El anuncio de Alberto Fernández, desde la cumbre climática COP 26 que se realiza en Glasgow, sobre una megainversión de la minera australiana Fortescue para la producción de hidrógeno verde en Río Negro, fue presentado como una gran novedad hacia la transición energética e incluso de desarrollo económico futuro del país. Nada más alejado de la realidad.
En primer lugar, no se trata de un emprendimiento ecológico. La producción de hidrógeno verde, es decir a partir de fuentes de energía renovable (eólica en este caso), insume grandes cantidades de agua: es la materia prima para separar el hidrógeno del oxígeno, mediante electrólisis -lo cual demanda mucha energía. Según el sitio Oil Price, cada tonelada de hidrógeno requiere hasta 20 toneladas de agua, contando el proceso de purificación y las pérdidas (28/10/20).
Para darse una idea, el estudio de factibilidad realizado por el instituto alemán Fraunhofer para el caso de otro proyecto incluso de menor escala a ubicarse en la Laguna de la Retención consumiría por hora el 11% del caudal del canal Pomona – San Antonio. Del mismo curso de agua se abastecen las ciudades de San Antonio Oeste, Las Grutas y el puerto de San Antonio Este. Esto en una región que viene sufriendo una caída en los niveles históricos de los caudales, y cuando ya hoy se alerta sobre un previsible mayor estrés hídrico que afecte la generación hidroeléctrica y los cultivos de la zona, entre otros perjuicios (Observatorio Petrolero del Sur, 21/7).
Por otro lado, el hidrógeno no es energía sino un vector que puede almacenarla. «Esto no es un detalle: una de las críticas a su producción a gran escala es que la tasa de retorno energético resultante de la electrólisis pone en duda su rentabilidad», sostienen especialistas de la Mesa de Transición Productiva y Energética de Río Negro (ídem, 15/6). El hecho de que se piense como un negocio de exportación hacia otros continentes contraría la elemental norma de aumento de la eficiencia energética que tanto se debate en la cumbres climáticas, porque es la antítesis de la cercanía entre los centros de generación y de consumo.
Por lo demás. los mismos autores indican que en estos términos se trata de «un nuevo impulso al extractivismo, porque demandará minerales tanto para la generación y el transporte de electricidad como también para la construcción de electrolizadores».
El reciente anuncio oficial desde Escocia enfatiza que la australiana Fortescue invertiría tal vez unos 8.400 millones de dólares para un importante emprendimiento en la localidad rionegrina de Sierra Grande -aunque resta mucho trecho para su concreción. La empresa es la cuarta productora mundial de hierro, y casualmente se asentaría en la zona de la que fuera la mina Hipasam que funcionó hasta 1992 exportando ese mineral. La misma firma explota yacimientos de oro y cobre en San Juan, donde prevé ampliar su producción. Por eso muchos sugieren que estamos ante una suerte de máscara «verde» para lubricar la ofensiva megaminera que ensaya el gobierno nacional y los gobernadores (incluido el reciente fallo de la Corte Suprema contra la mendocina Ley 7722 que prohíbe el uso de cianuro y otros tóxicos).
El atractivo de la localización del nuevo emprendimiento sería la posibilidad de que la minera construya un puerto propio «para dedicarlo en forma exclusiva a la exportación de hidrógeno», según declaró la gobernadora Arabela Carreras en una entrevista con Radio Nacional. Es una reproducción de los puertos que ya cuentan otras mineras o las cerealeras sobre el Paraná, por donde se despachan al exterior sin control alguno las riquezas del país. Tanto es así que «Río Negro está negociando con el Ministerio de Desarrollo Productivo que lidera Matías Kulfas la instalación de una zona franca en Punta Colorada, que le permitiría a la empresa que desembarque allí contar con la exención al pago de diversos impuestos» (Diario Río Negro, 1/11).
Así las cosas, es evidente por qué Fortescue ya de antemano puso como condición contar con garantías de que podrá luego sacar del país sus ganancias en dólares. Estamos en la antesala de una reedición del pacto secreto que en 2013 firmaron YPF y Chevron para iniciar la explotación de Vaca Muerta, el cual entre distintos beneficios permitía a la petrolera yanqui eludir el cepo cambiario para girar sus utilidades al exterior. Es lo que muy parcialmente ya ofrenda el proyecto del oficialismo de nueva Ley de Hidrocarburos.
No debe sorprender. Chile ha tomado la delantera en cuanto a poner en marcha la producción de hidrógeno verde, especialmente a partir del desembarco de firmas alemanas, porque ya la Agencia Internacional de energía lo calificó como la posibilidad de emprender el proceso con los costos más bajos del mundo. Sería un error adjudicar ello únicamente a dotes naturales como vientos constantes y disponibilidad de agua en cantidades necesarias, sino que se suman los menores costos de mano de obra y de energía. Alemania incluso ya viene explorando hace años la concreción de un polémico proyecto en la represa Inga 3 en el Congo.
Estamos ante un retrato de cómo las potencias imperialistas pretenden cumplir su transición energética cargando los costes a las naciones semicoloniales; inclusive los pasivos ambientales. El gobierno argentino es tal vez quien más directamente expresa esto, ya que dedicó su estadía en Glasgow -al igual que antes en Roma en la cumbre del G20– a pedir nuevos desembolsos de los DEG del FMI. Como sabemos, estos no financian inversión alguna, sino el pago de una deuda usuraria. Es el mismo fin que persigue el proyecto de exportar hidrógeno verde, como garantía de repago al Fondo.
Por el contrario, cualquier reconversión productiva requiere invertir las divisas en un plan de desarrollo nacional. El hidrógeno verde podría tal vez ocupar un lugar importante en una transición energética, pero ello en función de un plan económico de los trabajadores y partiendo del derecho a veto de las comunidades afectadas por estos emprendimientos. El punto de partida, insistimos, debe ser la nacionalización de toda la industria energética bajo control obrero, y terminar con el régimen de saqueo cuyos pilares son el pago de la deuda y la fuga de capitales.
Iván Hirsch
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