jueves, 16 de agosto de 2018

“El ángel” de Luis Ortega: la mentira de la civilización



Un film de atrapante astucia visual y narrativa sobre los crímenes de Robledo Puch, con breves –pero atendibles- señales antirrepresivas.

Con la dirección de Luis Ortega y los hermanos Almodóvar como co-productores, se estrenó ayer El ángel, inspirada en las andanzas del joven Carlos Robledo Puch –quien hoy lleva 46 años preso por acometer once asesinatos y varias decenas de robos, así como intentos de violación, entre los años 1971 y 1972, cuando tenía 20 años.
En este film de enorme creatividad visual y sonora, Ortega toma el derrotero criminal del famoso sociópata muy libremente, casi como una excusa, para componer un relato enrarecido, signado por el extrañamiento. Como apunta el mismo director, “planteamos algo así como Alicia en el país de las Maravillas en un mundo que tiene sus consecuencias. Es un personaje para el que matar no es algo real, porque ni siquiera él se percibe como algo real. Tiene que ver con el impacto que le genera la civilización. Un artificio, una mentira tan grande que lo lleva a descreer de cosas tan naturales como la vida y la muerte”.
En esa clave, El ángel se destaca por sus atrapantes atmósferas surreales, que signan una reconstrucción bien particular de esos ’70 de pantalones oxford, canciones de Palito en la TV y calles vigiladas por los esbirros de Lanusse. Una irrealidad que se teje de manera prolija desde la imagen -están allí los colores ‘vintage’ fuertemente contrastados, los incisivos movimientos de cámara, las sobreimpresiones…- y el sonido: es difícil escapar a la fascinación que produce el uso a lo Quentin Tarantino de la banda sonora de la época, iluminando bajo una luz curiosamente nueva las canciones de La Joven Guardia, Pappo’s Blues, Manal o Billy Bond y la Pesada
Lorenzo Ferro, el actor debutante de cara angelical, interpreta a la perfección al intrépido criminal protagónico, al que nada perturba o detiene; y se destaca también la pareja compuesta por Daniel Fanego y Mercedes Morán, que hacen de los oscuros padres del personaje del “Chino” Darín (el compañero criminal y escolar de Robledo Puch). Entre todos los miembros de esa familia y el protagonista hay, además de los lazos criminales, una tensión sexual latente pero profunda, que la película convierte con astucia en tensión narrativa.
Años atrás, Ortega afirmaba que “más allá del morbo que generó la prensa en su momento porque hay que preguntarse qué lleva a un pibe a hacer todo lo que él hizo” (La Nación, 13/4/16), pero lo cierto es que el film renuncia a dar explicaciones racionales sobre los hechos ocurridos y sus motivos. Cuando se suma a ello el tono empático para con el personaje, tratándose de una historia con víctimas reales, se vislumbra una cierta carga de cinismo (dicho sea de paso, la película omite varios de los crímenes más escabrosos de la historia real).
Si es que el film logra salir de ese lugar, es en los pocos momentos en que sale del “mundo interior” de Robledo Puch. Cuando los policías que los detienen preguntan si ellos son guerrilleros y los amenazan con torturas, cuando los preconceptos lombrosianos evitan la detención de este rubiecito, o cuando ya descubierto, los medios catalogan su caso -por su orientación sexual- como el de “un invertido”.
Ante todo, cuando se ve el valor de Robledo Puch para una sociedad represiva: si, como dijera Marx en su brillante e irónico Elogio del Crimen, “el delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc.”, Robledo Puch es el “enemigo interno” perfecto para justificar una sociedad represiva –como lo muestra Ortega en el exagerado despliegue de policías y militares para su detención. Aunque no sea el centro de la narración, vale atender esa mirada, en tiempos en que el gobierno apela a otros “monstruos” (como los del narcotráfico) para reinstalar a los repudiados protagonistas de las dictaduras en las calles del país.

Tomás Eps (@tomaseps)

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