Por un lado, todas las recetas deberán ser prescriptas usando obligatoriamente y exclusivamente el nombre genérico del medicamento o su denominación común internacional, indicando también su forma farmacéutica y dosis. Por otro lado, queda habilitada la venta fuera de las farmacias de los medicamentos de venta libre.
Desde el 2002, la ley 25649/2002 -impulsada por el entonces ministro de salud Ginés González García- obliga a prescribir los medicamentos con su nombre genérico. La diferencia radica ahora en la exclusividad, ya no puede acompañarse el nombre genérico con una marca comercial sugerida, y sólo debe figurar en nombre genérico de los principios activos sin mencionar ninguna marca. Esto desató una serie de declaraciones de parte de organizaciones médicas y galenos mediáticos. Ambas normas, la ley del 2002 y el decreto del 2023, a pesar de sus diferencias, tienen algo en común y no es casual: surgen en momentos de profunda crisis económica. Están blanqueando que la gente ya no puede acceder a medicamentos de primera marca por la gran pérdida del poder adquisitivo. Si bien a comienzos del 2002 la mayoría de las recetas cumplían con la ley, cada vez se ve menor cumplimiento, sobre todo en las de las prepagas, donde al tener solo marca comercial, y no el nombre genérico, son tomadas como válidas para el reintegro. Se sabe que, si el médico pone una marca, aunque se la pueda sustituir por otra, el 90% de los pacientes si puede pagarlo va a preferir respetar la marca sugerida. Es una forma de presión sobre la compra. El ministerio de Salud nunca controló que efectivamente se cumpla con la ley por eso hoy en día seguimos viendo recetas solo con marca comercial.
En nuestro país, en realidad, prácticamente no hay genéricos propiamente dichos. Son muy pocos. Lo que existen son segundas marcas o marcas de laboratorios nacionales más pequeños. Al no invertir en investigación y desarrollo o hacerlo en menor medida, tienen costos más bajos. Si bien su precio de venta al público no siempre tiene mucha diferencia con la marca líder, su precio de salida desde la droguería es menor, pudiéndose realizar descuentos al público en la farmacia, sin perder rentabilidad. Eso permite el acceso de medicamentos a un precio más accesible en la población que cuenta con menos sueldo para llegar a fin de mes, y también es de gran ayuda para los trabajadores en negro que no cuentan con obra social.
La situación, sin embargo, no es tan sencilla. Mucho se ha hablado de la bioequivalencia, es decir, además de tener los mismos principios activos, dos medicamentos, para ser exactamente intercambiables, deben ser bioequivalentes, es decir que la concentración que llega a sangre en un determinado momento debe ser la misma.
¿Esto es importante en todos los medicamentos? Si no son exactamente iguales, ¿no sirven? Depende. No todos los medicamentos necesitan ser bioequivalentes para ser efectivos, así como tampoco podemos descartar este factor en ciertos grupos de drogas de margen terapéutico estrecho. Ambos extremos no pueden aplicarse al 100% de los casos. Algunos medicamentos no tienen estudios de bioequivalencia porque directamente no tiene sentido. Por ejemplo, las cremas. La dosis de antibiótico de una crema antimicrobiana va a variar más o menos según la cantidad que aplique el paciente, más que por una diferencia entre marcas. Si un antiinflamatorio se absorbe un 90% y otra marca un 88%, no habrá diferencias significativas a nivel clínico. A lo sumo, el efecto placebo de saber que se está tomando determinada marca, llegado el caso, puede ser más influyente en ese caso en la autopercepción del dolor. Las diferencias entre dos marcas de simeticona (antiflatulento) son despreciables comparado con las variaciones en la alimentación del paciente. Podríamos citar otros ejemplos.
En cambio, en los medicamentos de rango terapéutico estrecho o dosis muy bajas (levotiroxina, anticonvulsivantes, antineoplásicos), la importancia de diferencias entre marcas es otra y no siempre significa que el más caro es el mejor. A veces uno más barato puede tener mejor biodisponibilidad. En algunos grupos de pacientes el tipo de excipientes importa, más allá del principio activo, pero no se aplica a la población en su conjunto, por ejemplo, en el caso de pacientes celíacos requieren medicación sin T.A.C.C. o diabéticos, jarabes sin azúcar; hipertensos, excipientes bajo en sodio, etc. También hay pequeños grupos de pacientes alérgicos a determinados excipientes, como por ejemplo aquellos que contienen el colorante tartrazina.
Por otro lado, para poder sustituir entre marcas, se necesita personal con conocimientos específicos. Pero, paradójicamente, el DNU permite que el farmacéutico no esté presente en la farmacia, lo cual es una incoherencia. El farmacéutico es el profesional idóneo para saber precisamente si los excipientes del producto que entrega son compatibles para un paciente con determinadas enfermedades de base.
Ya vimos que no es imprescindible la bioequivalencia en todos los grupos terapéuticos ni en todas las formas farmacéuticas. Sugerir una marca para los casos donde corresponde por el tipo de medicación o características patológicas del paciente es diferente al aspecto comercial. En cambio, no tiene sentido colocar una marca en los casos donde realmente no afecta un cambio de laboratorio por otro, o donde todas las marcas existentes tienen una calidad del mismo nivel.
Nos encontramos con un conflicto de intereses, quedando la salud del paciente en el medio.
Más allá de los grupos terapéuticos donde la bioequivalencia es clave, en el resto de los productos, lo que si se pierden son los incentivos de las grandes empresas farmacéuticas, que premian con cursos pagos, viajes, libros, a quienes prescriben sus marcas. Hay mucho dinero en juego detrás. Muy fácil de observar cuando encendemos el televisor y el 80% de las publicidades corresponden a la industria farmacéutica. Por el otro lado, también tenemos marcas que dan diferente rentabilidad a la farmacia porque su margen de ganancia es diferente. En un sistema capitalista, no se puede separar la salud del negocio.
Por otro lado, la venta de productos de venta libre fuera de la farmacia ya ni siquiera contaría con ningún tipo de asesoramiento sobre dosificación, interacciones, contraindicaciones, etc.; quedaron afectados los controles del origen del producto -la mayoría de las falsificaciones están en los quioscos- y almacenamiento adecuado, legalizando el propio Estado un riesgo para la salud de la población.
En los últimos meses los medicamentos subieron por encima de la inflación promedio. Actualmente no hay ningún tipo de control sobre la formación de precios de los laboratorios, siendo un rubro donde la demanda es inflexible. Son manifestaciones de un régimen capitalista en descomposición.
Claudia Jati
10/01/2024
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