvo como protagonistas a las enfermeras y médicos, quienes se prodigaron durante más de un año en jornadas sobre extendidas, enfrentados a los contagios, a la muerte y, finalmente, a las condiciones salariales de miseria. En medio de la pandemia, el básico de enfermería nunca alcanzó la canasta de pobreza. Los que celebran la “resistencia” del sistema de salud no tienen en cuenta que, con la pandemia, se han liquidado las reservas físicas y mentales de una parte importante de la fuerza laboral aplicada a la salud. La demostración más brutal de ello es la oleada de renuncias masivas de enfermeras y de otras especialidades que tuvo lugar en los últimos meses.
Si de estadísticas se trata, el gobierno ha tratado de soslayar el dato de las muertes acumuladas exhibiendo las 30 millones de vacunas arribadas al país, aunque las personas con dos dosis no superan todavía al 11% de la población. En el interín, el gobierno promovió la asociación de un grupo capitalista afín (Sigman) con el magnate mexicano Slim y Astra Zeneca. Esta asociación “inteligente” con el capital internacional terminó con las vacunas secuestradas en los Estados Unidos, como parte de la guerra mundial de los pulpos farmacéuticos y las potencias que los apadrinan. Mientras tanto, el desarrollo de una vacuna propia fue estratégicamente postergado. El presupuesto nacional de Ciencia y Técnica representa el 0,25% del PBI. En febrero pasado, ¡en plena pandemia! el Congreso votó aumentarlo gradualmente hasta llegar al 1%... en el año 2032. Argentina asiste inerme a la perspectiva de nuevas variantes del virus, que deberá afrontar como rehén de los laboratorios, las potencias imperialistas y el capital internacional – accionista del big pharma y a la vez acreedor del país.
Miseria social y contagios
La llamada “política económica”, que revela la orientación social del Estado y del gobierno frente a la pandemia, es una protagonista crucial en el derrotero de los 100.000 decesos. De los 4 billones de pesos que el Estado le dedicó a “la pandemia” en 2020, las tres cuartas partes fueron dirigidas a diversos rescates al capital: pago de sueldos, eximiciones o rebajas de impuestos y aportes previsionales, entre otros. Este socorro a los capitalistas exacerbó la especulación económica, y fue un factor decisivo en la aceleración de la devaluación y, luego, de la carestía. Así, el subsidio al capital terminó convirtiéndose en un factor adicional de confiscación a los explotados. Mientras tanto, sólo el 25% de las asistencias estatales se dirigían a los precarizados o desocupados, que percibieron tres pagos de un IFE que no cubría ni la mitad de una canasta de indigencia. Las consecuencias sanitarias de esta desprotección son muy claras: los precarizados fueron empujados a salir a la calle para procurar la sobrevivencia, en medio de los rebrotes y segundas olas. Los planes sociales, que sólo cubren al 10% del universo de desempleados, nunca dejaron de exigir contraprestación laboral y asistencia. El trabajo precario y parcial carece de “protocolos sanitarios”, y es el más expuesto al contagio. Una parte de la población de mayor riesgo, los jubilados, con un ajuste de entre el 15 y 20% en sus ingresos, también debió procurarse un sustento en medio de la epidemia.
El presupuesto 2021 del gobierno FF no contempló la excepcionalidad de una segunda ola, y por motivos muy claros: a costa de los desocupados, de las enfermeras, maestras y jubilados, Guzmán y Fernández le entregaron al FMI el presupuesto “más equilibrado de los últimos seis años”. La gestión oficial no fue diseñada desde las necesidades de la crisis humanitaria, sino por los acreedores internacionales.
Los 100.000 muertos, en definitiva, son la confesión más clara de la quiebra política e incluso moral de un régimen social, de su Estado y sus partidos.
Marcelo Ramal
15/07/2021
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